jueves, 23 de marzo de 2017

Un «¡Dios mío!» que lo llena todo

Dios mio, dios mio


ORAR CON EL CORAZÓN ABIERTO
Meditaciones diarias para un sincero diálogo con Dios

Llovía ayer a cántaros en mi ciudad. Las calles estaban resbaladizas. A primera hora de la mañana el tráfico de los días lluviosos está imposible. Cuando me dispongo a cruzar la calle un motorista es arrollado por un vehículo que se ha saltado el semáforo en rojo. El golpe es tremendo.
El motorista yace en el pavimento; a simple vista parece inconsciente y alguien que se identifica como especialista recomienda no tocarle el casco. De los labios del accidentado sólo se escuchan gemidos de dolor y una súplica sufriente y lacerante: «¡Dios mío… Dios mío… Dios mío!». Y esta cantinela la repite insistentemente. Cuando te enfrentas a la experiencia del más allá o a la desesperanza de que tu vida llena de nada se vea truncada… puede ser que sólo te quede Dios. Y allí, tendido en el suelo, el hombre fruto de la obra del Creador pronuncia el nombre del Dios que le ha dado la vida. De esos labios quejosos sale sólo una palabra que lo llena siempre todo porque es el Todo: «¡Dios!».
Hay mucha gente alrededor del accidentado y mi presencia allí no es necesaria. Rezo una breve oración por el hombre tendido en el suelo y por el que ha provocado el accidente que estará sufriendo interiormente por ese atropello. Pero me voy con un pensamiento profundamente enraizado en mi corazón. Desconozco si la persona herida es creyente o no, pero sintiéndose debilitado, con la conciencia de cuán desastrosas pueden llegar a ser para él las consecuencias, siendo consciente del sentido verdadero de su existencia, en la percepción de que puede perder todo lo que tiene por unas fatídicas milésimas de segundo, ha pronunciado la palabra mágica: «¡Dios!». El Dios que da y rasga la vida. El Dios que da sentido a la vida del hombre. El Dios amor al que se acude casi siempre cuando emerge del corazón el miedo, el temor, el desasosiego, la preocupación, la tribulación o la tristeza. Pero Dios es la luz que ilumina la vida. Y me digo: al final los hombres no podemos vivir sin ese Dios que nos ha regalado la vida y que, habitando en lo más profundo de nuestro ser, surge cuando más duele el corazón. Yo que tengo la fortuna de tener fe y confianza plena en Dios: ¡qué no olvide jamás quién es el Dios de la vida, cuál es el sentido trascendente de la vida, cuáles son los verdaderos valores y los ideales auténticos de la vida!



¡Dios mío, Dios mío! ¡Más allá del miedo, del sufrimiento, del dolor, de la incertidumbre, de los problemas y de las contrariedades de la vida, más allá de las grandes derrotas de mi vida, estás Tú Padre! ¡Que no lo olvide nunca, Dios mío! ¡Que no olvide, Padre Dios, que cuando mis miedos crecen en mi interior y no lo pongo todo en tus manos, me quedo paralizado, encerrado en mí mismo y sin fuerzas! ¡Quiero hoy, Padre, a imitación de tu Hijo, mirar más allá y ser consciente de que Tú habitas en mi corazón, en mi realidad cotidiana, en cada segundo de mi existencia, y que todo lo que me sucede es por voluntad tuya! ¡Quiero reconocerte, Dios mío, en cada acontecimiento de mi vida! ¡Yo que tengo la suerte de amarte, Padre, y que amo a tu Hijo Jesucristo y que siento siempre la protección maternal de la Virgen, pido hoy por todos aquellos que no te conocen pero que en algún momento de su vida exclamarán con más amor que yo un «¡Dios mío, Dios mío!» lleno de confianza! ¡Y te pido Padre por el joven accidentado y por todos aquellos que han visto truncada su vida y desconocen que tú habitas en su corazón y puedes darles esperanza!

Jaculatoria a María en el mes de mayo: ¡María, Madre Admirable, que nos muestras siempre el camino para ir hasta Dios, ayúdanos a acrecentar nuestra fe en el Padre para que nunca caigamos en la desesperanza y el temor!

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