VIVIR CON UN ESPÍRITU RECONCILIADO
"Sean ustedes compasivos, como también su Padre es compasivo." ... (Lc 6, 36)
Reconciliación es reparar, reconstruir, perfeccionar y hacer nuevo. Reconciliarse interiormente implica reconocer que Dios nos creó del barro, de tal manera que volvamos a sentir que somos tierra, aire, fuego, agua y cielo. Somos una materia que el Señor usó para soplar alma y crear un espíritu encarnado. Así, pues, tenemos que entender de dónde venimos, es decir, cuál es nuestro origen para reconciliarnos con nuestro propio ser creado y lleno de limitaciones. Cuando estamos en pecado, nos sentimos indignos. Al apreciar nuestro pasado y aceptarlo con sus triunfos y fracasos, revivimos nuestro espíritu, nos reconciliamos y nos reconstruimos para volver a sentirnos "ser" después de haber pasado por la experiencia de la "nada". Debemos esforzarnos para descubrir que somos seres únicos, originales, útiles y valiosos.
Reconciliarse con uno mismo significa sentirse amado por Dios. El que se reconcilia con Dios y con su propio ser es capaz de volver a amar con mucha pasión, ternura y serenidad y siente que es parte de un todo, parte de la historia y de la sociedad.
Vivir con un espíritu reconciliado significa apreciar los dones, carismas y cualidades de los demás. Significa que usted sabe que los demás valen porque son seres humanos. Cuando usted ama, siempre que puede promoverá, reconocerá y felicitará las cosas y acciones buenas de los demás. Un corazón reconciliado mantiene los canales del alma siempre abiertos a la comunicación con los demás. Una persona que vive reconciliada intenta vivir sin deberle nada a nadie.
Cuando Jesús invitó a Zaqueo a reconciliarse con El, éste se bajó del árbol e invitó a Jesús a su casa. Zaqueo, quien era un ladrón que cobraba impuestos injustamente, se comprometió a devolver cuatro veces lo que había robado porque su reconciliación con Cristo, el Maestro, así se lo exigía. Asimismo, los que con espíritu reconciliado piden perdón por las cosas malas que hacen, están obligados a devolver en bien cuatro veces el mal que ocasionan. Si usted maltrató a su hijo, ahora debe darle cuatro veces más de cariño. Si usted le hizo la vida imposible a su madre, déle cuatro veces más amor por el sufrimiento que le hizo pasar.
El pecado social es impresionante y todos debemos algo porque todos hemos pecado. En una medida u otra, todos somos responsables de la pobreza, la delincuencia, el sufrimiento de los demás, el deterioro del medio ambiente y la deforestación, así como la tremenda carga de desnutrición infantil que se sufre, la cantidad de crímenes que aumenta día a día, el desempleo galopante y la depresión que sufre mucha gente. En parte, todo esto es provocado por un pecado social en el que todos tenemos culpa porque vivimos aquí y de manera activa o pasiva contribuimos para que este mundo esté como esté. También somos culpables de nuestro propio sufrimiento, porque algunas veces sufrimos más por culpa nuestra que por las cruces que el Señor nos manda.
Una persona con espíritu reconciliado se pregunta, ¿qué puedo hacer para que disminuya en lo posible la delincuencia que hay en mi país? ¿Qué puedo hacer para que haya menos pobreza? ¿Qué puedo hacer para que en Panamá haya menos violencia? ¿QUE PUEDO HACER YO? No, ¿qué tienen que hacer los demás?
La persona que se ha reconciliado con la humanidad ama a los demás, busca reconstruir y procura ayudar a que la sociedad mejore. No es una persona pasiva sino activa que busca involucrarse en causas nobles que ayuden a solucionar, aunque sea en parte, los problemas de los más necesitados.
Dentro del proceso de reconciliación con la humanidad, nos compenetramos tanto con lo que nos rodea que nos tiene que doler que un hombre golpee a su mujer, o un hijo maltrate a su madre o una persona destruya algo de la naturaleza. Una persona con espíritu reconciliado, siendo parte del todo, no puede permanecer indiferente al maltrato físico, al crimen, al niño desnutrido o al anciano que busca en el basurero algo que comer. Somos parte de todo, no seres aislados. El pecado es lo que aísla y nos hace indiferentes.
La tarea auténtica de la reconciliación consiste en una reconstrucción de la humanidad y del medio ambiente. El Apocalipsis habla de una nueva Jerusalén que viene de Dios y cae del cielo; una criatura nueva que nace de nuevo. El señor quiere que reconstruyamos YA esta sociedad nuestra, con un espíritu reconciliador y no con un espíritu combativo ni agresivo. Con el poder de Cristo Jesús vamos a reconstruir Panamá, a hacerla nueva. Para eso hay que renacer interiormente, florecer en una nueva primavera, sacar el brillo a ese metal precioso de que está hecho el corazón, palpitar con un corazón nuevo henchido de amor, dejando atrás todo lo que se ha oscurecido por el tiempo, la desidia y el pecado. Para eso, tenemos que buscarnos a nosotros mismos, reencontrarnos con nuestro propio ser y entablar la paz con nuestra alma para volver a sonreír, amar y tolerar. Tenemos que reunir los pedazos rotos que están sueltos y dispersos por la gran confusión del pecado para hacer un gran mural de mosaicos donde aparezca una figura hermosa.
