martes, 16 de enero de 2018

El amor de Eva

El amor de Eva

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Dice San Juan en su Primera Carta: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de Él» (1Jn 4,8-9).


Desde hacía muchos años, el condado en el que vivía Alfonso estaba en guerra con el condado del norte. El motivo era el control de unas importantes minas de hierro. También estaba en juego el honor y la hombría de los señores feudales, a los que les gustaba alardear de ser los más valerosos caballeros del rey.

Un día de primavera, Alfonso partió de viaje para vender su vino en la capital del reino. Todo fue bien. No llovió demasiado durante el camino y le pagaron más de lo que esperaba por sus dos toneles. Pero, de regreso, según se acercaba al pueblo, vio que de él subía un oscuro y denso humo que le sobrecogió. Aceleró el paso de la carreta y al llegar se encontró con que todas las casas habían sido saqueadas y quemadas. Varios de sus vecinos yacían muertos por las calles. Una mujer le dijo que don Reinaldo, el conde del norte, llegó al amanecer con varias docenas de soldados arrasando con todo, al grito de «¡muerte y fuego!».

Al llegar a su casa encontró entre los escombros aún ardientes, a sus dos hijos con la cabeza partida. Margarita, su mujer, había sido arrojada al fondo del pozo, donde yacía desnuda y ensangrentada. Rápidamente cogió una cuerda y se descolgó para sacarla. Al llegar a ella descubrió que aún respiraba. Con mucho cuidado la subió, la tumbó sobre un montón de paja, limpió sus heridas y la cubrió con su propia capa. No tenía ninguna herida grave, aunque había sido violada.


Después enterró a sus hijos debajo de un gran roble. Pero no fue capaz de rezar nada por ellos porque tenía el corazón duro y resentido contra Dios. Alfonso había destacado por ser un buen feligrés. Siempre ayudaba al párroco en lo que le hacía falta. Su familia nunca faltaba a Misa ni a ningún acto religioso. Y cuando un pobre llamaba a la puerta de su casa, se le ofrecía cobijo y comida. Por eso no entendía por qué Dios había permitido semejante tragedia.

Después de asegurarse de que su mujer seguía descansando, decidió inspeccionar el resto del pueblo. Comprobó que ninguna casa ni granero habían quedado en pie. El único edificio que los del norte habían respetado era la iglesia, por miedo a la maldición divina que podía caer sobre los que atacaran un lugar sagrado. A don Andrés, el párroco, lo encontró dos calles más abajo atendiendo a los moribundos. Alfonso caminó hacia él y le preguntó a gritos:

‒¿Por qué ha permitido Dios esta masacre?

Don Andrés, que estaba anímicamente aun peor que él, agachó la cabeza, y siguió con sus rezos.

Tras aquello, Alfonso decidió volcarse en el trabajo. Gracias a que muchos terrenos habían quedado sin dueño, consiguió que su señor conde se los cediera. Por ello, Alfonso pasaba todo el día preparando nuevos viñedos y ampliando el lagar y la bodega. Así evitaba pensar…

Pero en el vientre de Margarita se estaba gestando una nueva vida. Para ella fue un gran regalo de Dios, aunque Alfonso, sumido en el odio y el rencor, maldijo a aquella criatura, sabiendo que había sido engendrada por un asesino del norte.

Todo siguió su curso, y tras la gestación nació una preciosa niña de cabellos castaños, piel sonrosada y brillantes ojos azules. Alfonso insistió en llamarla Eva, porque con ella llegó el mal al pueblo. Y se negó a que fuese bautizada.

Pasaron tres años. Alfonso se había convertido en un importante bodeguero. Ahora vivían en una magnífica casa situada en lo alto de una loma desde la que se divisaban sus amplios y hermosos viñedos. Aunque procuraba no hacer caso a Eva, a la que llamaba despectivamente «la niña», a medida que crecía y se desarrollaba, Eva se acercaba cada vez más a su padrastro. Por las tardes, esperaba su llegada desde la ventana, y cuando le veía, bajaba corriendo las escaleras para recibirle en el vestíbulo. Se abalanzaba sobre él y le abrazaba con sus bracitos, que apenas podían abarcar las anchas y musculosas piernas de su padrastro.

Al principio Alfonso le pedía a su esposa que le quitase a la niña de encima, pero poco a poco se fue acostumbrado a aquello, hasta que un buen día la cogió en brazos y le llamó por su nombre: Eva. Y el corazón de Alfonso comenzó a reblandecerse y a recordar aquellos tiempos en los que era un hombre cariñoso y tierno, que amaba la vida y era feliz. Desde entonces, cuando Alfonso salía a trabajar, deseaba que llegase el fin de la jornada para poder sentarse junto a su esposa al calor de la lumbre, con Eva en su regazo, escuchando las travesuras que la pequeña había hecho ese día.

Una soleada tarde de marzo se presentó en casa don Andrés, el párroco. Conocedor de que Alfonso estaba volviendo a ser el de antes, quería que se reincorporarse a la comunidad parroquial. En un principio, Alfonso le recibió de un modo frío y distante. Pero algo por dentro le animó a invitarle a dar un paseo por los viñedos junto a Margarita y Eva, que corría de acá para allá persiguiendo mariposas. Don Andrés le comentó a Alfonso que quería volver a sacar en procesión al Cristo Nazareno en la madrugada del Jueves Santo. Se trataba de una tradición centenaria que se había interrumpido tras el atroz ataque de los del norte. Consistía en subir en procesión hasta la ermita de la Virgen, rezar allí los misterios dolorosos del santo Rosario, y regresar a la parroquia, atravesando antes las calles principales del pueblo. Alfonso era uno de los mejores costaleros, y eso le sirvió a don Andrés como excusa para animarle a colaborar en la procesión.

A Alfonso le vinieron al corazón un torbellino de ideas y sentimientos contradictorios. Estuvo un buen rato meditando. Cuando había decidido declinar la petición, Eva, de improviso, le pidió que le aupara y le dio un abracito, con un beso. Como si se tratara de un acto reflejo, Alfonso aceptó inmediatamente la propuesta. El resto de la conversación versó en cómo hacer los preparativos y con qué costaleros se podía contar.

Llegada la madrugada del Jueves Santo, Alfonso se situó debajo del paso del Cristo Nazareno, junto a otros catorce costaleros. Al toque, levantaron al unísono el pesado paso y éste comenzó a andar al son del afligido ritmo de una pequeña banda de música. Seis horas después, cuando Alfonso regresaba a su casa, se puso a llorar desconsoladamente. Se ciñó el sombrero y agachó la cabeza para que nadie se diese cuenta. Al llegar a casa, Margarita le pregunto un poco asustada por qué lloraba. Alfonso se limitó a decirle:

‒Cristo me ha devuelto la vida.



Dice San Juan en su Primera Carta: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de Él» (1Jn 4,8-9).

Fray Julián de Cos O.P.

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