LA CIUDAD DE DIOS
CONTRA PAGANOS
Traducción de Santos Santamarta del Río, OSA y Miguel Fuertes Lanero, OSA
LIBRO XI
[Origen de las dos ciudades]
CAPÍTULO I
En esta parte de la obra se comienza a demostrar los orígenes
y fines de las dos ciudades: la celestial y la terrena
Llamamos ciudad de Dios a aquella de que nos testifica la Escritura que, no por azarosos cambios de los espíritus, sino por disposición de la Providencia suprema, que supera por su autoridad divina el pensamiento de todos los gentiles, acabó por sojuzgar toda suerte de humanos ingenios. Allí se escribe, en efecto: ¡Qué pregón tan glorioso para ti, ciudad de Dios!1 Y en otro salmo: Grande es el Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios, su monte santo, alegría de toda la Tierra. Y un poco después en el mismo salmo: Lo que habíamos oído lo hemos visto en la ciudad del Señor de los Ejércitos, en la ciudad de nuestro Dios: que Dios la ha fundado para siempre2. Y también en otro salmo: El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios; el Altísimo consagra su morada. Teniendo a Dios en medio no vacila3.
Con estos y otros testimonios semejantes, cuya enumeración resultaría prolija, sabemos que hay una ciudad de Dios, cuyos ciudadanos deseamos nosotros ser, movidos por el amor que nos inspiró su mismo Fundador. A este Fundador de la ciudad santa anteponen sus dioses los ciudadanos de la terrena, ignorando que Él es Dios de dioses, no de dioses falsos, esto es, impíos y soberbios. Privados éstos de la luz inmutable y común a todos, y reducidos por ello a un poder oscuro, persiguen su crédito particular, solicitando de sus engañados súbditos honores divinos. Él, al contrario, es Dios de los dioses piadosos y santos, que hallan sus complacencias en estar sometidos a uno solo, más que en tener a muchos sometidos a sí, y en adorar a Dios más que en ser adorados como dioses.
En los diez libros precedentes, con la ayuda de nuestro Rey y Señor, hemos dado la respuesta, en lo posible, a los enemigos de esta santa ciudad. Al presente, reconociendo qué se espera de mí, y recordando mi compromiso, con la confianza siempre en el auxilio del mismo Rey y Señor nuestro, voy a tratar de exponer el origen, desarrollo y fines de estas dos ciudades, la terrena y la celestial, que tan íntimamente relacionadas, y en cierto modo mezcladas, ya dijimos que se hallaban en este mundo. Y ante todo diré cómo los comienzos de estas dos ciudades tuvieron un precedente en la diversidad de los ángeles.
CAPÍTULO II
Conocimiento de Dios a que no llega ningún hombre sino por el Mediador de Dios
y los hombres, el hombre Cristo Jesús
Empresa grande y muy rara librarse, por el poder de sola la mente, de toda criatura corpórea e incorpórea, considerándola y viéndola mudable, empresa ardua llegar a la sustancia inmutable de Dios, aprendiendo allí por su luz que toda criatura que no sea Él no tiene otro autor que Él. Dios, en efecto, no le habla al hombre mediante una criatura corporal, resonando en sus oídos corporales y haciendo vibrar los espacios aéreos entre el que habla y el que escucha; ni tampoco habla por criatura espiritual alguna parecida a las imágenes de los cuerpos, como es el sueño, o de otro modo parecido.
Habla, sí, como a los oídos del cuerpo, porque habla como a través del cuerpo, y como usando de un intervalo de lugares corporales. Son muy semejantes estas visiones a los cuerpos; pero, en realidad, habla con la misma verdad si hay alguien capaz de oír con la mente, no con el cuerpo. Habla de este modo a la parte más elevada del hombre, superior a todos los elementos de que consta el hombre, y cuya bondad sólo supera Dios.
Con toda razón comprende el hombre, o lo cree al menos si no lo llega a comprender, que ha sido hecho a imagen de Dios. Síguese que está más cerca de Dios, que le es tan superior por aquella parte suya que domina a sus partes inferiores y que le son comunes con los animales. Pero como la mente, dotada por naturaleza de razón e inteligencia, se ha debilitado con ciertos vicios tenebrosos e inveterados, necesitaba primero ser penetrada y purificada por la fe, no sólo para unirse a la luz inmutable con gozo, sino también para soportarla, hasta que, renovada y curada de día en día, se hiciera capaz de tamaña felicidad.
Para caminar con más confianza en esa fe hacia la verdad, el Hijo, Dios de Dios, tomando al hombre sin anular a Dios, fundó y estableció esa misma fe a fin de que el hombre tuviera camino hacia el Dios del hombre mediante el hombre Dios. Pues éste es el Mediador de Dios y de los hombres, el hombre Cristo Jesús; Mediador por ser hombre, y por esto también camino.
De este modo, si entre quien se dirige y el lugar a que se dirige hay un camino existe la esperanza de llegar, y si faltase o se desconociese por dónde había de ir, ¿de qué sirve conocer adónde hay que ir? Hay un solo camino que excluye todo error: que sea uno mismo Dios y hombre: a donde se camina, Dios, y por donde se camina, el hombre.
CAPÍTULO III
Autoridad de la Escritura canónica, obra del Espíritu Santo
Dios, hablando por los profetas primero, luego por sí mismo, y después por los apóstoles, es el autor de la Escritura llamada canónica, que posee la autoridad más eminente. En ella tenemos nosotros la fe sobre las cosas que no debemos ignorar, y que nosotros mismos no seríamos capaces de conocer. Cierto que somos testigos de nuestra posibilidad de conocer lo que está al alcance de nuestros sentidos interiores y exteriores (que por eso llamamos presentes a esas realidades, ya que decimos están ante los sentidos, como está ante los ojos lo que está al alcance de los mismos).
En cambio, sobre lo que está lejos de nuestros sentidos, como no podemos conocerlo por nuestro testimonio, buscamos otros testigos y les damos crédito, porque creemos que no está o no ha estado alejado de sus sentidos. Por consiguiente, como sobre las cosas visibles que no hemos visto creemos a los que las han visto, y lo mismo de las demás cosas que se refieren a cada uno de los sentidos del cuerpo; así sobre las cosas que se perciben por el ánimo y la mente (con tanta razón se llama sentido, pues de ahí viene el vocablo «sentencia»), es decir, sobre las cosas invisibles que están alejadas de nuestro sentido interior, nos es indispensable creer a los que las han conocido dispuestas en aquella luz incorpórea o las contemplan en su existencia actual.
CAPÍTULO IV
Creación del mundo: ni es temporal ni ha sido establecido según un plan nuevo de Dios,
como si hubiera querido luego lo que antes no quiso
1. De todas las cosas visibles, la más grande es el mundo; de todas las invisibles, lo es Dios. Pero la existencia del mundo la conocemos, la de Dios la creemos. Sobre la creación del mundo por Dios, en nadie creemos con más seguridad que en el mismo Dios. ¿Y dónde le hemos oído? En parte alguna mejor que en las Sagradas Escrituras, donde dijo un profeta: Al principio creó Dios el cielo y la tierra4.
¿Estuvo allí este profeta cuando Dios creó el cielo y la tierra? No; pero estuvo allí la Sabiduría de Dios, por la cual se hicieron todas las cosas, que se transmite también a las almas santas, haciéndolas amigos y profetas de Dios5, y mostrándoles sin estrépito sus obras interiormente.
También les hablan a estos santos los ángeles de Dios, que ven de continuo el rostro del Padre6, y comunican su voluntad a los que es preciso. Uno de los cuales era el citado profeta, que dijo y escribió: Al principio creó Dios el cielo y la tierra. Y es tal la autoridad que como testigo tiene para que creamos en Dios, que por el mismo Espíritu de Dios, quien por revelación le dio a conocer estas cosas, predijo con tanto tiempo de antelación la fe que nosotros le habíamos de prestar.
2. Y ¿por qué le plugo al Dios eterno crear entonces el cielo y la tierra, que no había creado antes? Si los que preguntan esto pretenden que el mundo es eterno, sin ningún principio, y, por tanto, no parece haya sido hecho por Dios, están muy alejados de la verdad y deliran, aquejados de mortal enfermedad. De hecho, aparte de los anuncios proféticos, el mismo mundo, con sus cambios y movilidad tan ordenada y con la esplendente hermosura de todas las cosas visibles, proclama, en cierto modo, silenciosamente que él ha sido creado y que sólo lo ha podido ser por un Dios inefable e invisiblemente grande, inefable e invisiblemente hermoso.
Hay otros que confiesan haber sido hecho por Dios, pero no admiten que tenga principio de tiempo, sino de su creación, de suerte que ha sido hecho de continuo en un modo apenas inteligible. Parece con ello que quieren librar a Dios de cierta fortuita temeridad, no se vaya a creer que le vino de pronto a la mente lo que antes nunca se le había ocurrido: hacer el mundo, y así tuvo una nueva voluntad, no siendo él en absoluto mudable.
No veo cómo mantendrán este razonamiento en las otras cosas y, sobre todo, en el alma; que si pretendieran ser coeternas con Dios, no podrían explicar en modo alguno de dónde le vino la nueva miseria, que no tuvo antes en la eternidad. Si replicasen que su miseria y su felicidad se han sucedido alternativamente siempre, tendrán que afirmar esta alternativa también para siempre; de donde se seguiría el absurdo de que aun en los momentos en que se dice feliz, en esos mismos no puede serlo si prevé su miseria y torpeza futura. Y si no prevé siquiera que ha de ser torpe y miserable, sino que se juzga siempre feliz, sería feliz con una opinión falsa: sería el colmo de la necedad.
Podrían replicar ciertamente que en los siglos infinitos anteriores había alternado la miseria del alma con la felicidad, pero que al presente, liberada ya de lo demás, no puede tornar a la miseria. Sin embargo, se verán forzados a admitir que ella jamás fue verdaderamente feliz, sino que comenzó a serlo con una nueva felicidad no engañosa, y por ello han de confesar que le ha acaecido algo nuevo, grande y notable, por cierto, que jamás le había acaecido anteriormente en la eternidad. Si niegan que Dios ha tenido en su eterno designio la causa de esta novedad, tienen que negar a la vez que Él es el autor de la felicidad, y esto huele a impiedad nefanda.
Si afirmaran que Él lo había ideado con un nuevo plan, de suerte que el alma sea feliz para siempre, ¿cómo afirmarían que es ajeno a aquella mutabilidad, que tampoco les place a ellos? Pero si confiesan que, creada en el tiempo para no perecer ya en el futuro, tiene, como el número, su principio, pero no tiene fin, y por ello, habiendo conocido una vez las desgracias y liberada de ellas, no volverá ya a ser desgraciada; si dicen esto, es indudable que no se compagina ello con la inmutabilidad del plan de Dios. Crean, pues, que el mundo ha podido ser hecho en el tiempo, sin que haya Dios cambiado su designio eterno y su voluntad.
CAPÍTULO V
No se pueden admitir infinitos espacios de tiempos ni de lugares antes del mundo
Los que admiten con nosotros que Dios es creador del mundo y, sin embargo, nos preguntan sobre el tiempo del mundo, tendrán que agenciárselas para responder sobre el lugar del mundo. Pues lo mismo que se pregunta por qué fue hecho entonces y no antes, se puede preguntar por qué fue hecho aquí donde está y no en otro lugar. Si se imaginan infinitos espacios de tiempos antes del mundo, en los cuales les parece no pudo estar Dios sin hacer nada, pueden imaginarse también fuera del mundo infinitos espacios de lugares; y si en ellos dice alguien que no pudo estar ocioso el Omnipotente, ¿no se verán forzados a soñar con Epicuro infinitos mundos? Con la diferencia, sin embargo, de que éste afirma que tales mundos se producen y se deshacen por movimientos fortuitos de los átomos, y ellos tienen que afirmar que han sido obra de Dios si no quieren que esté ocioso por una interminable inmensidad de lugares que existen fuera del mundo por todas partes, y que esos mismos mundos no pueden deshacerse por causa alguna, según piensan también de este mundo nuestro.