Cuando uno está en gracia de Dios, en comunión con los demás, siente profundamente la devastación del medio ambiente, la tala de los árboles, la quema de los bosques, la sequía de los ríos y la contaminación del aire, así como el caso de una niña de trece años que queda embarazada y está tentada a abortar, o el niño huérfano que llama a un papá que no existe, o aquella persona que pasa cinco años pudriéndose en una cárcel mientras espera un juicio. Un cristiano de verdad, que está reconciliado con la humanidad, siente estas cosas en carne propia y no puede dormir tranquilo ante el hambre o el sufrimiento. Se siente tan compenetrado, llamado y golpeado por el sufrimiento del prójimo que decide hacerse presente y aportar algo de sí mismo para ayudar a remediar los males de la sociedad. Siente que es parte de un todo que tiene sentido y que tiene una responsabilidad y un deber con la humanidad; está obligado a ocupar su puesto en la historia. El que está reconciliado se une de nuevo a la humanidad y es capaz de saltar las trincheras de la batalla para combatir el mal con todas las armas que tiene a su disposición. Si no siente así, no está reconciliado con Dios, con la sociedad, la humanidad o la gente y vive en pecado de soledad e indiferencia.
En un frente de batalla durante la primera guerra mundial, estaban disparándose a 120 metros de distancia las fuerzas aliadas (ingleses y franceses) y del otro lado los alemanes. Era tiempo de Navidad. En eso, dos alemanes se levantaron de la trinchera, sacaron una botella de vino y le gritaron a los ingleses, ¡Feliz Navidad! Poco a poco los alemanes e ingleses dejaron de dispararse, salieron de las trincheras, se abrazaron, comenzaron a compartir un poco de vino y pasaron doce días bailando, cantando y jugando fútbol en medio de la guerra. En esa época de Navidad, reconocieron que eran hermanos y se trataron y compartieron como tales. Este es un hecho histórico.
A los doce o catorce días, cuando los mandos militares se enteraron del asunto les ordenaron continuar la batalla. Cuenta un sobreviviente inglés que cuando disparaba se le salían las lágrimas porque temía que un disparo podía matar a uno con quien había estado jugando fútbol un día antes y muchos disparos iban deliberadamente al aire.
Las guerras y las batallas son una estupidez y los intereses económicos son los que muchas veces mueven a los gobiernos a enfrentarse unos con otros. Los grandes y poderosos se entienden entre sí debajo cuerda, lo que prueba que las peleas son realmente inútiles y frustrantes. La gente común se la pasa combatiendo y los grandes se entienden después en las mesas directivas de los bancos y de otras empresas anónimas. O sea que ellos comparten negocios y acumulan riquezas, mientras los demás se destruyen.
El que tiene un corazón reconciliado es capaz de saltar de las trincheras de esas batallas absurdas en las que otros los ponen a pelear. Un espíritu reconciliado es capaz de arrancar del alma todo lo malo que se acumula por prejuicios y odios ancestrales y de erradicar los malos instintos de crueldad y destrucción. Un espíritu reconciliado es capaz de romper con los manipuladores que inducen a combatir; de acabar con el peso histórico donde otros son los que deciden contra quién hay que pelear. Una persona con espíritu reconciliado se atreve a eliminar las barreras de odios y rencores para unirse con los demás y cantar juntos un cántico de amor.
Entonces, para poder vivir una existencia digna, tenemos que pagar por el pecado que hemos cometido y el mal que hemos hecho a la humanidad. Todos somos deudores y siempre debemos procurar devolver bien por mal, sin complejo de culpa pero conscientes de que, como seres humanos, personal y comunitariamente, hacemos daño y tenemos una deuda con la sociedad. En el fondo, los que nos reconciliamos debemos pagar la deuda con amor y ternura.
Saltemos las trincheras de esas batallas absurdas en las que nos hacen enfrentarnos unos contra otros haciéndonos pensar de manera racista, clasista, partidista o religiosa. Salgamos de esas zanjas donde otros nos ponen a pelear y abracémonos como hermanos. Es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. Cristo Jesús vino a romper los muros que nos dividen para hacer de los pueblos uno solo. Un solo Panamá, una sola nación aunque haya diferentes razas y culturas, pero un pueblo que lucha junto, que ama a Dios y donde todos se aman entre sí. Eso es lo que Dios quiere.
No hay comentarios. :
Publicar un comentario