dominicos
Dijo Jesús a los escribas y fariseos: «¿Qué es más fácil, decir: “Tus pecados te quedan perdonados”, o decir: “Levántate y anda”?» (Lc 5,23).
Cuando era aún una adolescente de 16 años, Raquel tuvo un desliz con un chico y se quedó embarazada. Su mundo se le vino abajo. No quería tener un hijo, ni se sentía preparada para ello. Y menos aún quería casarse con aquel chico. Además, tenía un miedo atroz a cómo podría reaccionar su familia si se enteraba de lo que le había pasado. Así que, acorralada por la impotencia, decidió tomar la decisión más práctica: abortar.
Y así lo hizo. Al principio respiró tranquila. Sentía que se había quitado un gran peso de encima. Pero después, a raíz de que su hermana mayor se casara y tuviera un bebé, empezó a pensar en aquel hijo suyo que fue a parar al cubo de basura en la clínica abortiva.
A medida que Raquel fue madurando como persona, poco a poco se fue haciendo plenamente consciente del gran error que había cometido. Y llegó un momento en que todos los días se imaginaba a su hijo yendo al colegio o jugando con sus amigos.
Aunque su hijo estaba muerto, crecía imaginariamente en su corazón…
Aquello le impedía tener ningún tipo de relación con chicos. Estaba bloqueada afectivamente pues sentía que había traicionado de la peor manera a su querido hijo.
Raquel no era nada religiosa. Aunque estaba bautizada y había hecho la Primera Comunión, ni creía ni dejaba de creer en Dios, simplemente no pensaba en esas cosas. Las fiestas religiosas no significaban nada para ella. La Navidad no era más que una buena ocasión para cenar con su familia y después salir de fiesta con sus amigas. Este tipo de distracciones le ayudaban a sobrellevar la dura carga que llevaba en su corazón.
Una Navidad, a causa de varias circunstancias, no pudo quedar con sus amigas por la noche, así que, tras la cena familiar, se quedó un poco descolocada. Una tía suya le animó a ir con ella a la Misa del Gallo que celebraban unas monjas muy simpáticas del barrio. Y como no tenía nada que hacer, allá fue con su tía.
Nada más entrar en la capilla de las monjas, Raquel sintió dentro de ella una bocanada de paz y tranquilidad. La Misa todavía no había empezado y la capilla estaba silenciosa y en penumbra, con un suave aroma a incienso. Entrevió que unas monjas estaban sentadas, otras de pie y otras arrodilladas. Pero podía sentir cómo todas ellas estaban sumidas en una profunda oración.
Raquel había ido a muy pocas Misas a lo largo de su vida y casi todas ellas habían sido bautizos, funerales o bodas, dichas de forma ritual y anodina. Por eso le llamó tanto la atención aquella Misa del Gallo celebrada con aquellas monjas. La belleza de la liturgia y la alegría de los cantos le mostraban claramente que ellas estaban viviendo algo importante: el nacimiento del Niño Jesús, el Hijo de Dios, y que lo celebraban de verdad.
Hasta entonces, todo nacimiento de un niño le había traído a Raquel duros recuerdos de su difunto hijo, pero aquella Misa le llenó el corazón de amor y esperanza. Cuando acabó, Raquel estaba interiormente muy conmovida. No quería salir de la capilla para regresar a su casa. Deseaba que aquella celebración hubiese durado toda la vida...
Así que, a los pocos días, se pasó por aquel monasterio buscando algo, aunque no sabía muy bien el qué. Vio que había una puerta abierta, se metió y se encontró con una anciana monja que vendía pastas tras unas rejas. Y Raquel, un poco cohibida, se limitó a comprar una caja de pastas. Pero el cariño y la sonrisa de aquella monja le hicieron ver que no se trataba de una simple dependienta, sino de alguien que tenía algo muy especial que compartir.
La siguiente semana fue otra vez a la tienda del monasterio a comprar otra caja de pastas, pero esta vez la monja entabló conversación con ella. El diálogo fue sumamente banal, pero Raquel intuyó que aquella anciana le transmitía algo muy valioso, algo que ella necesitaba. Por ello tomó la costumbre de ir cada semana al monasterio a una hora en la que sabía que podía hablar a solas con aquella sabia monja. Y poco a poco Raquel le fue abriendo su corazón y acabó por contarle todo lo que había hecho y lo mucho que le dolía.
La monja le habló comprensivamente y le animó a que dejase nacer en su corazón a Jesús, pues sólo Él podía sanarla y perdonarla. Le dijo:
‒El amor de Jesús es todopoderoso, y está por encima de nuestros peores errores y pecados. Cuando su amor nace en nuestro corazón, toda nuestra persona se transforma, se libera…, se enamora.
Por consejo de la monja, Raquel se confesó y comenzó a ir diariamente a Misa. Casi siempre iba a la de las monjas, pues la sentía muy suya. Y no sólo eso, después comenzó a participar en todas las oraciones monásticas que el horario de trabajo le permitía. Sobre todo le gustaba la oración de completas. Tras ella iba a casa a dormir llena de paz.
Ahora, pasados los años, sor Raquel es la priora de aquel monasterio. Se siente muy feliz. Y todos los días le da gracias a su querido Dios porque le ha perdonado y ha permitido que su Hijo naciera en su corazón.
Fray Julián de Cos O.P.
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