La festividad de la Exaltación de la Santa Cruz viene a recordarnos que del árbol de la cruz surgen la salvación del género humano, la liberación del pecado y el triunfo sobre la muerte
Introducción
Al comienzo del capítulo V de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II, que trata del año litúrgico, se afirma: «La santa Madre Iglesia considera deber suyo celebrar con un sagrado recuerdo, en días determinados a través del año, la obra salvífica de su divino Esposo... Conmemorando así los misterios de la Redención, abre las riquezas del poder santificador y de los méritos de su Señor, de tal manera que, en cierto modo, se hacen presentes en todo tiempo para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la salvación» (SC 102).
En la cruz transfigurada por la resurrección se resume y concentra «la obra salvífica» que Cristo realizó, en ella brillan con luz nueva dos misterios de la redención», junto a ella los creyentes beben, como de fuente inagotable, «la gracia de la salvación». Si la tiniebla resplandeciente envolvía la cruz del Viernes Santo sumiéndonos en dolor inconsolable por la muerte del Señor, en la fiesta de la Exaltación cantamos con alegría y sincero agradecimiento al madero de la cruz, árbol de la vida, símbolo real de nuestra redención. Como reza la liturgia evocando la profecía de Ezequiel', "en medio de la ciudad santa de Jerusalén está el árbol de la vida, y las hojas del árbol sirven de medicina a las naciones» (ant. 2, 1 Vísp;). La celebración litúrgica de este día nos transporta al Calvario para abrazarnos a la cruz, o mejor para dejarnos abrazar por ella, de modo que imprirna su marca en nosotros, pues la cruz es el signo y la señal del cristiano. La cruz nos identifica como discípulos del Crucificado, resucitado por el poder de Dios. La Exaltación de la Santa Cruz, al ponernos en el centro de la memoria y de la contemplación el significado redentor de este árbol de vida, nos invita a la alabanza y a la adoración, los dos ejes de la liturgia de esta fiesta.
Una mirada a la historia
Hasta 1960 en la liturgia romana se celebraban dos fiestas de la Cruz: una el 3 de mayo con el nombre de la Invención o hallazgo de la Santa Cruz, hecho atribuido por la tradición a Santa Elena, la madre del emperador Constantino, y la otra el 14 de septiembre conocida como fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. El nombre alude a la elevación de Cristo en la cruz, de la que él habló en varias ocasiones: «Como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado ("exaltad') el Hijo del hombre» (Jn 3, 14) y, más adelante, «cuando yo sea elevado (`exaltatus') sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Pero detrás del término «exaltación» está también el antiguo gesto litúrgico, conocido en la tradición oriental y occidental, de colocar en alto la reliquia de la Cruz para la adoración de los fieles y la posterior bendición con ella.
' De la fuente del templo brotará un torrente: «Por donde quiera que pase el torrente, todo ser viviente que en él se mueva vivirá... porque allí donde penetra esta agua lo sanea todo, y la vida prospera en todas partes adonde llega el torrente... A orillas del torrente, a una y otra margen, crecerán toda clase de árboles frutales cuyo follaje no se marchitará y cuyos frutos no se agotarán... Y sus fritos servirán de alimento, y sus hojas de medicina (Ez 47, 9-12).
El origen de esta fiesta está en Jerusalén y aparece relacionado con la invención de la cruz de Cristo. El primer testimonio de una reliquia de la cruz venerada en Jerusalén nos lo ha transmitido San Cirilo de Jerusalén en su primera catequesis mistagógica pronunciada hacia el año 348, donde afirma que «existen muchos testimonios verdaderos de Cristo», y se remite al «lignum crucis», al madero de la cruz, el cual hasta el día de hoy se puede ver entre nosotros, y en otros lugares, pues muchos peregrinos, movidos por la fe, arrancaron un trozo, llenando con estos fragmentos casi todo el orbe (10, 19: M. J. Rouét de Journel, Enchiridion Patristicum. Herder, Barcelona, 1962, 303).
Un poco más tarde la peregrina Egeria, de origen galaico, se refiere también a una celebración de la cruz en relación con su hallazgo y en el contexto de la dedicación de las dos basílicas constantinianas: Día de las Encenias es llamado aquel en que fue consagrada a Dios la santa iglesia que está en el Gólgota, que llaman Martyrium; pero también la santa iglesia que está en la Andstasis, en el lugar donde el Señor resucitó después de la Pasión, fue consagrada a Dios ese mismo día. De estas santas iglesias son celebradas con sumo honor las Encenias [o sea, la dedicación]; porque la cruz del Señor fue hallada ese día. Y por eso ha sido establecido que, al ser consagradas por primera vez las dichas santas iglesias, fuera el día en que fue hallada la cruz del Señor, para ser celebradas juntamente el mismo día con toda alegría' (A. Arce (ed,): Itinerario de la virgen Egeria (381-384), n. 48. BAC, 416, Madrid, 1980, 319s). Egeria, sin embargo, no nos dice nada de una veneración de la cruz, pues pone todo el acento en la fiesta de la dedicación de las santas iglesias, eso sí, en el día en que fue hallada la cruz de Cristo.
A comienzos del siglo V (415/420) ya tenemos noticias más precisas. El Leccionario armenio de Jerusalén testimonia que el 14 de septiembre se celebraba la dedicación de la iglesia del Martyrium, edificada sobre el lugar de la crucifixión, y se mostraba a la veneración de los fieles la reliquia de la Santa Cruz. Desde comienzos del siglo VII en Constantinopla se celebra esta fiesta ligada al rito de la Exaltación de la Cruz en un lugar elevado para ser venerada por la multitud.