Al presente discutimos con los que admiten con nosotros un Dios incorpóreo y creador de todas las naturalezas distintas de Él. Sobre los demás, resulta demasiado indigno admitirlos a este debate sobre la religión. Máxime cuando algunos de su escuela piensan se debe rendir culto a muchos dioses y han superado a los restantes filósofos por su nobleza y autoridad, precisamente porque, aunque muy alejados, se encuentran más cercanos a la verdad que los restantes.
Respecto a la sustancia de Dios, que ni incluyen en un lugar ni la delimitan a él, ni la dejan fuera de él, sino que, como es digno pensar de Dios, la confiesan toda entera con su presencia incorpórea en todas partes, ¿se atreverán a decir que esa sustancia está ausente de tantos espacios de lugares fuera del mundo y ocupa un solo lugar y tan pequeño como es el de este mundo en comparación con aquella felicidad? No creo vayan a llegar a tan impertinentes discursos.
Por consiguiente, al afirmar que un mundo de ingente mole corpórea, aunque finito y limitado a un solo lugar, ha sido hecho por Dios, como acerca de los infinitos lugares fuera del mundo responden que Dios no obra en ellos, contéstense también a sí mismos acerca de los infinitos tiempos antes del mundo, por qué no obra Dios en ellos. No se puede admitir que Dios ha establecido el mundo al azar y no con un plan divino, ni en otro lugar sino en el que está, ni teniendo éste un mérito más notable para ser elegido entre tantos igualmente infinitos y existentes por todas partes, aunque ninguna razón humana pueda comprender el motivo divino por que se hizo.
Como tampoco se puede admitir que a Dios le haya ocurrido por azar algo para crear el mundo en aquel tiempo mejor que en otro, habiendo pasado igualmente los tiempos anteriores por un espacio infinito anterior, y no habiendo existido diferencia alguna para preferir un tiempo a otro.
Si dicen que son vanos los pensamientos de los hombres al fingir lugares infinitos, no habiendo más lugares que el mundo, se les responderá que de la misma manera opinan vanamente los hombres sobre los tiempos pasados del ocio de Dios, puesto que no hubo tiempo alguno antes del mundo.
CAPÍTULO VI
Uno solo es el principio de la creación del mundo y de los tiempos,
y no es el uno anterior al otro
Si es recta la distinción de la eternidad y del tiempo, ya que el tiempo no existe sin alguna mutabilidad sucesiva y en la eternidad no hay mutación alguna, ¿quién no ve que no habría existido el tiempo si no fuera formada la criatura, que sufriera algún cambio, algún movimiento? Ese cambio y movimiento ceden su lugar y se suceden, no pudiendo existir a la vez, y en intervalos más breves o prolongados de espacio dan origen al tiempo. Siendo, pues, Dios, en cuya eternidad no hay cambio en absoluto, creador y ordenador de los tiempos, no puedo entender cómo se dice que ha creado el mundo después de los espacios de los tiempos; a no ser que se pretenda que antes del mundo ya había alguna criatura, cuyos movimientos hayan determinado los tiempos.
Si además las sagradas letras, sumamente veraces, de tal suerte afirman que al principio creó Dios el cielo y la tierra7, que nada existía antes, puesto que se diría que había hecho antes de hacer lo que hizo, sin duda no fue hecho el mundo en el tiempo, sino con el tiempo. Lo que efectivamente se hace en el tiempo se hace después de algún tiempo y antes de otro: después de lo que es pasado y antes de lo que es futuro; y no podía haber nada pasado, puesto que no había criatura alguna por cuyos movimientos mudables se realizase el tiempo.
El mundo, en efecto, se hizo con el tiempo, si en su creación tuvo lugar el movimiento mudable, como parece tuvo lugar aquel orden de los seis o siete primeros días, en que se citaba la mañana y la tarde, hasta que se concluyó en el sexto todo lo que hizo Dios en estos días, poniéndose de relieve con un gran misterio en el séptimo el descanso de Dios. De qué días se trata, muy difíciles, por no decir imposible, para nosotros el imaginárnoslo; cuánto más expresarlo.
CAPÍTULO VII
Cómo fueron los primeros días, que, según la narración,
tuvieron mañana y tarde antes de ser creado el sol
Está claro que los días que conocemos no tienen tarde, si no es con relación a la puesta del sol, ni mañana, si no es con relación a su salida; y, en cambio, aquellos tres primeros días tuvieron lugar sin el sol, que se dice fue creado el día cuarto. Primeramente se cuenta que la luz fue hecha por la palabra de Dios, y que Dios hizo una separación entre ella y las tinieblas, llamando día a la misma luz y tinieblas a la noche8. Pero qué sea aquella luz y con qué movimiento alternativo dio origen a la tarde y a la mañana es inaccesible a nuestros sentidos y no podemos entender cómo es, teniendo que creerlo sin vacilación alguna. O es una luz corpórea, ya esté en las partes más altas del mundo, lejos de nuestros sentidos, ya en el lugar de donde luego tomó su luz el sol, o por el nombre de luz se ha significado la ciudad santa, en los santos ángeles y espíritus bienaventurados, de la cual dice el Apóstol: La Jerusalén de arriba es libre y ésa es nuestra madre9; pues dice en otro lugar: Todos vivís en la luz y en pleno día. No pertenecemos a la noche ni a las tinieblas10. Claro, si podemos entender de alguna manera la tarde y la mañana de este día.
La ciencia de la criatura, en efecto, comparada con la ciencia del Creador, viene a ser como la tarde; y a su vez comienza como a amanecer, a ser mañana, cuando se refiere a la alabanza y al amor del Creador; y no llega a la noche, si no se deja al Creador por el amor de la criatura. Finalmente, la Escritura, al contar aquellos días por su orden, en ninguna parte interpuso el vocablo noche, ya que no dijo en lugar alguno: «Fue hecha la noche», sino «Pasó una tarde, pasó una mañana»: el día primero11. Y así el día segundo, y los demás.
El conocimiento de la criatura en sí es más desvaído, por decirlo así, que cuando se la conoce en la Sabiduría de Dios, como en el arte en que ha sido hecha. Por eso se puede llamar más bien tarde que noche; y aun así, como dije, cuando se refiere a la alabanza y al amor del Creador, pasa más bien a ser mañana.
Cuando se realiza esto en el conocimiento de sí misma tiene lugar el día primero; si lo realiza en el conocimiento del firmamento, es el día segundo; en el conocimiento de la tierra y el mar y de todos los seres que engendran, que se continúan por las raíces de la tierra, el día tercero; en el conocimiento de las lumbreras mayor y menor y de los astros, el día cuarto; en el de los animales que nadan en las aguas y vuelan, el día quinto, y en el de los animales terrestres y del mismo hombre, el día sexto.
CAPÍTULO VIII
Cómo se ha de entender el descanso de Dios, que tuvo lugar,
después de sus obras de seis días, en el séptimo
El descanso de Dios de todas sus obras en el día séptimo y la santificación de éste no debe tomarse puerilmente, como si Dios se hubiera fatigado trabajando. Al decir dijo y fueron hechas debe interpretarse de una palabra inteligible y sempiterna, no de una sonora y temporal.
Mas el descanso de Dios significa el reposo de los que descansan en Dios; como la alegría de la casa significa la alegría de los que se alegran en la casa, aunque no sea la casa misma la que los hace alegres. Y mucho más si la misma casa hace alegres a sus moradores por su hermosura: de suerte que no se llame sólo alegre como significamos el contenido por el continente. Decimos, por ejemplo: «Aplauden los teatros, mugen los prados», porque en aquéllos aplauden los hombres y en éstos mugen los toros; sino, como significamos lo que se hace por la causa que lo produce, como llamamos alegre una carta, significando la alegría que da a los que la leen.
Así, pues, muy propiamente, cuando la autoridad profética cuenta que Dios descansó, queda significado el reposo de los que descansan en Él, a quienes hace Él descansar. También se refiere aquí a los hombres a quienes va dirigida y por quienes está escrita la profecía: les promete que también ellos, después de las buenas obras que en ellos y por su medio realiza Dios, tendrán en Él un descanso eterno si se hubieran acercado a Él, por decirlo así, en esta vida mediante la fe. Este reposo quedó figurado, según el precepto de la ley, por el descanso del sábado en el antiguo pueblo de Dios. De eso pienso tratar con más diligencia en su lugar.
CAPÍTULO IX
Qué se ha de pensar, según los testimonios divinos,
sobre la creación de los ángeles
Ya que he comenzado a hablar sobre el origen de la ciudad santa (y pensé hablar primero sobre lo que se refiere a los santos ángeles, que forman una gran parte de esa ciudad, y son tanto más felices cuanto nunca han estado alejados de ella), procuraré explicar ahora con la ayuda de Dios, y con la extensión oportuna, los testimonios divinos que se relacionan con esta materia.
Al hablar las sagradas letras de la creación del mundo, no mencionan claramente si los ángeles fueron creados y en qué orden; pero si no fueron pasados en silencio, quedaron significados o por el nombre del cielo donde se dice: Al principio creó Dios el cielo y la tierra12, o más bien por el nombre de la luz de que vengo hablando. No pienso hayan sido pasados en silencio por lo que se escribió sobre el descanso de Dios de todas sus obras en el séptimo día, ya que el mismo libro comienza así: Al principio creó Dios el cielo y la tierra; como si pareciera que antes del cielo y de la tierra no había hecho nada.
Comencemos por el cielo y la tierra. Era invisible y desordenada, según la expresión de la Escritura, la misma tierra que hizo primeramente, sin haber creado aún la luz. Las tinieblas se hallaban sobre el abismo, es decir, sobre cierta indistinta confusión de la tierra y el agua (donde no hay luz, tiene que haber tinieblas); después fueron creadas y organizadas todas las cosas que se describen acabadas durante los seis días. ¿Cómo iban a ser pasados en silencio los ángeles, como si no estuviesen entre las obras de Dios, de las que descansó al séptimo día?
Ahora bien, que los ángeles son obra de Dios, aunque aquí ciertamente no se haya pasado por alto, sin embargo, no está evidentemente expreso; pero lo atestigua en otra parte con voz clarísima la Escritura santa. Pues en el himno de los tres hombres en el horno, después de decir: Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor, en el recuento de las mismas obras se nombra también a los ángeles13. Y en el salmo se canta: Alabad al Señor en el cielo, alabad al Señor en lo alto. Alabadlo todos los ángeles, alabadlo todos sus ejércitos. Alabadlo, sol y luna; alabadlo, estrellas lucientes. Alabadlo, espacios celestes, y aguas que cuelgan en el cielo, alaben el nombre del Señor. Porque Él lo mandó y existieron14.
También en este pasaje nos dice claramente la palabra divina que los ángeles fueron hechos por Dios, puesto que después de conmemorarlos a ellos entre todos los seres celestiales, los encierra a todos en estas palabras: Él dijo y fueron hechos. ¿Quién, pues, osará sostener que los ángeles fueron creados después de todas estas cosas enumeradas en los seis días? Si alguien llega a esa aberración, queda refutada tan vana presunción por la autoridad de la misma Escritura, donde dice Dios: Cuando fueron hechos los astros, me alabaron mis ángeles a grandes voces15. Por consiguiente, existían ya los ángeles cuando fueron creados los astros, y éstos fueron hechos en el día cuarto.
¿Diremos, pues, que ellos fueron hechos el día tercero? En modo alguno, pues bien claro está lo que se hizo ese día: fue separada la tierra de las aguas, y recibieron estos dos elementos sus propias especies, y produjo la tierra cuanto en ella tiene su raíz. ¿Sería acaso en el día segundo? Tampoco; en él fue hecho el firmamento, entre las aguas superiores y las inferiores, y recibió el nombre de cielo; en este firmamento fueron hechos los astros el día cuarto.
