EL ESPÍRITU DEL SEÑOR
Y SU SANTA OPERACIÓN
por Lázaro Iriarte, OFMCap
San Francisco, hombre del Espíritu
Una atmósfera de amor es la propia de la condición de los hijos de Dios. Y son hijos de Dios cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios (Rom 8,14).
Estamos ante uno de los elementos más originales y más profundamente bíblicos de la espiritualidad del Poverello. No se trata de meras expresiones piadosas, salidas como al descuido, sino de una verdadera doctrina, coherente y bien perfilada. Una doctrina no aprendida de memoria, sino fruto de la propia vivencia sobrenatural y de la limpidez de su alma.
Francisco vivió, desde su conversión, maravillado y confundido bajo la experiencia de lo que el Señor había hecho y seguía haciendo en él. Esta persuasión le hacía conducirse con humilde docilidad ante cualquier signo de la voluntad divina y le sostenía en la firmeza del ideal evangélico.
A esta presencia de Dios en la vida del hombre, que se hace luz, seguridad, amor, prontitud e impulso de testimonio y de mensaje, sin dejar de ser vida de pura fe, llama el santo espíritu del Señor. San Pablo le da el mismo nombre. En realidad es el Espíritu Santo que mora en nosotros dándonos testimonio íntimo de que somos hijos de Dios, ayudando nuestra flaqueza, intercediendo por nosotros y enderezando las aspiraciones de la mejor parte de nuestro ser.
Celano hace notar, relatando la conversión, cómo Francisco cifraba su única preocupación en conocer el querer de Dios, su designio sobre él. A medida que éste se iba manifestando, se sentía fuerte para esperar otra ulterior manifestación. La seguridad definitiva de parte del espíritu del Señor la recibió en la Porciúncula por la acción de la Palabra evangélica. Desde entonces miró como vehículo primario de la manifestación divina las «palabras del Espíritu Santo, que son espíritu y vida».
Y adquirió la costumbre de «no dejar pasar, por falta de atención, ninguna visitación del Espíritu; apenas la recibía, aceptábala al instante y gozábase en aquella dulcedumbre cuanto tiempo le permitía el Señor...; si ocurría yendo de camino, dejaba adelantarse a sus compañeros, detenía su paso y, fijos todos sus sentidos en la nueva inspiración, no recibía inútilmente la gracia divina» (2 Cel 95).
Antes de tomar una determinación, grande o pequeña, y antes de emprender un viaje recurría a la oración «a fin de que el Señor dirigiera su corazón para marchar allá donde fuera del agrado de Dios» (LP 108). Pero sabía que el medio normal con que Dios manifiesta su designio es la vida misma, mirada con los ojos de la fe; y trataba de descubrirlo en los acontecimientos, de modo especial en los hombres.
Esta fue siempre su filosofía superior, su cuidado mientras vivió: averiguar, preguntando a sencillos y a sabios, a perfectos y a imperfectos, la manera de dar con el camino de la verdad y llegar a la cima de sus aspiraciones. En posesión del espíritu de Dios, estaba dispuesto a tolerar cualquier angustia del alma y cualquier tormento del cuerpo con tal de conseguir que se cumpliera en él la voluntad del Padre del cielo (1 Cel 91-92).
«Lleno del espíritu de Dios», «ebrio del espíritu de Dios», son expresiones que el primer biógrafo aplica muchas veces al santo. En esa compenetración con la acción del Espíritu con que salía de la oración, sus palabras, sus gestos, sus decisiones, no le parecían de su invención, sino efecto del impulso divino.
Pero donde más se sentía dirigido por esa acción profética del Espíritu era en la predicación al pueblo, aquella predicación penitencial, sencilla y directa, que brotaba de un interior repleto de fervor y gozo contagioso. Francisco no preparaba sus sermones, lo cual no quiere decir que improvisara. No hay preparación más eficaz que la contemplación, hecha vida, de los grandes misterios de la salvación. Fiaba la elocuencia y el resultado al «espíritu del Señor».
Y no era propiamente el contenido, sino la sensación de hallarse ante un puro instrumento de la Palabra, lo que obraba sobre los oyentes. Seguro, no de sí, sino del Espíritu que lo movía, no perdía el aplomo ni en las coyunturas más comprometidas, como fue aquella del discurso que le había preparado Hugolino para que lo pronunciase ante Honorio III.
En la espontaneidad y seguridad que da la pureza de corazón, es decir, la pobreza interior, hemos de ver el éxito de la predicación de Francisco y de los suyos: era más un testimonio de la propia experiencia evangélica que una enseñanza. «Id en el nombre del Señor, hermanos -les había dicho Inocencio III-, y predicad al mundo la penitencia según se sirva el Señor inspiraros» (1 Cel 33). Como el Espíritu de Dios es el que obra por medio del predicador y el que mueve a los oyentes, nadie tiene por qué gloriarse de los resultados obtenidos; sería una apropiación abusiva.
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