miércoles, 29 de agosto de 2018

FRANCISCO, HOMBRE DE FE





FRANCISCO, HOMBRE DE FE
por Gilbert Forel, ofmcap

FECUNDIDAD DE LA FE EN EL MISTERIO PASCUAL

A medida que Francisco profundiza su fe y le da una expresión concreta, encuentra la repulsa, la ironía y a veces el odio. El entusiasmo de las masas queda para más tarde. Entre tanto, su padre reniega de él y lo cita ante el tribunal del obispo de Asís. De sus conciudadanos no recibe más que socarronerías y burlas. Abandonado de todos, Francisco puede hacer suyo el aspecto de Cristo en la Cruz. Revive en sí mismo la experiencia dolorosa de la aparente ineficacia de Dios, convirtiéndose así en el perfecto imitador de Cristo en la desnudez y desamparo del Gólgota.

¿Es esto el fracaso? Lo es al menos en apariencia, y en esta apariencia de fracaso es donde encuentra todo cristiano más peligrosamente la tentación del abatimiento y del abandono. Francisco empero permanece fiel a la alianza de su juventud que su fe reanuda y profundiza constantemente a través de los acontecimientos de su vida referidos al Evangelio. Por encima de las apariencias, Francisco experimenta la misteriosa eficacia de la cruz, participa en la Resurrección de Cristo (cf. Jn 16,33).

Francisco vivió la noche de la fe en el sentimiento de la impotencia aparentemente insuperable. Permaneció fiel y abierto a los sucesos que venían a precisar y fortalecer su fe, y a las obras, cada vez más difíciles, que esta fe exigía. Semejante fidelidad le llevó a la fecundidad espiritual, le permitió compartir la victoria visible de Pascua, mientras continuaba viviendo la Cruz en la unidad del misterio pascual.


Ante el espectáculo de una fidelidad tan incondicional en la misma adversidad, los allegados a Francisco comenzaron a interrogarse. La vida de este joven les incitaba a reflexionar sobre su propia vida. La admiración, y después la imitación, sustituyó las burlas. Bernardo de Quintaval se unió al Poverello; otros, procedentes de toda clase social y condición, le siguieron. Sin haberlo buscado y casi a pesar suyo, Francisco se transformaba en el testigo privilegiado de la misteriosa eficacia de Dios. Comprendió, sobre todo, que la constitución de la humanidad en pueblo fraternal no se realiza más que de una forma lenta, al ritmo de la libertad y de la colaboración de los hombres.

En cualquier caso, he aquí la fe de Francisco que afronta una nueva experiencia. Dios le envía hermanos. Pero, ¿cuál es el ideal a proponer a estos hombres que no reemplace la llamada de Dios? ¿Irán a engrosar las filas de las Órdenes religiosas ya existentes? Mas ellos quieren seguir a Francisco y no han ido a llamar a la puerta de una abadía. En su incertidumbre, Francisco consulta el Evangelio (LM 3,3), algo así como si devolviera al Señor los discípulos que el Señor le enviaba. Él no quiere ser más que el instrumento de la alianza que Dios quiere sellar con todo hombre, no pretende suplantar la libertad de ellos y su vocación personal por su propia experiencia, por rica que ésta sea. Obtenida la respuesta del Señor, un nuevo acto de fe permitirá a Francisco fundar una Orden completamente nueva sobre la base de algunos textos evangélicos y en el cuadro de unas estructuras democráticas, conformes a las aspiraciones de una época ávida de igualdad, de justicia y de libertad.

El amplio movimiento que lleva a las gentes hacia Francisco no se detendrá, al igual que el acto de fe del que emana. Tras los primeros compañeros, se le acercan personas casadas y Francisco debe, una vez más, inventar la modalidad concreta de su fidelidad a los acontecimientos. Él hubiese podido seguir el compás de la Iglesia que no preveía nada de particular para las personas casadas, y refugiarse tras las leyes y la práctica de la Iglesia para enviar a estas gentes a sus casas. Pero ¿no hubiese sido esto mostrarse infiel al «anuncio» y mensaje del acontecimiento, salvo que no creyese en la autenticidad del deseo de santidad manifestado por estas gentes? En la fe y disponibilidad a los sucesos, Francisco inventa un nuevo camino espiritual creando las fraternidades de la Tercera Orden. Sin quererlo, sin saberlo tal vez, Francisco realiza una verdadera revolución al reconocer que los «simples» laicos pueden aspirar a una vida verdaderamente santificada, sin abandonar su situación profesional o familiar, sin romper todo lazo con el «mundo». ¿Democratización de la santidad?

Para Francisco, la vida continúa tejida de fe y de disponibilidad a los acontecimientos de cualquier naturaleza que sean. Favorables o desfavorables, esperados o inesperados, Francisco reflexiona sobre los acontecimientos a la luz tupida y purificante del Evangelio y los integra en su experiencia espiritual cada vez más rica y radiante. Así su actitud ante los bandidos o ante el Sultán no descansa más que sobre la fe. Al igual que su época, Francisco siente la llamada para la Cruzada; pero responde a ella de una forma original, la forma del Evangelio: no toma las armas, no trata de cambiar el mundo y a los hombres mediante el recurso a la fuerza. Él conoce, por haberla experimentado en sí mismo, la fuerza de la debilidad de Dios en este mundo, debilidad que se asemeja al amor del que es una forma. Francisco quería comportarse, para conducir a los otros a la fe, como Dios se había comportado con él.

He ahí por qué la inmensa irradiación que él conoció mientras aún vivía, hace admirar la fuerza de la Cruz de Cristo, la victoria de la Pascua. El Reino se construye al interior de un amplio movimiento de vida fraternal y evangélica, pero Cruz y Resurrección no son dos acontecimientos sucesivos: forman un misterio único, simultáneo y permanente. En medio del éxito y de la veneración popular, Francisco comparte aún la Cruz de Cristo que se le presenta bajo múltiples formas, sobre todo, por el sesgo de la incomprensión e infidelidad de algunos hermanos; pues aconteció que se pusieron a construir grandes conventos, a formar doctores, a copiar la vida y pompa monásticas tradicionales. No comprendían la intuición de fe a la que Francisco había sometido su vida y su empresa espiritual, con un rechazo del ambiente y de las estructuras que restringían la libertad y espontaneidad del Espíritu. Esta contestación en el seno mismo de los suyos recordaba a Francisco la fragilidad de toda victoria; la eficacia del plan de Dios permanece ligada a la libertad y colaboración humana: se trata de una alianza.

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