martes, 18 de septiembre de 2018

IMPRESIÓN DE LAS SAGRADAS LLAGAS DE SAN FRANCISCO

MODELOS DE VIDA Y ESPERANZA EN LA GLORIA

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Por la fe hicieron los Santos maravillas, sufrieron persecuciones, practicaron virtudes excelentes, y padecieron con heróica constancia todo género de adversidades. Y bien, ¿no tenemos nosotros la misma fe? ¿no profesamos La misma religión? Pues, ¿en qué consiste que seamos tan poco parecidos a ellos? ¿en qué consiste que imitemos tan poco sus ejemplos? Siguiendo un camino enteramente opuesto al que los Santos siguieron, ¿nos podemos racionalmente lisonjear de que llegaremos al mismo término? Una de dos, o los Santos hicieron demasiado, o nosotros no hacemos lo bastante para ser lo que ellos fueron. ¿Nos atreveremos a decir que los Santos hicieron demasiado para conseguir el cielo, para merecer la gloria, y para lograr la eterna felicidad que están gozando? Muy de otra manera discurrían ellos de lo que nosotros discurrimos; en la hora de la muerte, en aquel momento decisivo en que se miran las cosas como son, y en que de todas se hace el juicio que se debe, ninguno se arrepintió de haber hecho mucho, todos quisieran haber hecho mas, y no pocos temieron no haber hecho lo bastante.
Hoy nos encomendamos a:
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FIESTA DE LAS SAGRADAS LLAGAS DE SAN FRANCISCO

JESUCRISTO VÍCTIMA.
El autor de la Imitación nos dice “toda la vida de Cristo fue cruz y martirio”. Jesús, al venir a rescatar al mundo, desde el mismo instante de la Encarnación quiso ser víctima ofreciéndose a su celestial Padre por los hombres pecadores. Fue víctima en el pesebre de Belén, en el destierro de Egipto, en el taller de Nazaret, donde se empleaba en trabajos
penosos, a través de los caminos de Palestina, en una palabra: en toda su existencia y
en todos sus actos.
Pero hay en su vida un día de inmolación especial, y hasta toda su vida converge hacia ese día, el del Calvario, cuando pudo inmolarse realmente en la Cruz y morir por sus hermanos.
IMITAR A JESUCRISTO

