miércoles, 22 de marzo de 2017

Los malos cristianos y la Ciudad de Dios de San Agustín


En su libro titulado “La Ciudad de Dios”, San Agustín nos alerta del hecho de que hay ciudadanos que son de la ciudad del mundo que se encuentran infiltrados dentro de la Iglesia. Se trata de cristianos falsos que atacan el misterio de la Encarnación. Un misterio de iniquidad que lucha por la destrucción del orden de la gracia y que se ejerce con muchísimo poder dentro de la Iglesia. Como un abismo de tinieblas que lucha en el interior de cada hombre concreto.
El problema es que estos enemigos de Cristo y de la Iglesia, odian esencialmente a la Iglesia y a los predestinados de la ciudad de Dios. De suerte que su objetivo es acabar con el mundo de la gracia consituyendo una gran tragedia en cada individuo concreto.  Por eso es vital comprender la importancia del orden de la gracia. Porque los cristianos sin gracia, transportan en sí mismos el misterio de iniquidad corroyendo desde dentro el Cuerpo Místico de Cristo. Al respecto dice San Pablo, en la segunda carta a los Tesalonicenses (II Tes. 2,7) que el misterio de iniquidad que consiste en la apostasía general, está ya en acción. Y siguiendo a San Pablo, San Agustín se refiere a los malos e hipócritas que hay en la Iglesia diciendo que llegarán a ser tantos que van a constituir un verdadero pueblo del Anticristo.[1]

El problema que señala San Agustín es que la imagen de estos falsos cristianos es un disfraz o fingimiento que engaña a todos, porque hacen que profesan la fe, pero viven infielmente fingiendo lo que realmente no son. Se dicen que son cristianos porque así lo aparentan, pero en realidad pertenecen a la bestia. Se trata de la cizaña que se recogerá de la Iglesia al final de los tiempos. Veamos las palabras textuales de San Agustín al respecto: “Y su imagen, a mi parecer, es el disfraz o fingimiento de las personas que hacen como que profesan la fe y viven infielmente, porque fingen que son lo que realmente no son, y se llaman, no con verdadera propiedad, sino con falsa y engañosa apariencia, cristianos. Pues a esta misma bestia pertenecen no sólo los enemigos del nombre de Cristo y de su gloriosa ciudad, sino también la cizaña que se ha de recoger de su reino, que es la Iglesia, en la consumación del siglo”.[2]
Pero por si eso fuera poco, el gran mal no queda ahí, sino que también hay justos y verdaderos cristianos que son expulsados de la congregación cristiana debido a la acción de los perversos que están disfrazados de cristianos dentro de la Iglesia.[3] El sufrimiento de estos cristianos es muy grande porque sus almas son laceradas.  Viven una auténtica crucifixión dentro de la Iglesia de Cristo, pero en el fondo reciben la paz de Dios que es el amor de Dios. Por eso es muy importante recordar, que la visión de Dios no es como la de los hombres que se limita a lo externo, sino que Dios ve en lo secreto, en lo más recóndito del hombre. Y es que los que pertenecen a la bestia, buscan la paz del mundo que consiste en el amor de sí. Es así que los miembros de la ciudad de Dios y los miembros de la ciudad del mundo viven divididos en los que aspiran a la paz de Dios y los que aspiran a la paz del mundo.  
La paz de los hijos de Dios que es la paz interior de la que habla San Agustín[4] consiste en el orden establecido del mismo Dios en el que lo menos perfecto ha de ordenarse a lo más perfecto, y por tanto, en última instancia a la Verdad misma que es la Sabiduría del Padre, es decir, a Cristo. Leamos las palabras de San Agustín: “La paz del cuerpo, es la ordenada conformidad y concordia de la parte intelectual y activa. La paz del cuerpo y del alma, la vida metódica y la salud del viviente. La paz del hombre mortal y de Dios inmortal, la concorde obediencia en la fe, bajo de la ley eterna. La paz de los hombres, la ordenada concordia. La paz de la casa, la conforme uniformidad que tienen en mandar y obedecer los que viven juntos. La paz de la ciudad, la ordenada concordia que tienen los ciudadanos y vecinos en ordenar y obedecer. La paz de la ciudad celestial en la ordenadísima y conformísima sociedad establecida para gozar de Dios, y unos de otros en Dios. La paz de todas las cosas, la tranquilidad del orden y el orden no es otra cosa que una disposición de cosas iguales y desiguales, que da a cada una su propio lugar.”.[5]
Los miembros de la ciudad de Dios que se encuentran todavía en peregrinación en este mundo, gozan de cierta paz interior con miras a la paz de la ciudad celeste en la que todo estará ordenado. Sin embargo, aquí hay que precisar que existe una paz temporal aquí en la Tierra, que es común a los ciudadanos de las dos ciudades (la de Dios y la del mundo). Y es que la paz terrena se encuentra en el orden de la paz de Dios. La diferencia radica en que los ciudadanos de la ciudad de Dios ven la paz temporal como un medio en orden a la paz que trasciende este mundo. En cambio, los ciudadanos de la ciudad del mundo tienden a la paz del mundo concibiéndola como su fin absoluto, de modo que todo lo ordenan a la paz del mundo.[6] Por eso, aquí es muy importante resaltar, que los ciudadanos de la ciudad de Dios que se encuentran en el mundo deben someterse a las leyes de la ciudad pero siempre y cuando esas leyes no vayan en contra de la paz de Dios.


[1] Cfr. San Agustín. De Civ. Dei. 20,19,3, col.686.
[2] San Agustín. De Civ. Dei, 20,9,3, col. 674.
[3] Cfr. San Agustín. De Vera Relig, 6,10.
[4] San Agustín. De Sermone Domini in monte, I,2,9.
[5] San Agustín. De Civ. Dei., 19,13,1, col.640.
[6] Cfr. San Agustín. De Civ. Dei., 19,20, col.648.

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