miércoles, 22 de marzo de 2017

Intentando marianizar mi vida sacerdotal

Con María del Rosario

Hace unos días nomás, la Providencia de Dios quiso que mi nombre y mi foto de perfil recorriera alguno de los portales católicos más conocidos -además de mi presencia habitual aquí en Infocatólica-. Aciprensa en español y en PortuguésReligionenLibertadAleteia Italia y ChurchPop en su versión en inglés, se hicieron eco de una carta que escribí en mi muro de facebook con motivo de un acto blasfemo en Tucumán, en mi querida Argentina.
 
He recibido, con motivo de tal difusión, centenares de saludos y agradecimientos, en diferentes idiomas y con variados enfoques. También he recibido el ataque de algunos pocos quienes, no teniendo ningún argumento válido contra mi escrito, se han cebado sobre todo en reprocharme los pecados de los miembros de la Iglesia a lo largo de todos los siglos, y especialmente los abusos sexuales cometidos por miembros del Clero. A varios de ellos les sugerí leer lo que escribí sobre este asunto en diciembre de 2016, publicado aquí en Infocatólica.
 
Lo cierto es que el agravio inaudito perpetrado en tierras argentinas contra el honor de María, sumado a la más diabólica representación y reivindicación del aborto, suscitó -según mi entender- el efecto contrario del que se proponía. Suscitó en muchos cristianos quizá un poco adormecidos una reacción de amor y fervor reparador. En otros, todavía un poco inocentes, un “abrir los ojos” ante la cristianofobia que crece en Occidente, a menudo avalada tácitamente por las autoridades civiles y -es doloroso decirlo- por un cierto buenismo de parte de los cristianos, también de algunos pastores.
 
Lo que más me impresionó y edificó fue recibir tantos testimonios del influjo formativo y del cariño tierno y fuerte hacia María del que tantos hermanos y hermanas de América y Europa me hicieron partícipe.
 
Para algunos, nuestro amor a María puede ser algo difícil de comprender. Y por eso, en la misma línea del testimonio sobre el celibato que compartí días pasados, comparto hoy mi “historia mariana“, los pasos y los momentos en los cuales el Amor del Inmaculado Corazón se hizo más presente y eficaz. Ese amor que me precede y al cual yo simplemente intento responder como mejor me sale, sobre todo, marianizando mi sacerdocio.
 
¿Cuál es esa historia mariana?
 
María ha estado en cada paso de mi vida espiritual con un protagonismo creciente. Y subrayo en primer lugar Su iniciativa, que nunca ha faltado, aun cuando yo no responda siempre bien.
Mi primer recuerdo nítido relacionado con la fe tiene que ver con María. Desde el jardín de infantes fui alumno de un colegio católico, y la congregación de las hermanas estaba consagrada a María, así que su presencia llenaba todos los espacios físicos y espirituales del colegio.
Pues bien, mirando hacia atrás me recuerdo caminando por la calle Juan Perón hacia el lado del puerto, con una flor en la mano para entregar a la Virgen un 13 de Mayo, mientras la señorita nos hacía cantar –y nosotros cantábamos– “Venid y vamos todos con flores a María”.
 
Desde entonces siempre su presencia ha sido importante. Disfrutaba muchísimo cantando sus cantos en las misas y celebraciones en la primaria. En el colegio salesiano, María Auxiliadora era protagonista excluyente; incluso en ese período de mi adolescencia en el cual no estuve tan cerca del Señor, ella no me soltó nunca.
Recuerdo a un gran profesor de catequesis que nos habló con pasión sobre María, y nos dijo que si rezábamos al menos un misterio del Rosario cada día, ella no iba a permitir que nos condenáramos y nos iba a dar la perseverancia final. Yo rezaba un misterio a escondidas en mi casa –tenía terror de que mi hermano y mi mamá supieran– confiando en la palabra de aquél testigo.
 
En mi adolescencia, la Virgen del Rosario –así, con ese nombre entrañable– se metió de lleno en mi vida espiritual, sobre todo desde el ingreso al grupo misionero. Después de mis primeros ejercicios espirituales, comencé a rezar el Rosario cada día. Solo unos días después de Su fiesta, recibí el llamado al Sacerdocio. También mi primera Comunión, mi Confirmación y mi nacimiento sucedieron en el mes del Rosario.
Y al finalizar mi primera misión, junto con muchos otros jóvenes –aunque apenas tenía 15 años y poco tiempo–, pedí a los sacerdotes poder hacer mi primera consagración a Ella.
 