A mediados de este siglo encontramos el mismo rito de exposición de la reliquia de la Cruz en Roma, primero en la basílica vaticana; unos años más tarde el papa Sergio I (687-701) hizo llevar otro trozo de la Cruz del Vaticano a Letrán, y "desde entonces, como dice el Liber Pontificalis, éste fue besado y adorado por todo el pueblo cristiano el día de la Exaltación de la Santa Cruz".
La devoción a la Santa Cruz se intensificó en este siglo a causa de la profanación a que fue sometida por los persas, que saquearon Jerusalén, pasaron a cuchillo a sus habitantes, destruyeron las basílicas y se apoderaron de la Cruz el 5 de mayo de 614. El emperador Heraclio los derrotó en el año 630 y recuperó la Cruz, llevándola de nuevo a Jerusalén y "todo el pueblo se llegó a adorar con gran solemnidad la cruz del Señor, vuelta a su primitivo lugar" (Fliche-Martin: Historia de la Iglesia. Vol. V, p. 93). Es en este tiempo cuando los testimonios litúrgicos abundan en referencias a la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz que se celebraba el 14 de septiembre. En Occidente esta fiesta se mantuvo en concurrencia con la del 3 de mayo hasta 1960.
En España hay un lugar venerable donde se conserva el mayor trozo de la cruz de Cristo: es el santuario de Santo Toribio de Liébana, en plenos Picos de Europa. Sobre la historia de esta preciosa reliquia del Lignum Crucis, fray Prudencio Sandoval, cronista de la orden benedictina, aporta los siguientes datos: «Siendo Rey de Asturias don Alonso el Católico primero de este nombre, yerno del Rey don Pelayo, se traxeron y pusieron en ese monasterio las arcas santas, llenas de reliquias, con el precioso madero de la Cruz de Christo, y con ellas el cuerpo de Santo Toribio, obispo de Astorga, que las traxo como dixe de Jerusalén; que esto quieren dezir las historias de Castilla, que dizen que en tiempo del Rey don Alonso se pusieron en este monasterio» (Diccionario de Historia Eclesiástica de España IV, 2351). La devoción al Santo Madero de la Cruz en torno a Santo Toribio se remonta al corazón de la Edad Media, pero no quedó encerrada en la comarca lebaniega. La periódica celebración de los Años Santos lebaniegos acerca la insigne reliquia a la veneración de los peregrinos, introduciéndolos en el Misterio Pascual de la muerte y resurrección del Señor mediante la participación en los sacramentos de la reconciliación y la Eucaristía. […]
Conclusión
La Exaltación de la Santa Cruz nos invita a la acción de gracias y a la adoración: por el madero de la Cruz nos vino la salvación; en ella ha muerto, por nosotros, el Hijo de Dios, misterio de salvación que lo acogernos en la fe postrados en humilde adoración. La cruz es el signo de la victoria del amor y de la gracia, porque en ella Cristo derrotó a los poderes de este mundo, el pecado y la muerte. La cruz nos identifica como cristianos, porque nos introduce en el destino sacrificial del Maestro. Por la muerte de Cristo en ella, la cruz, de instrumento de tortura y maldición, ha pasado a ser el símbolo de la redención. Ella nos abraza cuando nos signamos a lo largo de la vida, desde el mismo umbral del bautismo hasta el momento de cerrarnos los ojos al concluir nuestra peregrinación por este mundo. La cruz corona nuestros montes como señal que invita a elevar más arriba la mirada; está en los caminos a modo de brújula celeste que nos orienta en las encrucijadas de la vida; preside nuestras iglesias como memoria perpetua de la obra de la redención que en ellas conmemoramos. La cruz no es un amuleto o un bello adorno para orejas, nariz o cuello; la cruz es el símbolo más serio, más entrañable, más exigente y comprometedor, porque es el signo de la vida alcanzada al precio de la muerte. A los cristianos nos corresponde mostrar en todo tiempo y lugar la veneración y estima por este signo santo.
«Cuando hagas la señal de la Cruz, procura que esté bien hecha. No tan de prisa y contraída, que nadie la sepa interpretar. Una verdadera cruz, pausada, amplia, de la frente al pecho, del hombro izquierdo al derecho. ¿No sientes cómo te abraza por entero? Haz por recogerte; concentra en ella tus pensamientos y tu corazón, según la vas trazando de la frente al pecho y a los hombros, y verás que te envuelve en cuerpo y alma, de ti se apodera, te consagra y santifica.
¿Y por qué? Pues porque es signo de totalidad y signo de redención. En la Cruz nos redimió el Señora todos, y por la Cruz santifica hasta la última fibra del ser humano. De ahí el hacerla al comenzar la oración, para que ordene y componga nuestro interior, reduciendo a Dios pensamientos, afectos y deseos; y al terminarla, para que en nosotros perdure el don recibido de Dios; y en las tentaciones, para que él nos fortalezca; y en los peligros, para que él nos defienda; y en la bendición, para que, penetrando la plenitud de la vida divina en nuestra alma, fecunde cuanto hay en ella.
Considera estas cosas siempre que hicieres la señal de la Cruz. Signo más sagrado que éste no lo hay. Hazlo bien, pausado, amplio, con esmero. Entonces abrazará él plenamente tu ser, cuerpo y alma, pensamiento y voluntad, sentido y sentimientos, actos y ocupaciones; y todo quedará en Él fortalecido, signado y consagrado por virtud de Cristo y en nombre de Dios uno y trino».
José María de Miguel González O.SS.T.
Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
No hay comentarios. :
Publicar un comentario