LA MUJER DE LA ESPERANZA (y V)
por Suor Chiara Augusta Lainati, osc
TIEMPO DE ESPERAR
«Hay un tiempo para cada cosa», afirma el Eclesiastés (3,1): «tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de llorar y tiempo de reír, tiempo de callar y tiempo de hablar...».
Hay también un tiempo para esperar, y este tiempo ha llegado.
Ahora es tiempo de esperar: TIEMPO DE ESPERAR, de esperar POR TODOS, porque son muchos los que saborean hoy la angustia del desierto, y depende en gran parte de nosotras el que escuchen o no la voz del Dios vivo.SANTA CLARA DE ASÍS,
LA MUJER DE LA ESPERANZA (y V)
por Suor Chiara Augusta Lainati, osc
TIEMPO DE ESPERAR
«Hay un tiempo para cada cosa», afirma el Eclesiastés (3,1): «tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de llorar y tiempo de reír, tiempo de callar y tiempo de hablar...».
Hay también un tiempo para esperar, y este tiempo ha llegado.
Ahora es tiempo de esperar: TIEMPO DE ESPERAR, de esperar POR TODOS, porque son muchos los que saborean hoy la angustia del desierto, y depende en gran parte de nosotras el que escuchen o no la voz del Dios vivo.
Creo que se nos perdonarán muchas cosas; pero de una nos pedirá ciertamente cuentas Aquel que se calificó «esperanza de Israel» y que nos ha sacado de la nada para que fuésemos hijas de Clara en estos años: si hemos sabido o no mantener viva la esperanza en el corazón del mundo y en el corazón de la Iglesia, la esperanza en esta nuestra tierra que se estremece de desesperación en sus profundidades y se «evade» hacia horizontes imposibles; si hemos sabido o no devolver el verde a la esperanza desalentada de los hombres, a la esperanza de la Iglesia, a la esperanza franciscana acobardada ante problemas enormes de evangelización en el exterior, de autenticidad en el interior. ¡Cuántas defecciones, cuantos hundimientos o acomodaciones por falta de esperanza!
Sí, es tiempo para nosotras, Clarisas, de sostener, con un corazón de pobre, anclado en Cristo y sólo en Él, la esperanza universal.
No se nos perdonará el pecado contra la esperanza, este pecado que muy raramente se manifiesta en gestos trágicos, pero que atenaza la vida de un modo engañoso, casi sin que nos demos cuenta; que nos paraliza, nos hace replegarnos sobre una serie de cuestiones marginales (la única «cuestión» no marginal es Él), o de posiciones cómodas. Este pecado que siembra la jornada de desilusión y desconsuelo, que roe el entusiasmo de la donación y lo socava con un mar de «si»: «si hubiese vocaciones...», «si no se tuviera que mantener en pie la casa...», «si tuviese salud...», «si..., si..., si...». Este pecado que quita la alegría de andar adelante como peregrinos, en una marcha llena de confianza en el Dios de la salvación, con un empeño que hace palanca sobre el Espíritu; este pecado que nos hace girar hacia atrás en inútiles lamentaciones: «En otros tiempos sí que...», que seca el canto en los labios, apaga el gozo en el corazón y, donde hay fervor, disemina la apatía.
No hay vocaciones... no hay salud... Pero ¿qué importa? ¿Acaso por esto es ya no estamos en las manos de Dios o que la sombra de sus alas ha dejado de cubrirnos? ¿No será más bien que Él exige ahora también de nosotras, como de santa Clara, un «salto en el vacío», un abandono sin límites a sus designios misteriosos?
¡Señor, me fío de Ti! Perdóname por este mi dudar, que ha marcado mi vida de desaliento y de tristeza. ¡Sí, Tú eres mi esperanza! «Mi suerte está en tu mano» (Sal 15,6). Hazme cantar de corazón la esperanza, la esperanza por todos... Debería ser precisamente yo, ahora; deberíamos ser precisamente todas nosotras, las Clarisas, en este momento, quienes cantásemos por el pueblo de Dios, por la Orden franciscana, por el mundo, el Cántico de Isaías (26): «¡Tenemos una ciudad fuerte! Abrid las puertas para que entre el pueblo que confía en Dios... ¡Confiad siempre en el Señor!, siempre, porque Yahvé es la Roca fuerte por los siglos...».