Por tanto, si los ángeles pertenecen a las obras de Dios de estos días, son ellos, ni más ni menos, la luz que recibió el nombre de día, cuya unidad quiso recomendársenos al no llamar día primero a aquél, sino un día. Y no es otro el día segundo, ni el tercero, ni los demás; es el mismo día uno repetido para completar el número senario o septenario, y esto atendiendo a un conocimiento senario o septenario: el senario relativo a las obras que hizo Dios, y el septenario, al descanso de Dios.
En efecto, al decir Dios: Que exista la luz, y la luz existió, si en esta luz se entiende rectamente la creación de los ángeles, bien claro es que fueron hechos príncipes de la luz eterna, que es la misma inmutable Sabiduría de Dios, por la cual fueron hechas todas las cosas, y a quien llamamos Hijo unigénito de Dios. Iluminados ellos por esta luz, por la cual recibieron el ser, fueron ellos hechos luz y llamados día por la participación de la luz inmutable y del día, que es el Verbo de Dios, por el cual fueron creados ellos y todas las cosas. La luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo16 ilumina también a todo ángel puro a fin de que sea luz, no en sí mismo, sino en Dios. Si se aparta de él, se hace inmundo; como lo son todos los llamados espíritus inmundos, no siendo ya luz en el Señor, sino tinieblas en sí mismos, habiendo sido privados de la participación de la luz eterna. No existe, en efecto, la naturaleza del mal; la pérdida del bien recibió el nombre de mal.
CAPÍTULO X
Sobre la simple e inmutable Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo,
un solo Dios, en que las cualidades no son distintas de la sustancia
1. Hay sólo un bien simple, y por esto un solo bien inmutable, que es Dios. Por Él fueron creados todos los bienes, pero no simples, y, por tanto, mudables. El decir creados quiere decir hechos, no engendrados. Pues lo que es engendrado del bien simple, es simple también, y es lo mismo que aquel de quien fue engendrado. A estos dos seres los llamamos Padre e Hijo; y uno y otro con el Espíritu Santo son un solo Dios. Este espíritu del Padre y del Hijo recibe en las sagradas letras el nombre de Espíritu Santo con un valor propio de este nombre. Es distinto del Padre y del Hijo, porque no es ni el Padre ni el Hijo. He dicho que es distinto, no que es otra cosa; porque Él es igualmente un bien simple, inmutable y coeterno.
Y esta Trinidad es un solo Dios; no deja de ser simple por ser Trinidad. Así como tampoco decimos que esta naturaleza de bien es simple porque en ella está sólo el Padre o sólo el Hijo o sólo el Espíritu Santo; o porque está sólo esa Trinidad de nombre sin la subsistencia de personas, como afirmaron los heréticos sabelianos; sino que se llama simple porque lo que ella tiene eso es, si exceptuamos la relación que cada persona dice con respecto a la otra. Pues ciertamente el Padre tiene un Hijo, pero Él no es Hijo; y el Hijo tiene un Padre, pero Él no es Padre. Por tanto, en lo que dice relación a sí mismo y no a otro, esto es lo que tiene; como se dice viviente con relación a sí mismo, teniendo ciertamente la vida y siendo Él mismo la misma vida.
2. Por eso se llama simple a una naturaleza que no tenga algo que pueda perder o que sea cosa distinta el que tiene de lo que tiene; como el vaso contiene un licor o el cuerpo tiene color, o el aire luz o calor, o el alma sabiduría. Ninguna de estas cosas es lo que tiene: el vaso no es el licor, ni el cuerpo el color, ni el aire la luz o el calor, ni el alma la sabiduría. Por eso pueden ser privados de las cosas que tienen y cambiarse en otras disposiciones o cualidades, de suerte que el vaso puede quedarse vacío del líquido que contenía, y el cuerpo perder ese color, y el aire oscurecerse o enfriarse, y el alma embotarse.
Claro que, aunque el cuerpo sea incorruptible, como se les promete a los santos en la resurrección, tiene ciertamente la cualidad inamisible de la misma incorrupción; pero permaneciendo la sustancia corporal, es cosa distinta de la misma incorrupción. Ésta se encuentra toda entera por todas las partes del cuerpo, y no es mayor en una parte y menor en otra; ninguna parte es más incorruptible que la otra. En cambio, el cuerpo es mayor en el todo que en la parte, y si una parte es más grande en él y otra más pequeña, no es la parte mayor más incorruptible que la menor.
Una cosa es, en efecto, el cuerpo, que no está entero en todo lo que es él, y otra la incorrupción, que está entera en todo él; porque toda parte del cuerpo incorruptible, aun desigual de las demás, es igualmente incorruptible; por ejemplo, aunque el dedo sea menor que toda la mano, no por ello la mano es más incorruptible que el dedo. Y así siendo tan desiguales la mano y el dedo, es igual la incorruptibilidad de la mano que la del dedo.
Por esto, aunque la incorruptibilidad sea inseparable del cuerpo incorruptible, una cosa es la sustancia, por la que se llama cuerpo, y otra es la cualidad, por la que se dice incorruptible. Y por eso tampoco es él lo que tiene. El alma misma, aunque sea siempre sabia, como lo será cuando esté liberada para siempre, será sabia por la participación de la inmutable sabiduría, que no es ella misma. Como si el aire no se ve privado de la luz que lo inunda, no por eso dejará de ser él una cosa, y otra la luz que lo ilumina.
Y no digo esto como si el alma fuera aire; error de algunos que no fueron capaces de concebir una naturaleza incorpórea. Pero en tan grande desigualdad tiene esto con aquello una gran semejanza; y así, no hay inconveniente en decir que el alma incorpórea se ve iluminada por la luz incorpórea de la sabiduría simple de Dios, como el aire corpóreo se ve iluminado por la luz corpórea. Y como el aire, dejado por esta luz, se oscurece (en realidad lo que se dice tinieblas de cualesquiera lugares corporales no es otra cosa que el aire carente de luz), así decimos que se oscurece el alma privada de la luz de la sabiduría.
3. Por consiguiente, el llamar simples a las cosas que son principal y verdaderamente divinas quiere decir que en ellas no es una cosa la cualidad y otra la sustancia, y que no son divinas o sabias o felices por la participación de diversos elementos. Por lo demás, cuando las santas Escrituras llaman múltiple al Espíritu de la sabiduría17, lo hacen porque en sí encierra muchas cosas; pero lo que tiene, eso mismo es, y siendo uno es todas esas cosas. No hay muchas, sino una sola Sabiduría, en la que se encuentran como inmensos e infinitos tesoros de cosas inteligibles, en las que están todas las razones invisibles e inmutables de las cosas, aun de las mudables y visibles, que han sido hechas por ella. Porque Dios no hizo cosa alguna sin darse cuenta, lo que no puede decirse rectamente de cualquier artífice humano; por eso, si todo lo hizo a sabiendas, hizo ciertamente las cosas que conocía. De ahí se presenta a nuestro espíritu algo admirable, pero verdadero: que a nosotros este mundo no puede sernos conocido sino porque ya existe de hecho; pero con relación a Dios, no podría existir si no fuera conocido por Él.
CAPÍTULO XI
¿Se ha de creer que los espíritus que no permanecieron en la verdad fueron partícipes
de la felicidad que tuvieron los ángeles desde su principio?
Siendo esto así, en modo alguno se puede admitir que los espíritus, que llamamos ángeles, hayan sido antes tinieblas siquiera algún momento, sino que en el momento de ser creados fueron hechos luz. No fueron creados para ser o vivir de cualquier modo, sino que fueron iluminados para vivir sabios y felices. Apartados algunos ángeles de esta iluminación, no consiguieron la excelencia de una vida sabia y feliz, que no puede ser sino eterna, cierta y segura de su eternidad; en cambio, poseen una vida racional, aunque insensata, y tal que no pueden perderla, aunque quisieran.
Y ¿quién podrá definir cómo fueron partícipes de aquella sabiduría antes de pecar? Pero ¿cómo podremos afirmar que en esa participación fueron iguales a los que son verdadera y plenamente felices, precisamente porque no se equivocan sobre la eternidad de su felicidad? Si hubieran sido iguales en ella, habrían permanecido ellos igualmente en su eternidad, porque habrían estado igualmente ciertos. Pues la vida, por mucho que dure, no se la llamará vida eterna si ha de tener un fin; la vida, en efecto, recibe ese nombre solamente por vivir, y se la llama eterna por no tener fin.
Así que, aunque no todo lo eterno ya por eso es feliz (también el fuego del castigo se llama eterno), sin embargo, la vida no será verdadera y perfectamente feliz si no es eterna. De hecho, no era tal la de esos ángeles malos, puesto que había de cesar alguna vez, y por ello no era eterna, ya supieran ellos esto, ya, ignorándolo, pensaran otra cosa: no les dejaba ser felices el temor, si lo sabían, y, si lo ignoraban, el error. Y si ignoraban esto de suerte que no confiasen ni en lo falso ni en lo cierto, pero no podían prestar su asentimiento sobre la eternidad o temporalidad de ese bien suyo, la misma vacilación sobre felicidad tan grande no admitía la plenitud de vida feliz, que creemos existe en los santos ángeles. Y no tratamos de restringir el vocablo de vida feliz a tan estrechos límites que digamos sólo Dios es feliz; sí, cierto, Él es tan feliz que no puede existir felicidad más grande. En su comparación, ¿cuál y de qué categoría será la felicidad de los ángeles felices, por muy elevada que en ellos se pueda concebir?
CAPÍTULO XII
Comparación de la felicidad de los justos que aún no han logrado el premio de la
divina promesa, y la de los primeros justos antes del pecado
No solamente los ángeles -por lo que se refiere a las criaturas racionales e intelectuales- pensamos deben ser tenidos por felices. ¿Quién, en efecto, se atreverá a negar que fueron felices antes del pecado los primeros hombres en el Paraíso, aunque estuvieran inciertos sobre la larga duración o eternidad de su felicidad? (Sería eterna ciertamente si no hubieran pecado.) En efecto, no sin razón llamamos felices aún hoy a quienes vemos pasar esta vida piadosa y religiosamente con la esperanza de la futura inmortalidad, sin que ningún pecado corroa sus conciencias, consiguiendo fácilmente la divina misericordia para los pecados de la fragilidad presente.
Cierto que, aun estando seguros del premio de su perseverancia, no lo están tanto sobre la misma perseverancia. ¿Hay algún hombre que esté garantizado de su perseverancia hasta el fin, en la práctica y aprovechamiento de la justicia? A no ser que se lo asegure con su revelación quien sobre esto, por justo y oculto juicio, no instruye a todos, aunque a ninguno engaña.
Por lo que se refiere al disfrute del bien presente, era más feliz el primer hombre en el Paraíso que cualquier justo en esta flaqueza mortal; pero, en cuanto a la esperanza del bien futuro, cualquier hombre, por muchos sufrimientos corporales que haya de pasar, es más feliz que lo fue el hombre incierto de su caída en la gran felicidad del Paraíso, ya que está seguro que no es una opción, sino una verdad firme la que le garantiza el goce sin término de la compañía, libre de toda molestia, de los ángeles en la participación del Dios supremo.
CAPÍTULO XIII
¿Fueron creados todos los ángeles en la misma felicidad, de suerte que ni los que
cayeron conocían que iban a caer ni después de esta caída tuvieron conocimiento
de su perseverancia los que permanecieron fieles?
A cualquiera se le alcanza que son dos los elementos que concurren a la felicidad, objeto legítimo de la naturaleza intelectual: el gozo sin molestia del bien inmutable, que es Dios, y la seguridad sin sombra de duda o error sobre su perseverancia para siempre en ese gozo. Que los ángeles de luz tuvieron esa seguridad lo creemos con fe piadosa; que los ángeles pecadores, privados de aquella luz por su maldad, no la tuvieron ni antes de caer, lo concluimos nosotros por lógico razonamiento. Habrá que creer, sin embargo, que si vivieron algo antes del pecado, tuvieron ciertamente alguna felicidad, aunque no conocida de antemano.