Todas las almas generosas han querido imitar a Cristo en su estado de víctima. San Pablo, cuyo corazón se abrasaba de amor por El, exclamaba: “No quiero saber nada, sino a Jesucristo y a Jesucristo Crucificado” y no quiero enseñaros nada, sino lo que Cristo me enseña desde la Cruz, y no ambiciono otra gloria ni otra dicha más que tener parte en la Cruz y en el padecer de Cristo.
San Bernardino meditaba todos los días la Pasión y decía que para él era “un ramillete de
mirra que llevaba continuamente en su corazón”. 
Prendado San Francisco de un gran amor  por Cristo, quiso identificarse con El. Ya veremos en su fiesta, el 4 de octubre, cómo amó el Evangelio y la Eucaristía. Hoy veamos cómo se identificó con su Maestro crucificado y cómo,por un favor insigne, se convirtió en otro Cristo hasta el punto de llevar en su carne las llagas del Crucificado.
EL AMOR A LA CRUZ.
La cruz es el gran libro en que se formó el alma de Francisco. Desde aquel día en que el Cristo de la Iglesia de San Damián le dirigió la palabra, ya no quiso pensar más que en la Pasión. “El misterio de la cruz, dice su hijo más ilustre, San Buenaventura, tan grande, tan admirable, en el que están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, ese misterio fue también revelado a este pobre de Cristo, que toda su vida sólo siguió las huellas de la cruz, no gustó más que las dulzuras de la cruz y nada predicó sino
las glorias de la cruz”.
“No hay nada, decía el mismo San Francisco, tan deleitoso como la memoria de la Pasión del Señor; esa memoria me es frecuente y diaria y, si viviese hasta el fin del mundo, no necesitaría otro libro”. Según él mismo ríos cuenta, siete veces se le manifestó en su vida la cruz de una manera sensible: uno de sus frailes vio un día que salía una cruz de su boca, otro la vio brillar sobre su frente, y un tercero vio a Cristo en cruz que iba delante. Estos maravillosos relatos nos prueban el puesto distinguido que ocupaba la cruz en el pensamiento y en el corazón de Francisco.
EL MONTE ALVERNIA.
Meditaba la Pasión en cualquier parte, pero hay un lugar a donde le gustaba de modo particular retirarse para abismarse en el pensamiento de Jesús Crucificado: el monte Alvernia.
El Conde Orlando, caballero noble, le ofreció aquella montaña, a la que su soledad hacía propicia para la oración y la penitencia. Desde la primera vez que subió, quedó Francisco hondamente impresionado al ver que ante él se levantaba el inmenso peñasco de paredes perpendiculares como una muralla y cuya cumbre estaba coronada de espesas hayas, y acercándose luego para buscar el lugar más a propósito para la contemplación, advirtió que aquellos peñascos estaban hendidos y entreabiertos. Preguntándose de dónde provenían aquellas aberturas se puso en oración; y un ángel le hizo saber que se debían al cataclismo ocurrido al morir Jesús en la Cruz, cuando la tierra tembló y los peñascos se abrieron. Ante estos vestigios de la Pasión, sintió Francisco que su dolor se reavivaba, e internándose en las profundidades de la torrentera que rodeaba al peñasco tajado, lanzaba, como dice el P. d’Argentan, gritos lastimeros.
“¡Cómo, Jesús mío, decía, tú estás en la Cruz y yo no! ¡Tú eres la misma inocencia y tú sufres por mí, que soy un criminal ¿Todo esto era necesario para expiar la magnitud de mis culpas?”
Y dirigiéndose a todas las criaturas, las invitaba a llorar con él:
“Pájaros del cielo, no cantéis más, o sean lúgubres todos vuestros conciertos. Arboles gigantescos cuyas ramas suben tan alto, bajaos y convertíos en cruces para honrar a la de Jesús. Y vosotros, peñascos, quebraos, ablandaos, llorad.”
Y al ver los hilitos de agua que se deslizaban de los peñascos del Alvernia, se paraba, deshecho en lágrimas:
“Hermanos peñascos, lloremos.”
Y el eco del monte repetía: “Lloremos, lloremos.”
LOS ESTIGMAS.
Cuatro veces subió Francisco a este monte Alvernia con la única mira de anegarse en el amor divino. Allí vivía abismado en la memoria de la Pasión. Cuanto más iba ahondando en las llagas del Hombre-Dios, más inflamado se sentía del deseo de parecerse a su divino ejemplar.
Sobre el Alvernia fue un ángel a decirle que en el Evangelio encontraría lo que el Señor esperaba de él. Abre el Evangelio tres veces, y el libro divino se abre en la escena de la Pasión. Francisco comprende desde este momento que tiene que realizar en sí mismo la Pasión del Salvador, y exclama:
“Mi corazón está pronto, Señor, mi corazón está pronto ”
