Por Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos de antropología" Pamplona 1996.
SERVICIO CATOLICO.
La libertad no puede considerarse aisladamente, pues lo que ya somos es uno de sus límites. Otro límite son las consecuencias de su uso, que son parte de la libertad social. Cuando actuamos, nuestra conducta afecta a los demás y a nosotros mismos, queramos o no. El uso de la libertad y la acción humana modifican las situaciones. Para tener en cuenta las consecuencias de la libertad es preciso aludir a la responsabilidad y a la autoridad. La primera es el cultivo de la atención hacia las consecuencias de nuestros actos, el hacerse cargo de ellas. La segunda, la instancia que dirige y coordina las distintas libertad en relación con la situación concreta de que se trate.
Es muy corriente hablar de libertad, pero no siempre se insiste lo suficiente en que uno es responsable de sus actos. De la misma manera, desde hace bastante tiempo, en Europa es corriente considerar que libertad y autoridad se oponen, y que donde se da una no puede dar la otra. Ahora vamos a considerar cierto exceso y cierto defecto de la libertad social, o lo que es lo mismo, la relación entre ella, la responsabilidad y la autoridad.
El exceso de libertad social, y el consiguiente defecto de responsabilidad y autoridad, puede ser llamado permisivismo o ideología tolerante. Es un modo de pensar y actuar que hoy ha llegado a ser predominante en muchos países occidentales, en especial a partir de 1968.
La ideología tolerante asume una verdad importante que no es patrimonio suyo: el pluralismo, la diversidad y la tolerancia son valores irrenunciables, que asumen la forma de un ideal al que aspirar, a partir del hecho evidente de que somos distintos, y hemos de respetarnos como somos, distintos, con opiniones, estilos de vida y valores diferentes.
Este respeto al pluralismo y la diversidad, hoy extendida incluso a las especies biológicas, responde a una realidad indudable y fundamental: la civilización europea, desde el siglo XVI, ha valorado y defendido, por concretas y a veces trágicas circunstancias de su historia, el pluralismo religioso, cultural y político. Hemos aprendido a convivir con gentes de distintas culturas, tradiciones y religiones. El proceso cultural de los tres últimos siglos nos ha enseñado que esa pluralidad no es una pérdida, sino todo lo contrario, una ganancia. Hemos aprendido a respetar y a convivir con quienes no piensan como nosotros. Esto no es sólo un hallazgo de la Ilustración, sino un crecimiento de la sensibilidad hacia la dignidad de la persona y su libertad, que en Europa ha existido desde el siglo V antes de Cristo, y en especial desde que éste predicó su mensaje. Esa sensibilidad ha aumentado mucho gracias a la mejora de la educación y a la progresiva desaparición de la miseria económica, jurídica, política y moral que ha tenido lugar en Europa.
El respeto al pluralismo y a la diversidad, por tanto, forma parte esencial de la cultura europea, y aún de toda verdadera cultura, por tener profundas raíces en la misma racionalidad humana. Se trata de un valor que no es patrimonio de la ideología tolerante que aquí tratamos de caracterizar, sino que la trasciende con mucho. Es ésta un modo de pensar que aparece cuando, por entender mal las relaciones humanas, se lleva ese valor al extremo.
La ideología tolerante, en efecto, es el desarrollo lógico del ideal del «choice» (...), y de la visión liberal del hombre y de la sociedad, arraigada principalmente en el mundo anglosajón y germánico. Según esa visión, la libertad consiste sobre todo en emancipación, es decir, independencia, autonomía respecto de cualquier autoridad: cada uno es la única autoridad legisladora sobre sí mismo; la autoridad civil no pasa de ser un simple árbitro, que organiza los intereses de individuos que eligen libremente lo que quieren. Sobre esa base se añaden dos ideas:
1) Mi libertad termina donde empieza la de los demás, pero ambas se relacionan poco: yo puedo hacer lo que quiera mientras no perjudique. Esto se puede llamar el principio de no hacer daño a otros, que sería el único criterio para decidir lo que se puede o no se puede hacer: mientras no se lesionen los derechos de los demás, cada uno puede actuar como le plazca.
El problema de ese principio está, (...) en que no hay ninguna acción que deje de tener influencia en los otros, aunque sea de forma indirecta, pues ya se dijo que uno se hace mejor o peor según elija lo mejor o lo peor: al final la sociedad también se hace mejor o peor. Algunos valores (por ejemplo, la paz social y la seguridad urbana) pueden desaparecer si no se educa a la gente en ellos. Dejar de educar a una sociedad en la convicción de que el rechazo a la violencia es un bien puede producir el aumento del crimen, aunque uno no sea un criminal. El principio de no hacer daño a otros es un criterio necesario, pero no es el único: se precisa inculcar valores a la gente para que ésta luego los defienda, y se evite así un proceso de decadencia.
2) Lo específico y típico de la tolerancia entendida de ese modo es que pretende excluir cualquier forma de reproche hacia conductas que desaprobamos por el hecho de ser distintas a las que nosotros practicamos. Esto se llama political correctness, corrección política. Consiste en no reprochar a nadie su conducta y evitar cualquier signo o palabra que pueda ser interpretado como discriminatorio. El feminismo tiene algunas revindicaciones típicas a este respecto: la palabra «woman» sería machista por incluir el sufijo «man». Sería discriminatoria cualquier reticencia frente a los «gays», y desde luego la iglesia católica es «super-discriminatoria» por excluir a las mujeres del sacerdocio. Y así otros muchos ejemplos, hasta llegar a cierto eufemismo, necesario para evitar el lenguaje sexista, etc.
Para este modo de pensar, lo más peligroso para la sociedad libre y abierta en la que vivimos sería el extremo contrario, conocido hoy con el término peyorativo de «fundamentalismo». Es evidente que hay que ser tolerante con el pluralismo y la diversidad que existen en nuestra sociedad, entre otras cosas porque debemos respeto a su autenticidad. Pero no se puede imponer una tolerancia entendida de esa manera, porque eso es adoptar ya una actitud intolerante, por ejemplo, contra el legítimo derecho de una iglesia a organizarse como quiera. Si se lleva la political correctness al extremo (cosa que no hay que hacer con nada), yo podría interpretar como discriminatoria cualquier acción de otros que fuese contra mis deseos, aunque el que la lleva a cabo esté en su legítimo derecho de realizarla, como por ejemplo el hecho de no admitirme en una institución, tal como una universidad privada o una empresa: no se puede olvidar el derecho de admisión, que existe incluso en los restaurantes.
Los límites de la ideología tolerante aparecen cuando se quiere excluir del juego al que no es tolerante de ese modo, y sobre todo cuando «los intolerantes» forman un grupo que no practica la political correctness, sino la propagación activa de sus convicciones, lo cual va contra los supuestos liberales de la sociedad individualista, que es aquella en la que este problema existe. Y es que, como se ha dicho, la ideología de la tolerancia nace de aquella manera de concebir las relaciones humanas en la cual lo privado y lo público están separados.
No hay comentarios. :
Publicar un comentario