Pero sin duda que mi vínculo con María tiene una etapa áurea en el Seminario Menor. Gracias a nuestros formadores, enamorados de María, pude aprender a vivir en una verdadera relación de hijo. Cada mañana, luego de la oración primera, invariablemente subíamos los escalones del presbiterio y besábamos la mano de la imagen de María, la de manto verde… Imaginen: una cincuentena de adolescentes que realizaban ese rito, no una sino varias veces por día. La mano de la imagen vivía rota y sucia, pero ahí, en ese beso infantil, le confiábamos nuestra vida.
 
El 7 de octubre de 1998 realicé mi Consagración total a María, ya con una conciencia mucho más profunda. Para entonces, había tenido la posibilidad de leer un impactante escrito de Monseñor Tortolo, en el cual él cerraba una homilía diciendo que si le dieran un minuto para hablar a sus sacerdotes antes de ser ejecutado, él les diría: “Orad y marianizad vuestro sacerdocio”. Por eso en unas vacaciones se me ocurrió pintar esa frase luminosa, la cual me acompañó en los últimos años de formación.
 
El Seminario era para mí –con todas sus imperfecciones, entre ellas las mías– el Cenáculo y Nazareth. Y entonces, Ella era una presencia real y concreta.
Por aquel entonces yo rezaba los quince misterios del Rosario, casi siempre caminando, de tal manera que me recorrí cientos, miles de veces las galerías y los caminos de ingreso de nuestra casa de formación. Con el único anhelo de dejarme formar y pidiéndole a María que me purificara, que me hiciera fuerte, que me hiciera fiel.
 
El día de mi ordenación sacerdotal tuve la certeza de que Ella estaba ahí. Al lado mío, o dentro de mí, o yo dentro de Ella, o todo junto. “No temas… yo soy tu Madre”.
 
Y así sigue María, fiel a la misión que el Hijo le dio en la Cruz, recibiéndome como hijo, a pesar de mis miserias. Muchas veces le he sido infiel, he sido poco cariñoso con ella. Casi nunca puedo obrar –según me lo propuse en mi consagración– como María. Ella, como toda Madre, no deja de recibirme una y otra vez.
 
De alguna manera ella sigue siendo protagonista de mi proceso de formación, que continúa hasta la muerte. Y la siento como mi Socia en cada apostolado que emprendo. Trato de no dejar nunca de mencionarla en cualquier acción ministerial que realizo. Intento vivir de acuerdo a esa consigna: “marianizad vuestro sacerdocio”. Lo he intentado hacer de varias maneras: construyendo pequeñas grutas de María en los barrios para luego celebrar allí misas mensuales, incentivando el rezo del Santo Rosario, difundiendo la espiritualidad de San Luis Grignon de Montfort. Mis dos homenajes más sentidos han sido escribir para ella –junto con un gran amigo compositor– la Misa en honor de la Virgen del Rosario; y publicar, el año pasado, el librito “24 horas Santas con María”, donde intento acercar a cada adorador a María, para junto a ella dar culto al Rey de Reyes.
 
Hoy, en mi sacerdocio, en el día a día, le pido que supla mis deficiencias; que me dé un corazón puro; que no permita que se desdibuje en mí la identidad sacerdotal. Le pido también a veces, como Don Bosco: Da animas mihi, coetera tolle (Dame almas, y quítame todo lo demás). Siempre me acompaña una anécdota que este santo cuenta en su autobiografía: cuando llegó el primer niño al que luego sería el oratorio, él lo invitó a rezar un Avemaría. Don Bosco asegura que el fervor con que rezó esa oración fue lo que trajo todo el fruto que, en lo sucesivo, daría su obra.
 
Inspirado en esta anécdota, cientos de veces he estado en situaciones en las cuales no sabía “para qué lado disparar”, y ha sido un Avemaría, rezado en el corazón, el que me ha serenado y traído luz.
También recuerdo que al finalizar sus días, en la última Misa que da con sus hijos espirituales, Don Bosco, entre lágrimas, exclamó: “Todo lo hizo María Auxiliadora”.
Salvando las distancias, tengo la certeza de que todo el bien que el Señor me permita realizar, llegado a mi fin, será solo de la Virgen del Rosario. A Ella le ofrezco mi homenaje de amor, y mi sacerdocio entero.
 

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