Puede parecer duro creer que, en la creación de los ángeles, los unos fueron hechos sin que tuvieran conocimiento previo de su perseverancia o de su caída, y los otros conocieron con toda verdad la eternidad de su felicidad, y habría que decir que fueron todos creados en la misma felicidad desde el principio y estuvieron así hasta que los malos se apartaron por su voluntad de aquella luminosa bondad; pero, sin duda, es mucho más duro pensar ahora que los ángeles santos, inciertos de su felicidad eterna, ignoraron de sí mismos lo que nosotros hemos podido conocer de ellos por las santas Escrituras. ¿Qué cristiano católico ignora que ningún diablo nuevo se originará de los ángeles buenos, así como no entrará ninguno de ésos en la compañía de los mismos?
La Verdad, efectivamente, promete en el Evangelio a los santos y fieles que serán iguales a los ángeles de Dios18; como se les promete también que irán a la vida eterna19. Y si nosotros estamos ciertos que no hemos de caer de aquella inmortal felicidad si ellos no están ciertos, claramente se ve que no somos iguales, sino que los aventajamos. Pero como la verdad jamás engaña, y hemos de ser iguales a ellos, síguese que ellos están ciertos de su felicidad eterna.
De ésta no estuvieron seguros los otros, pues no era eterna su felicidad; había de tener fin para que pudieran estar ciertos de ella; por ello no resta sino que o no fueron iguales o, si fueron iguales, después de la caída de ésos les sobrevino a aquéllos una ciencia cierta de su felicidad sempiterna. A no ser que replique alguno que el dicho del Señor en el Evangelio: Él fue un asesino desde el principio y no se mantuvo en la verdad20, debe ser entendido en el sentido de que no sólo fue asesino desde el principio, esto es, desde el principio del género humano, desde que fue creado el hombre, a quien podía matar con el engaño, sino también que desde el principio de su creación no estuvo en la verdad, y por eso no fue nunca feliz con los santos ángeles, rehusando ser súbdito del Creador. Y así, alegrándose por su soberbia del poder privado, se hace falso y engañoso por esto, ya que nunca se ve libre del poder del Omnipotente, y no queriendo mantener por una piadosa sujeción lo que verdaderamente es, aspira por una soberbia elevación a simular lo que no es. De suerte que se entiende en este sentido lo que dice el apóstol San Juan: Desde el principio el diablo ha sido pecador21; esto es, desde que fue creado rehusó la justicia, que no puede tener sino la voluntad piadosa y sometida a Dios.
Quien está de acuerdo con esta sentencia no comulga con los herejes, maniqueos o cualquier otra peste que opine como ellos, como si el diablo tuviera su propia naturaleza del mal, que procede de un cierto principio contrario. Tal vanidad les ha descarriado el juicio y, manteniendo la autoridad de estas palabras con nosotros, no quieren fijarse en que el Señor no dijo «estuvo ajeno a la verdad», sino no se mantuvo en la verdad. Quiso indicar ahí su caída de la verdad. Si hubiera permanecido en ella, hecho partícipe de la misma, permanecería feliz con los santos ángeles.
CAPÍTULO XIV
En qué sentido se dijo del diablo que no había permanecido en la verdad,
porque la verdad no está en él
Nos suministró el Señor un indicio como respondiendo a la pregunta de por qué no permaneció en la verdad al decir: Porque en él no existe la verdad. Y estaría en él si hubiera permanecido en ella. Sin embargo, empleó una expresión poco usada, pues dice: No permaneció en la verdad, porque en él no existe la verdad22; como si la causa de no haber permanecido en la verdad sea el no haber estado en él la verdad, cuando, en realidad, la causa de que no exista en él la verdad sea el no haberse mantenido en la misma.
Esta expresión se encuentra también en el salmo: Yo te invoco porque Tú me respondes, Dios mío23; donde parece debía decirse: «Me escuchaste, Dios mío, porque te invoqué». Pero al decir: Yo te invoco, como si se le preguntase por qué invoca, manifiesta el sentido de su grito por el efecto de haberle escuchado Dios; como si dijera: «La prueba de mi grito es que Tú me has escuchado».
CAPÍTULO XV
Cómo se ha de entender lo que dice la Escritura: «El diablo peca desde el principio»
Tampoco aquello que dice San Juan del demonio: Desde el principio peca24, lo entienden bien los herejes, pues si es cosa natural, de ningún modo es pecado. Pues ¿cómo se responderá a los testimonios de los profetas o a lo que dice Isaías, designando al diablo bajo la persona del príncipe de Babilonia: ¿Cómo cayó Lucifer, que nacía resplandeciente en el alba?25 O a lo que asegura Ezequiel: ¿Estuviste en los deleites del Paraíso de Dios, adornado de todas las piedras preciosas?26 Lo cual hace entender que estuvo algún tiempo sin pecado, pues más expresamente lo dice poco después: Anduviste en tus días sin pecado.
Si de otro modo más conveniente se interpretan estas palabras, es necesario asegurar lo que dice: No se mantuvo en la verdad, entendiendo que si estuvo en la verdad no perseveró en ella. Y las palabras peca desde el principio no significan desde el principio de la creación, sino desde el principio del pecado, porque de su soberbia le vino el comienzo del caer.
Y lo que dice Job, hablando del demonio: Éste es el principio de la obra que hizo el Señor para que se mofasen de él sus ángeles27 (lo cual concuerda con lo que leemos en el salmo: Este dragón que formaste para que se burlen de él)28, no se debe entender de manera que Dios lo creó desde el principio para mofa de sus ángeles, sino que, después que pecó, le ordenó Dios para esta pena. Su principio, pues, es ser hechura del Señor, porque ninguna naturaleza hay aun entre las más extremas y bajas sabandijas del mundo que no la haya hecho Aquel de quien procede todo modo, toda forma, todo orden, sin los cuales no se puede hallar ninguna cosa, cuanto menos una criatura como la angélica, que en dignidad de naturaleza aventaja a todas las demás criaturas que hizo Dios.
CAPÍTULO XVI
Grados y diferencias de las criaturas, tan diferentemente juzgadas
por la utilidad que reportan y por el orden de la razón
En todos los seres que, de cualquier categoría, no son lo que es Dios, su Creador, se anteponen los vivientes a los no vivientes; lo mismo los que poseen la propiedad de engendrar o de apetecer a los que carecen de estos impulsos. Y entre los vivientes se anteponen los dotados de sensibilidad a los que no la tienen, como los animales a los árboles; entre los que tienen sensibilidad se prefieren los dotados de inteligencia a los que de ella carecen, como los hombres a los brutos; y dentro de los que tienen inteligencia, se anteponen los inmortales a los mortales, como los ángeles a los hombres.
Todas estas preferencias se refieren al orden de la naturaleza; pero existen otras muchas suertes de apreciación según la utilidad de cada uno: así sucede que anteponemos algunos seres que carecen de sentido a otros que lo tienen, de tal suerte que, si estuviera en nuestras manos, los borraríamos de la naturaleza, ya por ignorar el lugar que en la misma tienen, ya, aun conociéndolo, por subordinarlos a nuestros intereses. ¿Quién no prefiere tener en su casa pan a tener ratones; dinero a tener pulgas? ¿Qué tiene de sorprendente si aun en la estimación de los mismos hombres, cuya naturaleza es de tan alta dignidad, tantas veces se compra a más alto precio un caballo que un esclavo, una piedra preciosa que una esclava?
Así, debido a la libertad de apreciación, existe una gran distancia entre la reflexión de la razón, la necesidad del indigente y el placer del codicioso: la razón piensa lo que cada cosa vale por sí misma en la naturaleza; y la necesidad, para qué sirve lo que desea; la razón busca lo que aparece verdadero a la luz de la mente, y el placer lo que agrada y lisonjea a los sentidos del cuerpo. Pero es tan poderoso en las criaturas racionales cierto, digamos, peso de voluntad y de amor, que, a pesar de la primacía de los ángeles sobre los hombres por el orden de la naturaleza, se anteponen, sin embargo, por ley de justicia los hombres buenos a los ángeles malos.
CAPÍTULO XVII
El vicio de la malicia no pertenece a la naturaleza, sino que es contra la naturaleza,
de cuyo pecado no es causa el Creador, sino la voluntad
Por consiguiente, en una interpretación recta, las palabras Éste es el principio de la obra de Dios29 se refieren a la naturaleza, no a la malicia del diablo; porque, sin duda, donde hay vicio de malicia precedió una naturaleza no viciada. Y el vicio es tan contrario a la naturaleza, que no puede menos de perjudicarla. Y no sería vicio apartarse de Dios si no fuera propio de tal naturaleza, en la que reside el vicio, estar más bien con Dios. Por lo cual, aun la voluntad mala es un gran testimonio de naturaleza buena.
Pero Dios, así como es el creador excelente de las naturalezas buenas, así es justísimo ordenador de las malas voluntades, de suerte que, usando ellas mal de sus naturalezas buenas, endereza Él al bien las voluntades malas. Así, hizo que el diablo, bueno por su creación, malo por su voluntad, fuese colocado entre los más bajos y mofado de sus ángeles, esto es, que los santos, a quienes él desea perjudicar, obtengan fruto de sus tentaciones.
Al crearlo no estaba ignorante Dios de su malicia y preveía ya los bienes que había de sacar de sus males; por eso dice el salmo: Este dragón que formaste para que se mofen de él30; de suerte que en lo mismo que le creó, aunque bueno por su bondad, nos diera a entender que ya había preparado, valiéndose de su presciencia, la manera de sacar provecho incluso de aquel mal.
CAPÍTULO XVIII
Belleza del universo que, merced a la ordenación de Dios,
se hace más patente por la oposición de los contrarios
No crearía Dios a nadie, ni ángel ni hombre, cuya malicia hubiera previsto, si a la vez no hubiera conocido cómo habían de redundar en bien de los buenos, y así embellecer el orden de los siglos como un hermosísimo canto de variadas antítesis. Pues lo que llamamos antítesis son ornamentos preciosos de la elocución, que en latín reciben el nombre de opuestos o, con más precisión, contrastes. No es frecuente el uso de esta palabra entre nosotros, aunque sí se sirve el latín, y aun las lenguas de todas las gentes, de estos ornamentos del estilo.
El apóstol San Pablo, en la segunda carta a los Corintios, redondea hermosamente con estas antítesis aquel pasaje: Con la derecha y con la izquierda empuñamos las armas de la honradez, a través de honra y afrenta, de mala y buena fama. Somos los impostores que dicen la verdad, los desconocidos conocidos de sobra, los moribundos que están bien vivos, los penados nunca ajusticiados, los afligidos siempre alegres, los pobretones que enriquecen a muchos, los necesitados que todo lo poseen31.
Así, pues, como la oposición de contrarios contribuye a la elegancia del lenguaje, así la belleza del universo se realza por la oposición de contrarios con una cierta elocuencia, no de palabras, sino de realidades. Bien claro nos manifiesta esto el libro del Eclesiástico: Frente al mal está el bien; frente a la vida, la muerte; frente al honrado, el malvado. Contempla las obras de Dios: todas de dos en dos, una corresponde a la otra32.
CAPÍTULO XIX
¿Cómo se debe entender el pasaje «Separó Dios la luz de las tinieblas»?
La oscuridad de la palabra divina tiene la ventaja de engendrar y dar a conocer muchas opiniones conformes con la verdad, al entenderlo uno de una manera y otro de otra; de tal suerte, sin embargo, que lo que en un lugar se entiende con dificultad, se confirma o con el testimonio de cosas manifiestas o con otros lugares bien claros: ya mientras se dilucidan muchas cuestiones se llegue a penetrar el pensamiento del autor, ya, aunque quede oculto, con motivo de profundizar en esa oscuridad, se manifiestan otras verdades.
