La oración contemplativa tiene un inmenso poder contra todo tipo de mal. Este movimiento silencioso del corazón desvela autocontradicciones y juicios precipitados que amenazan la propia integridad y, al mismo tiempo, esta vulnerabilidad a Dios es un bálsamo sanador para la integridad de los demás. Esta profunda quietud de espíritu le permite a Dios establecer todo su ser en Su misma Presencia tan profundamente que uno no puede adivinar remotamente cuán profundamente oculta se ha convertido nuestra vida. Al mismo tiempo, en este escondite, la vida fluye de nuevo en este mundo viejo y cansado.
Este tipo de oración implica la renunciación. Uno debe renunciar a todas las formas de amargura y resentimiento, incluso cuando estas son evocadas por causas aparentemente justas, para proteger la delicada obra que el amor de Dios está llevando a la perfección. Uno debe renunciar a la ira frustrada que se desataría y se afirmaría a sí misma cuando las circunstancias y los acontecimientos parecen estar fuera de control. Esto significa humildad: lo que se está desarrollando dentro de la Presencia Divina nunca puede ser controlado por ningún poder creado. También se debe renunciar a toda autocompasión y ansiedad, ya que complacer esa autoocupación hace que el corazón sea demasiado pequeño para el Dios vivo. Todos los amores menores deben encontrar su lugar adecuado ante este Amor.
Esta adoración empapada en lágrimas también implica sacrificio. Aunque mil esquemas y oportunidades para la autoconservación inundan la mente, este movimiento del Espíritu Santo nos obliga a ser resueltos no solo a renunciar a estos, sino también a recoger la Cruz de la abnegación del amor obediente por Dios. Aunque otros sueños y ambiciones brillan por todos lados, esta oleada del corazón al Señor evoca una fidelidad de mente única que mantiene el rumbo. Algunos con mucho gusto han sacrificado carreras, honores mundanos y amigos para obtener esta perla de gran precio. Otros incluso han abandonado la familia, el idioma y el país debido a dónde conduce este camino humilde. Una vez que uno comienza esta peregrinación difícil desde la superficie de la vida hasta las profundidades del amor de Dios, no puede haber una mirada hacia atrás.
Sólo esta oración puede atravesar el abismo de la miseria humana. A medida que sube por los empinados barrancos de la virtud, de la intuición, de la integridad, se desliza aún más por las pendientes de la insuficiencia, de la impotencia, de los vacíos dolorosos. Lo que lo atrae no es el deseo de victoria o el miedo al fracaso, sino la presencia oculta del amor crucificado. Lo que le da seguridad de confianza no es su propio progreso o industria, sino el que ha resucitado de entre los muertos. Arraigada en Su Presencia por la fe, esta quietud tranquila sabe que más profundo que el abismo de la miseria es el abismo de la misericordia: caer en este abismo debe ser elevado a alturas que este mundo no puede contener.
No es de extrañar que este tipo de oración nos permita orar en reparación por nuestros propios pecados y los pecados del mundo. Cuando uno ya no puede llorar por sus propios pecados, es posible comenzar a llorar por los pecados del mundo. Cuando uno sabe cuánto necesita la misericordia de Dios, uno se identifica con todos los que necesitan esta misericordia, y una profunda angustia por la difícil situación de la humanidad se apodera del alma. Tal pena es honrada por Dios. Ningún pecado puede doblarse tan bajo como esta humilde rodilla. Ningún mal puede llegar tan alto como esta cabeza inclinada. Ninguna queja puede ser escuchada tan claramente como la confesión de esta lengua. Dicha oración conoce las cosas profundas de Dios y abre espacio en el desierto de la libertad humana para que el Señor haga todas las cosas nuevas.
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