Sí, porque en nuestras manos está, con tal que queramos usarla, toda la fuerza de los pobres, aquella fuerza que obligó a Dios a plegarse sobre Clara, a inclinarse sobre su pobreza, sobre su silencio denso de espera y de confianza.
«¡Dános, Señor, un corazón de pobres y ensancha los confines de nuestra capacidad de esperar, para que en nosotras pueda latir la espera de todos los siglos y la esperanza de todos los pueblos!»: por nuestro Señor Jesús, Amor pobre, espejo de Dama Clara.
Creo que se nos perdonarán muchas cosas; pero de una nos pedirá ciertamente cuentas Aquel que se calificó «esperanza de Israel» y que nos ha sacado de la nada para que fuésemos hijas de Clara en estos años: si hemos sabido o no mantener viva la esperanza en el corazón del mundo y en el corazón de la Iglesia, la esperanza en esta nuestra tierra que se estremece de desesperación en sus profundidades y se «evade» hacia horizontes imposibles; si hemos sabido o no devolver el verde a la esperanza desalentada de los hombres, a la esperanza de la Iglesia, a la esperanza franciscana acobardada ante problemas enormes de evangelización en el exterior, de autenticidad en el interior. ¡Cuántas defecciones, cuantos hundimientos o acomodaciones por falta de esperanza!
Sí, es tiempo para nosotras, Clarisas, de sostener, con un corazón de pobre, anclado en Cristo y sólo en Él, la esperanza universal.
No se nos perdonará el pecado contra la esperanza, este pecado que muy raramente se manifiesta en gestos trágicos, pero que atenaza la vida de un modo engañoso, casi sin que nos demos cuenta; que nos paraliza, nos hace replegarnos sobre una serie de cuestiones marginales (la única «cuestión» no marginal es Él), o de posiciones cómodas. Este pecado que siembra la jornada de desilusión y desconsuelo, que roe el entusiasmo de la donación y lo socava con un mar de «si»: «si hubiese vocaciones...», «si no se tuviera que mantener en pie la casa...», «si tuviese salud...», «si..., si..., si...». Este pecado que quita la alegría de andar adelante como peregrinos, en una marcha llena de confianza en el Dios de la salvación, con un empeño que hace palanca sobre el Espíritu; este pecado que nos hace girar hacia atrás en inútiles lamentaciones: «En otros tiempos sí que...», que seca el canto en los labios, apaga el gozo en el corazón y, donde hay fervor, disemina la apatía.
No hay vocaciones... no hay salud... Pero ¿qué importa? ¿Acaso por esto es ya no estamos en las manos de Dios o que la sombra de sus alas ha dejado de cubrirnos? ¿No será más bien que Él exige ahora también de nosotras, como de santa Clara, un «salto en el vacío», un abandono sin límites a sus designios misteriosos?
¡Señor, me fío de Ti! Perdóname por este mi dudar, que ha marcado mi vida de desaliento y de tristeza. ¡Sí, Tú eres mi esperanza! «Mi suerte está en tu mano» (Sal 15,6). Hazme cantar de corazón la esperanza, la esperanza por todos... Debería ser precisamente yo, ahora; deberíamos ser precisamente todas nosotras, las Clarisas, en este momento, quienes cantásemos por el pueblo de Dios, por la Orden franciscana, por el mundo, el Cántico de Isaías (26): «¡Tenemos una ciudad fuerte! Abrid las puertas para que entre el pueblo que confía en Dios... ¡Confiad siempre en el Señor!, siempre, porque Yahvé es la Roca fuerte por los siglos...».
Sí, porque en nuestras manos está, con tal que queramos usarla, toda la fuerza de los pobres, aquella fuerza que obligó a Dios a plegarse sobre Clara, a inclinarse sobre su pobreza, sobre su silencio denso de espera y de confianza.
«¡Dános, Señor, un corazón de pobres y ensancha los confines de nuestra capacidad de esperar, para que en nosotras pueda latir la espera de todos los siglos y la esperanza de todos los pueblos!»: por nuestro Señor Jesús, Amor pobre, espejo de Dama Clara.
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