A pesar de ello, no me parece ajena a las obras de Dios la opinión que interpreta la creación de los ángeles en la creación de la primera luz, y la separación de los ángeles santos e inmundos cuando se dijo: Y separó Dios la luz de las tinieblas; llamó Dios a la luz día, y a las tinieblas, noche. Pues sólo pudo separar estas cosas el que pudo saber de antemano, antes de su caída, que habían de caer y, privados de la luz de la verdad, permanecerían en su tenebrosa soberbia.
Él es quien entre el día y la noche, tan conocidos para nosotros, esto es, entre la luz y las tinieblas, mandó que establecieran la división estas lumbreras del cielo tan familiares a nuestros sentidos: Que existan lumbreras en la bóveda del cielo para alumbrar la tierra y separar el día de la noche. Y un poco después: E hizo Dios las dos lumbreras grandes: la lumbrera mayor para regir el día, la lumbrera menor para regir la noche y las estrellas. Y las puso en la bóveda del cielo para dar luz sobre la tierra; para regir el día y la noche, para separar la luz de las tinieblas33.
Y entre aquella luz, que es la sociedad santa de los ángeles, fulgiendo inteligiblemente con la ilustración de la verdad, y las tinieblas a ella contrarias, esto es, las mentes horribles de los ángeles malos apartados de la luz de justicia, sólo pudo establecer la división Aquel para quien no pudo estar oculto u oscuro el mal, no de naturaleza, sino de voluntad.
CAPÍTULO XX
Sobre el pasaje que sigue a la separación de la luz y las tinieblas,
«vio Dios que la luz era buena»
No se puede pasar en silencio que a seguido de las palabras Que exista la luz, y la luz existió, vienen las otras: Vio Dios que la luz era buena. Y no dice esto después de separar la luz de las tinieblas, y llamar a la luz día y a las tinieblas noche a fin de que no pareciera dar un testimonio de su beneplácito a tales tinieblas junto con la luz. Pues siendo inculpables las tinieblas, entre las cuales y esta luz visible a nuestros ojos establecen la división las lumbreras del cielo, no es antes, sino después, cuando se añade: Vio Dios que era bueno. Y las puso -dice- en la bóveda del cielo para dar luz sobre la tierra, para regir el día y la noche, para separar la luz de la tiniebla. Y vio Dios que era bueno. Se complació en una y otra, porque una y otra eran buenas.
En cambio, cuando dijo Dios: Que exista la luz, y la luz existió. Vio Dios que la luz era buena; y sigue a continuación: Y separó Dios la luz de la tiniebla: llamó Dios a la luz día, y a la tiniebla noche34; no se añadió: Y vio Dios que era bueno, a fin de que no se llamase buena a una y otra, siendo una de ellas mala, no por naturaleza, sino por su propia degradación viciosa. Por eso solamente la luz le agradó al Creador; pero las tinieblas angélicas, aunque hubieran de ser sometidas a un orden, no podían recibir la aprobación.
CAPÍTULO XXI
Sobre la ciencia y voluntad eternas e inmutables de Dios, por las cuales siempre
le agradaron las cosas que hizo, lo mismo antes que después de hacerlas
¿Qué otra cosa se puede entender al decir de todas las cosas Vio Dios que era bueno, sino la aprobación de la obra según el arte de lo hecho, que es la Sabiduría de Dios? Lejos de Dios no haber conocido que era bueno hasta que lo hizo; al contrario, no se haría nada si le hubiera sido desconocido. Al ver, pues, que era bueno lo que no hubiera sido hecho si no lo hubiera visto antes de ser hecho, no aprende que es bueno, sino que lo enseña.
Aun Platón no tuvo escrúpulo en afirmar que Dios se sintió transportado de gozo cuando terminó la obra del mundo. No andaba tan descaminado que pensara que Dios era más feliz con la novedad de su obra, sino que quiso manifestar que al artífice le plugo ya hecho lo que le había agradado factible en su designio; y no precisamente porque cambie en absoluto la ciencia de Dios y obren en ella de distinta manera las cosas que no existen aún, las que llegan a existir o las que existieron. Pues no mira Él como nosotros a lo futuro, o ve el presente, o vuelve la vista al pasado, sino de un modo bien diverso de nuestros hábitos mentales.
Él ve sin cambiar el pensamiento de una a otra cosa, lo ve inmutablemente; de suerte que todo lo que sucede temporalmente, lo futuro que no es aún, lo presente que existe, lo pasado que ya no es, Él lo abarca todo con presencia estable y sempiterna; y no de una manera con los ojos y de otra con la mente, pues no consta de alma y cuerpo; ni de una manera ahora, de otra antes y de otra después, porque tampoco admite variación, como la nuestra, su ciencia de los tiempos, el presente, el pasado y el futuro, ya que en Él no hay cambio ni oscurecimiento momentáneo35.
Tampoco su atención pasa de un pensamiento a otro pensamiento, pues a su mirada incorpórea está presente a la vez cuanto conoce; conoce los tiempos sin noción alguna temporal, como mueve las cosas temporales sin movimiento alguno suyo. Allí vio, en efecto, que era bueno lo que hizo, donde vio que era bueno para hacerlo. Y no por haberlo visto hecho se le duplicó la ciencia o se le aumentó en un ápice, como si hubiera tenido menos ciencia antes de hacer lo que veía; no obraría Él con tal perfección a no ser con una ciencia hasta tal punto perfecta, que no podía recibir nada de sus obras,
Por consiguiente, para darnos a conocer quién hizo la luz, bastaría decir: Dios hizo la luz. Pero si se tratara de saber no sólo quién la hizo, sino por qué medio la hizo, bastaría decir: Dijo Dios: Que exista la luz. Y la luz existió. Con lo cual conoceríamos no sólo que Dios había hecho la luz, sino que la había hecho por el Verbo. Pero como era preciso se nos manifestasen tres cosas dignas de conocimiento sobre la criatura, es decir, quién hizo la luz, de qué medio se valió y por qué la hizo, dice: Dijo Dios: Que exista la luz. Y la luz existió. Y vio Dios que la luz era buena.
Si se pregunta, por tanto, quién la hizo, hay que responder: Dios. Si por qué medio: Dijo: Que exista, y existió. Si por qué la hizo: Porque era buena. Y no puede haber autor más excelente que Dios, ni arte más eficaz que el Verbo de Dios, ni motivo mejor que la creación del bien por el Dios bueno. También Platón asigna como causa justísima de la creación del mundo el que las obras buenas procedan de Dios bueno, ya haya leído él estas Escrituras, ya las haya conocido de quien acaso las leyó, ya haya conocido con su ingenio agudísimo las cosas invisibles de Dios a través de las cosas visibles, o las aprendiera de los que así las habían visto.
CAPÍTULO XXII
Hay quienes de los seres bien creados por el buen Creador no admiten algunos,
y piensan que hay alguna naturaleza mala
Algunos herejes no han admitido este motivo, es decir, la bondad de Dios en relación con la creación de las cosas buenas, motivo tan justo y apropiado, que, considerado con detención y pensado con religiosidad, resuelve todas las controversias e interrogantes sobre el origen del mundo. Y no lo admiten porque hay muchas cosas, como el fuego, el frío, las bestias feroces y otras por el estilo que, siéndole contrarias, lastiman la pobre y frágil mortalidad de esta carne, aunque procede de un justo castigo. No tienen en cuenta qué bien se encuentran cada uno en su lugar y naturaleza, y en qué hermoso orden están dispuestos, y qué ornamento proporcionalmente aportan cada uno al universo entero, como si se tratara de una sociedad política, y qué comodidad nos suministran a nosotros mismos, si sabemos usar de ellos oportunamente. De tal suerte que aun los mismos venenos, tan perniciosos por su uso indebido, se tornan saludables medicamentos si se aplican debidamente; como, por el contrario, cuanto nos deleita, como el alimento, la bebida y la luz, son perjudiciales usados inmoderadamente y sin control.
Por eso nos amonesta la divina Providencia a no reprobar sin juicio las cosas, sino a indagar con diligencia su utilidad; y si falla nuestro ingenio o flaqueza, pensar que está oculta esa utilidad, como lo estaban ciertas cosas que apenas pudimos descubrir. Porque el estar oculta esta utilidad puede redundar en el ejercicio de la humildad o en el quebranto de la soberbia; ya que ninguna naturaleza es un mal, no siendo este nombre sino la privación del bien. Pero desde las cosas terrenas a las celestiales, desde las visibles a las invisibles, hay unas mejores que las otras; y desiguales precisamente, para que puedan existir todas.
Pero Dios en tal grado es artífice de las cosas grandes, que no lo es menor en las pequeñas. Y éstas no deben medirse por su tamaño (que es nulo), sino por la sabiduría del artífice; como en el aspecto visible del hombre, si se le raspase una ceja, bien poco se le quita al cuerpo, y tanto se perjudica a la hermosura; ya que ésta no consiste en el tamaño, sino en la semejanza y proporción de los miembros.
Cierto, no es de admirar mucho que los que admiten una naturaleza mala nacida y propagada de cierto principio contrario no admitan esta razón de la creación de las cosas, es decir, que el Dios bueno crease las cosas buenas. Creen más bien que le llevó a esta creación mundana una necesidad extrema de repeler el mal que se levantaba contra Él, y que, para reprimir y superar el mal, había mezclado con él su naturaleza buena, aunque no del todo, estando tan torpemente manchada y tan cruelmente cautiva y oprimida. Pero la parte que no ha podido ser purificada de esa impureza se convertirá en una envoltura y una ligadura del enemigo vencido y aprisionado.
No perderían de esta suerte el juicio, o mejor, no delirarían de esta manera los maniqueos, si tuvieran a la naturaleza de Dios, como lo es en realidad, por inmutable y absolutamente incorruptible, a la que no puede perjudicar cosa alguna. Y, en cambio, respecto al alma, que pudo por su voluntad cambiarse en peor y ser corrompida por el pecado, y así ser privada de la luz de la verdad inmutable, la tendrían con recto sentido cristiano, no como una parte de Dios ni de la misma naturaleza que es Dios, sino como creada por Él tan desigual de su Creador.
CAPÍTULO XXIII
Error condenable en la doctrina de Orígenes
1. Mucho más extraño es que incluso algunos, que con nosotros admiten un solo principio de todas las cosas y que ninguna naturaleza distinta de Dios puede existir sino creada por Él, no se han avenido a creer recta y simplemente esta razón de crear el mundo tan buena y tan sencilla, esto es, Dios bueno, creador de los seres buenos, de suerte que no existirían fuera de Dios cosas buenas que no fueran Dios y que no puede hacer sino el Dios bueno.
Dicen que las almas, que no son parte de Dios, sino hechas por Dios, pecaron apartándose del Creador; y que descendiendo por diversas etapas, según la diversidad de los pecados, desde los cielos a la tierra, merecieron diversos cuerpos como prisiones. Éste es el mundo y ésta la razón de su creación, no la creación de cosas buenas, sino la represión de los males.
De esto se le acusa con razón a Orígenes. En los libros que él llama Περὶ ἀρχὦν, esto es, Sobre los principios, así piensa y así escribe. Me maravilla más de lo que se puede decir, que un hombre tan docto y ejercitado en las letras eclesiásticas no parara mientes en primer lugar en cuán contrario es a la idea de tan gran autoridad de esta Escritura, que añade después de cada obra: Y vio Dios que era bueno, y, terminadas ya todas, concluye: Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno36. Con ello quiso dar a entender que no había otra razón para crear el mundo sino que un Dios bueno ha hecho las cosas buenas.
