martes, 28 de marzo de 2017

La conciencia de la propia debilidad

Cartujo en su celda
En el presente post, compartimos con nuestros lectores algunos textos de un cartujo del Siglo XX, Dom Agustín Guillerand. Estos textos han sido tomados del libro “Antología de autores cartujanos, itinerario de contemplación” (Editorial Monte Carmelo, 2008).
Máximo Guillerand nació el 26 de noviembre de 1877 en Regny-de-Dompierre, Francia. Ordenado sacerdote en 1900 en Nevers, ejerció el ministerio pastoral en esa diócesis durante 16 años. En 1916 entró en la cartuja de Nuestra Señora de la Valsainte (Suiza) tomando el nombre de Agustín. Tuvo los cargos de procurador, prior y vicario en varias cartujas distintas. Murió en la gran cartuja en el año 1945.

AGUSTÍN GUILLERAND (+1945)
La ciudad en guerra
La sensibilidad turbada por el pecado se rebela, se lanza en locos ímpetus, en desalientos ; no quiere volver a tomar el papel de sierva; quiere dirigirse a sí misma, seguir sus propios caprichos; hace resistencia; las batallas para someterla la exasperan. Cuanto más se quiere disciplinarla, más se espabila y se espanta. Es necesario volverla a poner en orden; ponerla de nuevo en su puesto, que es el de sirva utilísima, pero sometida. Es preciso restablecer en el maravilloso edificio humano construido por Dios la destruida armonía. Sólo Él puede reconstruirla… y nosotros somos incapaces de convencernos de ello del todo. La absoluta necesidad de su ayuda es la última idea que nos viene a la mente y que guía nuestro movimiento hacia Él. Nos pasamos la vida con la pretensión de santificarnos sin ayuda y en crecer con autonomía propia.
(Écrits spirituels, t. 1, p. 11)

El corazón humano es una ciudad; debería ser una fortaleza. El pecado la ha vencido . Desde entonces es una ciudad indefensa que necesita volver a levantar los muros. El enemigo pone continuamente obstáculos, y lo hace con toda su habilidad y su fuerza, con astucia y ardor. Presenta pensamientos tan logrados, a veces tan inútiles, imaginaciones tan fascinantes o tan temibles, envuelve todo con motivos tan patentes, que es capaz en cada momento de distraernos, de hacernos salir de la presencia de Dios. Es necesario continuamente restablecerse.
Estos continuos retornos, este comenzar de nuevo siempre, sin fin, nos desalientan y abaten aún más que la guerra propiamente dicha . Preferimos una batalla violenta… violenta pero definitiva. Generalmente Dios no lo quiere. Él prefiere este estado de guerra, estas emboscadas y estos acechos, estas precauciones y esta vigilancia. Él es Amor y una guerra duradera requiere más Amor y lo hace crecer más. Por otra parte, Él está allí; dirige la lucha; hace frente al enemigo; vigila y hace fracasar sus maniobras; se sirve de ellas; le deja avanzar para golpearle mejor y abatirlo. Prepara estupendos triunfos con pasajeras derrotas, incluso con desastres.
(Écrits spirituels, t. 1, pp. 23-24)
La debilidad y la fuerza
Soy extremadamente débil; la atención de mi espíritu vacila como la llama de una vela al viento ; la energía de mi voluntad, dirigida por esta luz, decae a cada instante o se disipa en esfuerzos desordenados; y las impresiones de mi sensibilidad, que debería estar reguladas por mi alma, me llevan continuamente por mil direcciones opuestas. Instante tras instante, mi pobre vida se va, sin valor y sin resultado. ¡Querría tanto estabilizarla en la solidez y en la paz! ¿Cómo es posible? ¿Cómo poner un poco de orden y de unidad en mis pensamientos y sentimientos? Mi impotencia es evidente: no encuentro, no encontraré jamás en mi mismo la fuerza necesaria.
Y por esto regreso a ti . (…) Me has hecho descender a las profundidades de mi alma, donde las impresiones y los movimientos contrarios cesan, donde reina la gran alegría serena de tu eterno Amor. Quiero volver a hacer contigo este viaje. Quiero sacar de ti, en un coloquio de corazón a corazón, la fuerza que me falta. ¿No eres Tú la fuerza infinita? ¿No eres Tú la luz de todo espíritu en este mundo, la Luz Verdadera, la Luz que muestra todas las cosas en la verdad, la Luz que quiere comunicárseme? ¡Dios mío, derrama en mí este rayo amado que hace ver y actuar y que es vida verdadera!
(Écrits spirituels, t. 2, p. 136)

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