Gerardo Castillo Ceballos, Profesor de la Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra
Diario Montañes
SERVICIO CATOLICO.
En las actuales campañas electorales, los candidatos de los diferentes partidos políticos suelen coincidir en una promesa: mejorar el “Estado del Bienestar”. No se refiere a que el conjunto de ciudadanos disfruten del bienestar de sentirse bien física y psíquicamente, sino de que aumente su bienestar material.
Esa promesa, repetida una y otra vez, suele suscitar indiferencia y/o hartazgo en algunas personas. Les decepciona tanto la falta de imaginación como que se apele a un concepto tan manido que últimamente se está desprestigiando (“Estado del Bienestar”), tanto por su desfasado proteccionismo, como por sus comprobadas deficiencias.
Para Rafael Termes, “el error del Estado del Bienestar es haber querido que esta protección se universalizara, alcanzando al inmenso número de aquellos que, sin necesidades perentorias, debían haber sido puestos a prueba para que dieran los frutos de que la iniciativa individual es capaz. Acostumbrados a tener cubiertas, sin esfuerzo, todas sus necesidades básicas, desde la cuna hasta la tumba, han perdido el amor al riesgo y a la aventura, creadora de riqueza. El Estado del Bienestar, en manos de políticos que buscan sus propios objetivos de perpetuación en el poder, produce efectos contrarios a los que dice perseguir”.
Una viñeta del humorista Faro refleja muy nbien esa situación. Cuatro políticos fumando un enorme puro habano “dialogan,” desde lo alto de una columna, con una muchedumbre congregada a sus pies:
-Sólo podremos mantener el estado de bienestar bajando sueldos y pensiones
-¿Qué tipo de bienestar es ése?
-El nuestro, claro.
También decepciona a otras personas la pretensión de reducir las aspiraciones humanas (incluido el deseo de ser feliz) al bienestar material y al consumismo.
Tras pasear por el mercado de Atenas, sin comprar nada, Sócrates solía decir: “Me encanta ver cuantas cosas no necesito para ser feliz”.
Para Aristóteles la felicidad no está en lo efímero (las cosas y los placeres sensibles), sino en la vida honesta, conforme a la virtud; por eso aconsejaba vivir y obrar bien (eudaimonía), lo que exige llevar una vida austera.
La felicidad incluye cierto grado de placer y de bienestar material, pero estos dos factores no son, por sí mismos, fuente de felicidad. La felicidad es una realidad espiritual; por eso ningún materialismo ha logrado hacer feliz al hombre.
A pesar de estos argumentos, los políticos saben, a través de las encuestas, que vivimos en una sociedad en la que existe una estima exagerada del bienestar (una mitificación del bienestar material).
Una prueba de ello es que está aumentando mucho la costumbre de comprar objetos-fetiche a los que se supone propiedades mágicas para sentirse bien y felices, como, por ejemplo, un determinado tipo de almohada, de pulseras, de butaca, de bolso, de zapatos… Suelen ser personas que buscan llenar algún vacío interior; asocian ciertas compras superfluas con su falta de autoestima y de identidad y se aferran a ellas como a tablas de salvación. Tras comprar el último y más caro artilugio se sienten bien consigo mismas, pero cuando descubren que se están midiendo en relación con lo que han comprado y no con lo que son, desciende su autoestima, lo que les mueve a comprar una nueva cosa.
Gilles Lipovetsky desmitificó el modelo de la sociedad del hiperconsumo, que atribuye la felicidad a la acumulación y goce de bienes materiales. Es obvio que existe alguna relación entre bienestar y felicidad, pero nunca deben confundirse. Se puede tener mucho bienestar y ser infeliz; también se puede ser feliz con pocos bienes materiales.
Reducir al ser humano a consumidor es simplificar y empobrecer su naturaleza. Además de homo consumens, es homo sapiens, homo ludens y homo contemplans. La persona se hace más valiosa no por su capacidad de producir, de tener o de consumir, sino por su actitud de ser más y mejor.
Frente a la predominante cultura del tener, hoy urge reivindicar la cultura del ser, que es cultivo de la interioridad: de la inteligencia y la voluntad.
Juan Haro destaca que invertimos mucho más tiempo en querer tener que en ser (prepararse, invertir en valores y conocimientos). Por eso propone la fórmula “ser-hacer-tener: “si primero te ocupas en ser diferente, en aprender, en pensar e innovar (ser), a continuación tus acciones (hacer) serán distintas y por tanto, los resultados (tener) serán también diferentes”.
La cultura del bienestar nos anestesia, masifica y esclaviza, mientras que la cultura del ser nos despierta, nos hace protagonistas y nos libera.
Hamlet: “¿Ser o no ser?” Mi respuesta: ser.
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