Si nadie en el mundo hubiera pecado, estaría éste lleno y hermoseado sólo de naturalezas buenas; pero, ya que tuvo lugar el pecado, no por eso está todo lleno de pecados; así como entre los celestiales un número inmensamente mayor de los buenos conservó el orden de su naturaleza. Ni la voluntad mala, al no querer conservar el orden de su naturaleza, pudo evitar las leyes del justo Dios, que todo lo tiene ordenado convenientemente. Porque lo mismo que un cuadro con un color negro matizado convenientemente es bello, así la totalidad de las cosas, si hay quien pueda contemplarla, incluso con los pecadores se presenta hermosa, aunque considerados éstos en sí mismos se vean afeados por su deformidad.
2. También debió ver Orígenes, y cuantos piensan así, que si esta opinión fuera verdadera, el mundo ha sido hecho para que las almas, según los méritos de sus pecados, reciban los cuerpos donde sean encerradas para ser castigadas como en una prisión: cuerpos más elevados y ligeros, las que menos habían pecado, y más bajos y más pesados las que habían pecado más; y los demonios, los seres más detestables, con más razón que los hombres malos, recibirían cuerpos terrenos como lo más bajo y pesado que existe.
Ahora bien, para que entendiéramos que los merecimientos de las almas no habían de medirse por la cualidad de los cuerpos, el demonio, que es el peor de todos, recibió un cuerpo aéreo, y, en cambio, el hombre, aunque al presente malo, pero de una malicia mucho menor y ligera, y ciertamente antes del pecado, recibió un cuerpo de barro.
¿Se puede decir algo más absurdo que por este sol, único en un solo mundo, no miró el artífice Dios al embellecimiento del mundo, o también a la salud y decoro de los seres corporales, sino que esto tuvo lugar porque un alma sola había pecado de tal suerte que merecía ser encerrada en tal cuerpo? Si hubiera sucedido así, que no una sola, sino dos, y no dos, sino diez o cien hubieran cometido el mismo pecado, tendría este mundo cien soles. El que no haya sucedido así no ha sido una provisión admirable del artífice, para salud y decoro de las cosas temporales, sino más bien la magnitud del pecado de un alma, que mereció tal cuerpo. No es ciertamente el progreso de las almas, de las cuales no saben lo que dicen, en el alejamiento de la verdad y del mérito, lo que hay que reprimir, sino el desvarío de esos mismos que tales cosas llegan a pensar.
Cuando, pues, en cualquier criatura se preguntan estas cosas que mencioné más arriba: quién la hizo, por qué medio, por qué razón, se responde: «Ha sido Dios, por medio del Verbo, porque es buena». Pero surge una cuestión muy profunda, y no se nos puede urgir a explicarlo todo en un solo libro: si en ello se nos descubre con profundidad mística la misma Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, o si hay algo en este pasaje de las Escrituras que nos prohíba tal interpretación.
CAPÍTULO XXIV
Sobre la Trinidad divina, que ha dejado en todas sus obras huellas que la manifiestan
Creemos, sostenemos y predicamos con fidelidad que el Padre engendró al Verbo, esto es, la Sabiduría, mediante la cual se hizo todo, Hijo unigénito, uno al uno, el eterno al coeterno, el soberanamente bueno al igualmente bueno. Creemos también que el Espíritu Santo es a la vez Espíritu del Padre y del Hijo, consustancial y coeterno con los dos; y que todo esto es una Trinidad por la propiedad de las personas, y un solo Dios por la divinidad inseparable, así como un solo omnipotente por la omnipotencia inseparable. De tal modo, sin embargo, que, si se pregunta por cada uno de ellos, debe contestarse que cada uno de ellos es Dios y omnipotente; y si se pregunta por los tres juntamente, la contestación es que no hay tres dioses o tres omnipotentes, sino un solo Dios omnipotente. Tal es allí en los tres la unidad inseparable, que quiso manifestarse de esta suerte.
Otra cuestión es si el Espíritu Santo del Padre bueno y del Hijo bueno, como es común a ambos, podría llamarse rectamente bondad de ambos; sobre lo cual no me atrevo a expresar una opinión temeraria. Sin embargo, no tendría inconveniente en llamarlo santidad de ambos, no como cualidad de los dos, sino como siendo Él también sustancia y la tercera persona de la Trinidad. A esto me induce fácilmente el que, siendo el Padre espíritu y el Hijo espíritu, y siendo el Padre santo y el Hijo santo, con toda propiedad se le llama Espíritu Santo, como santidad sustancial y consustancial de ambos.
Pero, si la bondad divina no es otra cosa que la santidad, no es audacia presuntuosa, sino auténtica solicitud racional el pensar que en las obras de Dios, por cierto modo secreto de hablar, destinado a ejercitar nuestra atención, se nos insinúa la misma Trinidad en la triple cuestión de quién hizo a cada criatura, por qué medio y por qué. En efecto, el Padre del Verbo es el que dijo: Que exista. Lo que existió en virtud de esa palabra, sin duda que fue hecho por el Verbo. Y en lo que se añade: Vio Dios que era bueno, se da a entender claramente que Dios no hizo lo que se ha hecho por necesidad alguna o para remediar su indigencia, sino sólo por su bondad, es decir, porque ello era bueno; y se dice esto, después de hecho, para indicar que la cosa hecha conviene a la bondad a causa de la cual se hizo. Si esta bondad se toma con razón por el Espíritu Santo, se nos manifiesta toda la Trinidad en sus obras.
De ahí procede el origen, la forma y la felicidad de la ciudad santa, constituida en las alturas por los santos ángeles. Si se pregunta de dónde procede, decimos que Dios la fundó; si por qué es sabia, porque está iluminada por Dios; si por qué es feliz, porque goza de Dios. Subsistiendo en Él, tiene su forma; contemplándolo, tiene su luz; uniéndose a Él, tiene su gozo; existe, ve, ama; prospera en la eternidad de Dios, brilla en la verdad de Dios, se goza en la bondad de Dios.
CAPÍTULO XXV
División en tres partes de toda la filosofía
En cuanto se me alcanza, de ahí viene la división que los filósofos han hecho de la filosofía en tres partes; mejor aún, pudieron ellos advertir que estaba dividida en tres partes (no lo determinaron ellos así, sino más bien así lo encontraron). Una parte se llamaría física; otra, lógica; y la tercera, ética. Los nombres latinos de estas partes han recibido en escritos de muchos los de natural, racional y moral; de ellas dimos un breve resumen en el libro octavo.
No se sigue que estos filósofos en esas tres partes hayan pensado algo según el Dios de la Trinidad. Aunque se dice que Platón es el primero en descubrir y recomendar esta distribución, y que no hubo para él otro autor de las naturalezas sino Dios, ni otro dador de la inteligencia, ni otro inspirador del amor, que hace vivir bien y felizmente. Pero existe diversidad de opiniones cuando tenemos que tratar de la naturaleza de las cosas, del motivo de la búsqueda de la verdad, y del fin del bien a que debemos referir todo lo que hacemos; pero al fin la atención de los defensores de estas opiniones se concentra en estas tres grandes y generales cuestiones.
Así, siguiendo cada uno su parecer en cualquiera de ellas, y habiendo gran discrepancia de opiniones, nadie duda de que existe un motivo de la naturaleza, una forma de la ciencia, un sistema de vida. También en la realización de cualquier obra de un hombre se consideran tres cosas: la naturaleza, la doctrina, la práctica; la naturaleza debe ser juzgada por el ingenio; la doctrina, por la ciencia, y la práctica, por el fruto. Y no desconozco que el fruto se predica propiamente del que disfruta de algo, y la utilidad del que lo usa; y la diferencia consiste en que afirmamos gozar de una cosa cuando ésta nos deleita por sí misma sin referirla a otra, en cambio usamos de ella si la solicitamos en vista de otra.
Por eso debemos usar más bien de las cosas temporales que gozar de ellas, para poder gozar de las eternas. No lo hacen así los perversos, que quieren gozar del dinero y servirse de Dios; pues no gastan el dinero por Dios, sino que honran a Dios con vistas al dinero. Sin embargo, ha prevalecido por la costumbre este lenguaje: usamos de los frutos, y gozamos con el uso. Pues se habla propiamente de los frutos de la tierra, de los cuales todos nos servimos temporalmente.
Siguiendo esta costumbre, he hablado del uso en estas tres cosas que recomendé como dignas de consideración en el hombre: la naturaleza, la doctrina y el uso. Partiendo de ellas -dije- han dividido los filósofos en tres partes su doctrina en orden a la consecución de la vida feliz: la natural, a causa de la naturaleza; la racional, a causa de la doctrina; la moral, atendiendo al uso. Por tanto, si nuestra naturaleza procediera de nosotros, seríamos nosotros los autores de nuestra sabiduría, y no nos preocuparíamos de aprenderla con la doctrina; y nuestro amor, partiendo de nosotros y referido a nosotros, nos bastaría para vivir felizmente, y no tendría necesidad de algún otro bien de que gozar. Ahora bien, como nuestra naturaleza para existir tiene a Dios por autor, sin duda debemos que tenerlo a Él como maestro para conocer la verdad, y como suministrador de la suavidad íntima, para ser felices.
CAPÍTULO XXVI
Imagen de la soberana Trinidad, que en cierto modo se encuentra
aún en la naturaleza del hombre todavía feliz
También nosotros reconocemos una imagen de Dios en nosotros. No es igual, más aún, muy distante; tampoco es coeterna, y, en resumen, no de la misma sustancia de Dios. A pesar de todo, es tan alta, que nada hay más cercano por naturaleza entre las cosas creadas por Dios; imagen de Dios, esto es, de aquella suprema Trinidad, pero que debe ser aún perfeccionada por la reforma para acercársele en lo posible por la semejanza. Porque en realidad existimos, y conocemos que existimos, y amamos el ser así y conocerlo. En estas tres cosas no nos perturba ninguna falsedad disfrazada de verdad.
Cierto que no percibimos con ningún sentido del cuerpo estas cosas como las que están fuera: los colores con la vista, los sonidos con el oído, los olores con el olfato, los sabores con el gusto, las cosas duras y blandas con el tacto. De estas cosas sensibles tenemos también imágenes muy semejantes a ellas, aunque no corpóreas, considerándolas con el pensamiento, reteniéndolas en la memoria, y siendo excitados por su medio a la apetencia de las mismas; pero sin la engañosa imaginación de representaciones imaginarias, estamos completamente ciertos de que existimos, de que conocemos nuestra existencia y la amamos.
Y en estas verdades no hay temor alguno a los argumentos de los académicos, que preguntan: «¿Y si te engañas?». Si me engaño, existo; pues quien no existe no puede tampoco engañarse; y por esto, si me engaño, existo. Entonces, puesto que si me engaño existo, ¿cómo me puedo engañar sobre la existencia, siendo tan cierto que existo si me engaño? Por consiguiente, como sería yo quien se engañase, aunque se engañase, sin duda en el conocer que me conozco, no me engañaré. Pues conozco que existo, conozco también esto mismo, que me conozco. Y al amar estas dos cosas, añado a las cosas que conozco como tercer elemento el mismo amor, que no es de menor importancia.
Pues no me engaño de que me amo, ya que no me engaño en las cosas que amo; aunque ellas fueran falsas, sería verdad que amo las cosas falsas. ¿Por qué iba a ser justamente reprendido e impedido de amar las cosas falsas, si fuera falso que las amaba? Ahora bien, siendo ellas verdaderas y ciertas, ¿quién puede dudar que el amor de las mismas, al ser amadas, es verdadero y cierto? Tan verdad es que no hay nadie que no quiera existir, como no existe nadie que no quiera ser feliz. ¿Y cómo puede querer ser feliz si no fuera nada?
CAPÍTULO XXVII
Esencia, ciencia y amor de una y otra
1. Tan agradable es por inclinación natural la existencia, que sólo por esto ni aun los desgraciados quieren morir, y aun viéndose miserables, no anhelan desaparecer del mundo, sino que desaparezca su miseria. Supongamos que aquellos que se tienen a sí mismos por los más miserables lo son claramente, y son juzgados también como miserables, no sólo por los sabios, que los tienen por necios, sino también por los que se juzgan a sí mismos felices, quienes los tienen por pobres e indigentes; pues bien, si a éstos se les ofrece la inmortalidad, en que viviera también la misma miseria, proponiéndoles o permanecer siempre en ella o dejar de vivir, saltarían ciertamente de gozo y preferirían vivir siempre así a dejar definitivamente la existencia. Testimonio de esto es su sentimiento bien conocido.