Pues bien, una mañana de la Exaltación de la Santa Cruz, mientras reza en una ladera de la montaña, ve que baja del cielo un serafín de seis alas; el serafín se queda ante él suspendido en los aires y, entre sus alas, advierte Francisco la imagen de Jesús crucificado. Su alma se llena de admiración y se siente embargada alternativamente de alegría y de tristeza; se para a contemplar este espectáculo; pero al instante desaparece la visión; en su corazón queda un ardor maravilloso y en su carne los estigmas sagrados de Jesús. Sus manos y sus pies estaban traspasados por gruesos clavos cuya cabeza redonda y negra era muy visible y la punta larga y remachada sobresalía de las manos y de la planta de los pies. La llaga del costado, ancha y abierta, dejaba ver una cicatriz bermeja de donde la sangre caía sobre el vestido del Santo. ¡Francisco se había convertido en otro Cristo! y bajando del Alvernia, cantaba:
“El amor me ha introducido en el horno, en un horno de amor. Oh amor, ¿porque hieres de esta manera mi corazón? Estoy completamente fuera de mí; la llama que has encendido en mi pecho me consume y va en aumento continuamente.”
Esta estigmatización de San Francisco no es un episodio maravilloso de su vida. Es como el sello divino que a Dios plugo imprimir en su alma para hacernos comprender hasta qué punto se había hecho semejante a Cristo Jesús, y hasta dónde había realizado de una manera sensible la identidad perfecta con Jesucristo. Es la recompensa con que Dios premia toda su vida, ya que su vida se resume en el amor y en el amor a Jesús crucificado.
LA LECCIÓN.
Mas para nosotros hay en esto una gran lección. Nos lo indica la Iglesia en la Oración de la Misa:
“Dios renovó de esa manera en la carne de Francisco los estigmas de la Pasión para inflamar nuestros corazones en el fuego del amor.”
La memoria de la Pasión y el amor a Jesús crucificado fueron la vida de Francisco. Ahí debemos encontrar nosotros la verdadera vida. La cruz fue el libro de Francisco y debe ser también el de toda alma cristiana.
“¿Quieres, escribía el P. d’Argentan, aprender obediencia? Mira en el patíbulo a Aquel que se hizo obediente hasta la muerte.
¿Quieres aprender humildad y amor a los desprecios? La cruz es una cátedra donde parece que Jesús subió exclusivamente para enseñar a todo el género humano esta gran lección, que confunde todo el orgullo y toda la vanidad del mundo. 
¿Quieres aprender paciencia? Mira a ver si de la boca de Jesús sale una palabra siquiera que no sea de gracia y perdón para los que le quitan la vida.
¿Deseas aprender pobreza? Mira cómo Jesús en la Cruz no tiene otro vestido que sus
llagas, y los ríos de su sangre preciosa le cubren como manto de púrpura.
En una palabra: cualquier perfección que desees, estúdiala en este libro magnífico. Y te convencerás de que “Jesús hizo triunfar en ella todas las virtudes.”
San Francisco con los estigmas nos predica el amor a la cruz. Como él, amemos la cruz y la tribulación y pidamos con confianza lo mismo que Santa Teresa del Niño Jesús “el ver resplandecer en el cielo las llagas de Cristo en nuestro cuerpo”; pidamos sobre todo que se impriman en nuestra alma, en la que no dejen más en lo sucesivo que el recuerdo y el amor a Jesús crucificado.
PLEGARIA A SAN FRANCISCO.
¡”Señor mío Jesucristo, dos gracias te pido me concedas antes de morir! La primera es: ¡Que sienta en mi alma y también en mi cuerpo, en cuanto sea posible, los dolores que tú, mi dulce Jesús, tuviste que padecer en tu cruel pasión! La segunda gracia que desearía conseguir es: ¡sentir en mi cuerpo, en cuanto sea posible, el amor sin medida que a ti, Hijo de Dios, te abrasaba y que te llevó a querer padecer por nosotros, miserables pecadores, tantos tormentos”!
Y mientras así hacía su larga oración en el Alvernia San Francisco tuvo certeza de que tú, oh Dios, le escuchabas. Contempló los dolores de su Maestro crucificado y la llama de su devoción creció de tal forma, que se sintió cambiado totalmente en Jesucristo.
Nosotros nos atrevemos a repetir esta oración porque sabemos muy bien nuestra obligación de transformarnos en Jesús a fin de agradarte, oh Padre nuestro, y entrar en el cielo; pero, como conocemos nuestra indignidad nos valemos de las palabras de fray León, testigo de la oración y de los favores extraordinarios de su Maestro, para decirte: “Oh Dios mío, sé favorable a los que somos pecadores y, por los méritos de este hombre tan santo, concédenos el conseguir tu misericordia santísima.”
DOM PROSPERO GUERANGER
ABAD DE SOLESMES
EL AÑO LITURGICO

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