¿Por qué temen morir y prefieren vivir en ese infortunio antes que terminarlo con la muerte, sino porque tan claro aparece que la naturaleza rehúye la no existencia? Por eso, cuando saben que están próximos a la muerte, ansían como un gran beneficio que se les conceda la gracia de prolongar un poco más esa miseria y se les retrase la muerte. Bien claramente, pues, dan a indicar con qué gratitud aceptarían incluso esa inmortalidad en que no tuviera fin su indigencia.
¿Pues qué? Todos los animales, aun los irracionales, que no tienen la facultad de pensar, desde los monstruosos dragones hasta los diminutos gusanillos, ¿no manifiestan que quieren vivir y por esto huyen de la muerte con todos los esfuerzos que pueden? ¿Y qué decir también de los árboles y de los arbustos? No teniendo sentido para evitar con movimientos exteriores su ruina, ¿no vemos cómo para lanzar al aire los extremos de sus renuevos, hunden profundamente sus raíces en la tierra para extraer el alimento y conservar así en cierto modo su existencia? Finalmente, los mismos cuerpos que no sólo carecen de sentido, sino hasta de toda vida vegetal, se lanzan a la altura o descienden a lo profundo o se quedan como en medio, para conservar su existencia en el modo que pueden según su naturaleza.
2. Ahora bien, cuánto se ama el conocer y cómo le repugna a la naturaleza humana el ser engañada puede colegirse de que cualquiera prefiere estar sufriendo con la mente sana a estar alegre en la locura. Esta fuerte y admirable tendencia no se encuentra, fuera del hombre, en ningún animal, aunque algunos de ellos tengan un sentido de la vista mucho más agudo que nosotros para contemplar esta luz; pero no pueden llegar a aquella luz incorpórea, que esclarece en cierto modo nuestra mente para poder juzgar rectamente de todo esto. No obstante, aunque no tengan una ciencia propiamente, tienen los sentidos de los irracionales cierta semejanza de ciencia.
Las demás cosas corporales se han llamado sensibles, no precisamente porque sienten, sino porque son sentidas. Así, en los arbustos existe algo semejante a los sentidos en cuanto se alimentan y se reproducen. Sin embargo, estos y otros seres corporales tienen sus causas latentes en la naturaleza. En cuanto a sus formas, con las que por su estructura contribuyen al embellecimiento de este mundo, las presentan a nuestros sentidos para ser percibidas, de suerte que parece como si quisieran hacerse conocer para compensar el conocimiento que ellos no tienen.
Nosotros llegamos a conocer esto por el sentido del cuerpo, pero no podemos juzgar de ello con este sentido. Tenemos otro sentido del hombre interior mucho más excelente que ése, por el que percibimos lo justo y lo injusto: lo justo, por su hermosura inteligible; lo injusto, por la privación de esa hermosura. Para poner en práctica este sentido, no presta ayuda alguna ni la agudeza de la pupila, ni los orificios de las orejas, ni las fosas nasales, ni la bóveda del paladar, ni tacto alguno corpóreo. En ese sentido estoy cierto de que existo y de que conozco, y en ese sentido amo esto, y estoy cierto de que lo amo.
CAPÍTULO XXVIII
¿Debemos amar también el mismo amor con que amamos la existencia y el saber,
para asemejarnos más a la divina Trinidad?
He dicho bastante ya, según parecía exigirlo el plan de la obra, sobre la existencia y el conocimiento, sobre el amor que les tenemos, y sobre la semejanza que, aunque lejana, se encuentra de ellos en otros seres inferiores. No se ha hablado sobre el amor con que son amados, y si se ama ese mismo amor. Se ama, sí, y por ello se demuestra que cuanto más rectamente se ama a los hombres, tanto más se ama el mismo amor. Pues no se llama justamente varón bueno al que sabe lo que es bueno, sino al que ama.
¿Por qué, pues, no nos damos cuenta de que en nosotros mismos amamos el mismo amor con el que amamos cualquier bien amado? Pues hay un amor con el cual amamos aun lo que no se debe amar; y este amor lo odia en sí el que ama aquel con el que se ama lo que debe ser amado. Cierto, pueden existir los dos en un hombre; y el bien del hombre consiste en que, avanzando el que nos hace vivir bien, vaya retrocediendo, hasta su curación completa, el que nos hace vivir mal, y se trueque en bien toda nuestra vida.
Si fuéramos bestias, amaríamos la vida carnal y lo que les conviene a los sentidos; esto sería un bien suficiente para nosotros, y si nos encontráramos bien con esto, no buscaríamos otra cosa. Igualmente, si fuéramos árboles, no amaríamos ciertamente nada con un movimiento sensible, aunque parecería como que apeteciéramos aquello que nos hiciera más fecundos y fructuosos. Si fuéramos piedras, olas, viento, llama u otra cosa semejante, sin vida ni sentido alguno, no nos faltaría, sin embargo, algo así como cierta tendencia hacia nuestros lugares y nuestro orden. Son como amores de los cuerpos la fuerza de sus pesos, ya tiendan hacia abajo por la gravedad, ya hacia arriba por la levedad. En efecto, como el alma es llevada por el amor adondequiera que es llevada, así lo es también el cuerpo por el peso.
Pero nosotros somos hombres, creados a imagen de nuestro Creador, cuya eternidad es verdadera, cuya caridad es verdadera y eterna, y la misma Trinidad es eterna, verdadera y amada, sin confusión ni separación. Recorramos todo lo que hizo con admirable estabilidad en las cosas que están por debajo de nosotros, ya que no existirían en modo alguno, ni estarían bajo alguna especie, ni apetecerían orden alguno ni lo mantendrían, si no hubieran sido hechas por el que es en sumo grado, soberanamente sabio, soberanamente bueno; recorrámoslo y descubriremos ciertas huellas suyas más impresas en una parte y en otra menos; y contemplando su imagen en nosotros mismos, levantémonos volviendo sobre nosotros mismos como el hijo menor del Evangelio, a fin de volver a Él37, de quien nos habíamos apartado por el pecado. Nuestro ser no tendrá allí la muerte, nuestro conocer no tendrá el error, nuestro amor no tendrá allí tropiezo.
Al presente, aunque tenemos estas tres cosas nuestras bien seguras, y no necesitamos de otros testigos para creer en ellas, sino que nosotros mismos las sentimos presentes, y las vemos con una mirada interior sumamente veraz, sin embargo, para saber hasta cuándo durarán, o si han de faltarnos alguna vez, y adónde llegarán según sean bien o mal empleadas, ya que no podemos conocerlo por nosotros mismos, necesitamos de otros testigos, o ya los tenemos. Y no hay lugar para tratar ahora, sino que se hará después con más diligencia, sobre la garantía que debe ofrecernos su fidelidad.
En este libro se trata de la ciudad de Dios, que no peregrina en la mortalidad de esta vida, sino que es inmortal para siempre en los cielos, es decir: se trata de los ángeles unidos a Dios, que ni fueron ni serán jamás desertores. Entre los cuales y los que abandonando la luz eterna se hicieron tinieblas, ya dijimos cómo Dios había establecido la división desde el principio. Vamos a terminar de explicar con su ayuda como podamos lo que hemos comenzado.
CAPÍTULO XXIX
La ciencia de los ángeles santos, por la cual conocieron a la Trinidad
en su misma deidad y en la cual ven las causas de las obras
en el arte del artífice antes que en las mismas obras
Los santos ángeles no conocen a Dios por los sonidos de las palabras, sino por la misma presencia de la Verdad inmutable, es decir, por su Verbo unigénito. Y conocen al mismo Verbo y al Padre y al Espíritu Santo de ambos, y que ellos forman la Trinidad inseparable, y que cada una de las personas en ella es sustancial, y, sin embargo, todas no son tres dioses, sino un solo Dios; y de tal modo lo conocen, que les es más claro a ellos esto que nosotros a nosotros mismos. Conocen también a la criatura mejor allí, es decir, en la sabiduría de Dios, como en el arte con que fue hecha, que en sí misma; y por esto se conocen mejor allí a sí mismos que en sí mismos, aunque se conozcan también en sí mismos.
Fueron hechos en realidad, y son diferentes del que los hizo. Allí, pues, como dijimos antes, se conocen como en un conocimiento diurno, y en sí mismos, como en un conocimiento vespertino.
Existe una gran diferencia entre conocer algo en la razón según la cual fue hecho y el conocerla en sí mismo. Como es muy diferente el conocimiento de la rectitud de las líneas o la verdad de las figuras, cuando se ve con la inteligencia, que cuando se escriben en el polvo, y es muy diferente la justicia en la verdad inmutable de la justicia en el alma del justo. Lo mismo cabe decir de las demás cosas: el firmamento entre las aguas superiores e inferiores, que se llamó cielo; la reunión de las aguas hacia abajo, la desecación de la tierra, la formación de las plantas y de los árboles; la creación del sol, de la luna y de las estrellas; el haber sacado de las aguas los animales, es a saber, los pájaros, los peces, los monstruos marinos; y lo mismo los demás que andan o se arrastran sobre la tierra; finalmente, el mismo hombre, que sobresale entre todas las cosas de la tierra.
Todos estos seres los conocen los ángeles en el Verbo de Dios, donde tienen sus causas y sus razones, según las que han sido hechas, permanentes e inmutables, y los conocen de diferente manera que en sí mismos: con un conocimiento más claro allí y aquí más oscuro, como el del arte y el de las obras. Al referirse estas obras a la alabanza y a la veneración del mismo Creador, parece como si surgiera una luz de amanecer en las mentes de los que las contemplan.
CAPÍTULO XXX
Perfección del número seis, el primero que es la suma de sus partes
Se narra la realización de estas obras en seis días para poner de relieve la perfección del número seis, repetido el mismo día seis veces. No precisamente porque tuviera Dios necesidad de la duración de los tiempos, como si no pudiera crear a la vez todas las cosas, que con movimientos convenientes fueran cumpliendo después sus tiempos, sino porque por el número seis queda significada la perfección de las obras. En efecto, el número seis es el primero que resulta de sus partes, esto es, de la sexta parte, la tercera y la mitad, que son uno, dos y tres, cuya suma forma el total de seis.
Se entiende por partes, al considerar los números de esta manera, las que se puede decir forman el número total: como la mitad, la tercera, la cuarta, y así sucesivamente. En efecto, cuatro, por ejemplo, si lo tomamos como parte del número nueve, no se puede decir qué parte es; se puede decir del uno que es una novena parte, y del tres, que es la tercera. Sin embargo, reunidas estas dos partes, es decir, la novena y la tercera, esto es, uno y tres, están lejos de darnos el total nueve. También en el número diez es el cuarto una parte; pero no se puede decir cuál; sí se puede, en cambio, decir del uno que es la décima parte. Tiene también una quinta parte, que son dos; y una mitad, que es cinco. Pero estas tres partes suyas, la décima, la quinta y la media, o sea, uno, más dos, más cinco, tomados en total, no hacen diez, dan ocho. En cambio, las partes del número doce en su suma lo sobrepasan, pues que la duodécima parte es uno; la sexta, son dos; la cuarta, tres; la tercera, cuatro; la mitad, seis. Y así, sumados uno, dos, tres, cuatro y seis, no dan doce, sino dieciséis.
He creído oportuno recordar brevemente esto para poner de relieve la perfección del número seis, que es el primero, como dije, formado por la suma de sus partes, y en el que Dios realizó sus obras. Por consiguiente, no se ha de tener en poco la razón del número, cuya estimación tanto resalta en muchos lugares de las santas Escrituras a los ojos de los que las examinan con detención. Y no se cantó en vano entre las alabanzas de Dios: Todo lo tenías predispuesto con peso, número y medida38.
CAPÍTULO XXXI
Sobre el día séptimo, en que se recomienda la plenitud y el reposo
En el día séptimo, que es el mismo día repetido siete veces, número perfecto también por otro motivo, se encarece el reposo del Señor, donde se habla por vez primera de santificación39. No quiso el Señor santificar este día con alguna de sus obras, sino con su descanso, que no tiene tarde. Y no hay criatura alguna que, conocida de una manera en el Verbo y de otra manera en sí misma, suministre un conocimiento diurno y otro vespertino.
Sobre la perfección del número siete se pueden decir muchas cosas, pero este libro ya se prolonga demasiado, y me temo, descubierta esta oportunidad, pueda parecer que pretendo poner de relieve mi escasa ciencia con mayor vanidad que provecho. Debe tenerse en cuenta la moderación y la seriedad, no sea que, hablando mucho del número, se nos achaque que desdeñamos la medida y el peso. Baste con recordar que el primer número impar completo es el tres, y el primer número par completo es el cuatro; el siete consta de la suma de los dos.
Así, muchas veces el siete se usa por la universalidad, como cuando se dice: Siete veces cae el justo, y otras tantas se levanta40; es decir, cuantas veces cayere, no perecerá. Lo que no quiso se entendiera de las iniquidades, sino de las tribulaciones que llevan a la humildad. También se dijo: Siete veces al día te alabaré; lo que repitió en otro lugar con otras palabras: Siempre estará su alabanza en mi boca41. Hay muchos pasajes semejantes en los autores sagrados donde, como dije, suele usarse el número siete para indicar la universalidad.
Así, se significa muchas veces por el mismo número el Espíritu Santo, del cual dice el Señor: Os enseñará toda la verdad42. Allí está el reposo de Dios, en el cual se descansa en Dios.
En efecto, en el todo, en la perfección plena, está el reposo; en la parte, el trabajo. Por eso nos esforzamos, mientras conocemos en parte; cuando llegue lo que es perfecto, se desvanecerá lo que es en parte43. Por eso también escudriñamos las Escrituras con esfuerzo.
Los santos ángeles, empero, por cuya compañía suspiramos en esta penosísima peregrinación, tienen eternidad de permanencia, facilidad de conocimiento, felicidad de reposo. Así, nos ayudan sin dificultad, porque no tienen que esforzarse en sus movimientos espirituales puros y sin trabas.
CAPÍTULO XXXII
Opinión de los que juzgan que la creación de los ángeles es anterior a la del mundo
No trata nadie de suscitar contiendas diciendo que no se encuentran los ángeles incluidos en lo que está escrito: Que exista la luz, y la luz existió, sino que piensa y enseña que efectivamente entonces primeramente se creó una luz corporal; que, en cambio, los ángeles fueron creados no sólo antes del firmamento, que puesto entre las aguas y las aguas fue llamado cielo, sino aun antes del pasaje Al principio creó Dios el cielo y la tierra. Y la expresión Al principio no quiere decir que haya sido hecho eso lo primero, ya que antes había creado a los ángeles, sino que todo lo hizo en la sabiduría, que es su Verbo, a quien la Escritura llamó el mismo principio; como el mismo Cristo en el Evangelio, al ser preguntado por los judíos quién era, respondió que Él era el principio44.
No seré yo quien trate de refutar esa opinión, sobre todo sintiéndome yo muy complacido de que en el mismo principio del santo libro del Génesis se recuerde a la Trinidad. Al decir, en efecto, Al principio creó Dios el cielo y la tierra, se nos da a entender que el Padre creó en el Hijo, como nos atestigua el salmo: ¡Cuán grandiosas son tus obras, Señor! Todo lo hiciste en tu Sabiduría45; y con gran propiedad poco después se hace mención también del Espíritu Santo. Pues después de decir qué tierra creó Dios al principio, o qué mole o materia de la futura construcción del mundo designó con el nombre de cielo y tierra, añade en seguida: La tierra era un caos informe; sobre la faz del abismo, la tiniebla. Y a continuación, para completar la mención de la Trinidad, dice: Y el espíritu de Dios era llevado sobre las aguas46.
Por consiguiente, cada cual elija como guste en lo que es tan profundo, que para ejercicio de los lectores puede dar lugar a muchas opiniones sin apartarnos de la regla de fe. Lo que no puede dudar nadie, sin embargo, es que los santos ángeles están en las moradas sublimes, y sin ser coeternos con Dios, sí están seguros y ciertos de su felicidad verdadera y eterna. A su compañía nos dice el Señor que pertenecen sus pequeñuelos con aquellas palabras: Serán como ángeles del cielo47; más aún, manifiesta cuál es la contemplación de que gozan los mismos ángeles en aquel pasaje: Cuidado con mostrar desprecio a un pequeño de éstos, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial48.
CAPÍTULO XXXIII
Dos sociedades diversas y desiguales de ángeles, que justamente
pueden ser llamadas luz y tinieblas
Que algunos ángeles pecaron y que fueron encerrados en los abismos de este mundo, que les sirve como de cárcel, hasta que llegue la última condenación el día del juicio, nos lo manifiesta bien claramente el apóstol San Pedro al decir que Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que, encerrándolos en las oscuras mazmorras del infierno, los reservó para ser castigados en el día del juicio49. ¿Quién puede dudar que entre éstos y aquéllos estableció Dios, con su presciencia o por la obra, una división, y que a aquéllos los llamó luz justamente? Nosotros mismos, viviendo todavía en la fe y esperando llegar a ser iguales, sin haberlo ya conseguido, somos llamados luz por el Apóstol al decir: Fuisteis algún tiempo tinieblas, y ahora luz en el Señor50. En cambio, que los ángeles desertores han sido llamados con toda claridad tinieblas, sin duda lo notan cuantos entienden o creen que son peores que los hombres infieles.
Por lo cual, aunque haya de entenderse otra luz en el texto del libro citado, Dijo Dios: exista la luz, y la luz existió, y se signifiquen otras tinieblas en el otro, Separó Dios la luz de la tiniebla51, para nosotros existen estas dos sociedades de ángeles: una, gozando de Dios; otra, hinchada de soberbia; una, a la que se dice: Adoradlo todos sus ángeles52; otra, aquella cuyo príncipe dice: Te daré todo eso si te postras y me rindes homenaje53; una, abrasada en el santo amor de Dios; otra, gastándose en el humo del amor inmundo del propio encumbramiento. Y como está escrito: Dios se enfrenta con los arrogantes, pero concede gracia a los humildes54, habita aquélla en los cielos de los cielos; ésta, arrojada de allí, anda alborotando en lo más bajo del cielo aéreo; vive aquélla tranquila en la religión luminosa; anda ésta desasosegada en sus tenebrosas ansias. Aquélla atenta a la insinuación de Dios, ayuda con clemencia y ejecuta la venganza con justicia; ésta, con soberbia se abrasa en ansias de dominar y hacer daño; aquélla, como ministro de la bondad divina, hace todo el bien que quiere; ésta se ve frenada por el poder de Dios para que no haga todo el mal que desea. Se burla aquélla de ésta, de suerte que aun contra su voluntad haga bien con sus persecuciones; envidia ésta a aquélla al verla recoger a sus peregrinos.
A estas dos sociedades de ángeles, pues, tan desiguales y contrarias entre sí, buena una por naturaleza y recta por voluntad, buena también la otra por naturaleza, pero perversa por su voluntad, las vemos significadas también en el Génesis con los nombres de luz y tinieblas. Y aunque el autor en este pasaje pudiera tener otra intención, no creo haya sido inútil la disquisición en torno a la oscuridad de esta sentencia, pues aunque no hayamos llegado a penetrar la intención del autor del libro, no nos hemos apartado de la regla de fe, que les es bien conocida a los fieles a través de otros pasajes de las santas Escrituras que tienen la misma autoridad.
Pues aunque aquí se haya hecho mención de las obras corporales de Dios, tienen, sin duda, cierta semejanza con las espirituales, a las que se refiere el Apóstol: Todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día; no somos hijos de la noche ni de las tinieblas55. Si éste es también el sentir del autor sagrado, nuestro intento ha llegado al éxito halagüeño del debate. Pues no se puede admitir fácilmente que un hombre de Dios, de sabiduría tan sublime y divina, y aún mejor, por quien hablaba el Espíritu de Dios, haya pasado por alto en modo alguno a los ángeles al enumerar las obras de Dios, que dice quedaron completas en el sexto día; y esto, sea cual sea el sentido del pasaje: Al principio creó Dios el cielo y la tierra. Ya Al principio signifique que fue lo primero que hizo; ya, como se entiende con más propiedad, Al principio quiera decir que lo creó en su Hijo único el Verbo.
En esas dos palabras, el cielo y la tierra, se designa la criatura universal, ya espiritual, ya corporal, como creemos más probable; aunque también pueden entenderse las dos grandes partes del mundo en que se contienen todas las cosas que fueron creadas; de suerte que primero nos propone la totalidad, y luego va continuando con la exposición de sus partes según el número místico de los días.
CAPÍTULO XXXIV
La opinión de los que afirman que en la creación del firmamento
se significa a los ángeles con el nombre de aguas separadas;
como algunos piensan que las aguas no fueron creadas
Han creído algunos que por el nombre de aguas se han designado en cierto modo las muchedumbres de los ángeles; y que por esto se dijo: Hágase el firmamento entre el agua y el agua56. Los ángeles estarían así sobre el firmamento, y por debajo, estas aguas visibles, o la multitud de ángeles malos, o el conjunto de los pueblos humanos.
Si esto fuera así, no aparece allí donde fueron creados los ángeles, sino donde fueron separados. Cierto que también niegan algunos, con perversísima e impía vanidad, que las aguas fueron creadas por Dios, porque no se dice en parte alguna: «Dijo Dios: Existan las aguas». Con parigual vanidad pueden decir lo mismo de la tierra; en ninguna parte se lee: «Dijo Dios: Exista la tierra». Aunque replican que está escrito: Al principio creó Dios el cielo y la tierra. Pero entonces ahí está entendida el agua, pues en un solo nombre se abarcan ambas cosas. Y así dice el salmo: Suyo es el mar, porque Él lo hizo; la tierra firme, que modelaron sus manos57.
Los que pretenden que bajo el nombre de las aguas que están sobre los cielos se quiere designar a los ángeles se dejan llevar del peso de los elementos, y por ello piensan que la naturaleza fluida y grave de las aguas no pudo establecerse en los lugares superiores del mundo. A buen seguro que según esos argumentos, si ellos pudieran hacer al hombre, no le pondrían en la cabeza la pituita, que en griego se dice flegma, y que tiene el lugar de las aguas entre los elementos de nuestro cuerpo. Allí, en efecto, tiene su sede la flema, según la obra tan bien ordenada de Dios; claro, tan absurdamente según la conjetura de los tales, que si no supiéramos esto y se dijera en este libro que Dios había colocado el humor fluido y líquido y, por tanto, pesado, en la parte más alta de todas las del cuerpo humano, no lo creerían de ningún modo estos críticos de los elementos. Y aun reconociendo la autoridad de la misma Escritura, pensarían que allí se había de entender otra cosa.
Pero si quisiéramos examinar y tratar atentamente cada una de las cosas que se contienen en ese libro divino sobre la constitución del mundo, habría que hablar mucho y nos sería preciso apartarnos sobremanera del plan de nuestra obra. Y ya hemos tratado lo que nos ha parecido suficiente sobre estas dos sociedades de ángeles diversas y contrarias entre sí, en las cuales se acumulan ciertos principios de las dos ciudades, aun en las cosas humanas; de ellas tengo determinado hablar a continuación. Cerremos definitivamente este libro.
No hay comentarios. :
Publicar un comentario