¡Cristo, como luz, ilumina y guíame!
¡Cristo como escudo, excede y cúbreme!
Cristo conmigo, Cristo frente a mí,
Cristo tras de mí, Cristo en mí,
Cristo a mi derecha, Cristo a mi izquierda,
Cristo al descansar, Cristo al levantarme,
Cristo en el corazón de cada hombre que piense en mí,
Cristo en la boca de todos los que hablen de mí,
Cristo en cada ojo que me mira,
Cristo en cada oído que me escucha.
(San Patricio)
¿Cuánta importancia le damos al momento del encuentro con el Señor?
Nuestras acciones están, casi siempre, determinadas por la presencia de otras personas a nuestro alrededor. Hay cosas que no haríamos delante de algunos y cosas que, totalmente solos, no tenemos reparo en hacer. Imagínense, por ejemplo, que reciben la invitación del presidente de su país para visitar su casa. ¿Cómo se comportarían? Seguramente con la mayor educación posible. Al llegar a la sala, no me tiro en el sofá, sino que me siento con educación; en la mesa cuido de no hablar con la boca abierta, de usar adecuadamente los cubiertos, etc. Y ¿qué es lo que me mueve a comportarme así? La importancia de la persona que tengo delante. En cambio, si estoy en casa, tal vez no es necesaria tanta atención…
Nuestra oración es, justamente, una invitación de Dios para visitarle y hablar con Él. Es un momento en que dialogo con el Señor de todo el Universo que –¡oh, maravilla!– me llama su amigo. ¿Cómo me comporto delante de Dios?
Bueno… de acuerdo: no es tan sencillo como parece. Porque a Dios no lo vemos físicamente y en ocasiones es fácil distraerse con cualquier cosa. Sobre todo al inicio… ¡cuánto cuesta empezar bien la oración!
Hay que sabernos amados por Él. Nos escucha, nos habla
San Patricio nos da una pista para empezar bien nuestra oración: saber ver a Dios en todo. Y al inicio de cada momento de oración, es importante hacer lo que comúnmente se llama ponerse en la presencia de Dios. Saber que estoy delante de Dios; repetírmelo a la mente y al corazón. ¡Decírselo a Dios!: «Señor, vengo a tu presencia, ayúdame a darme cuenta de ello!». Darme cuenta de que REALMENTE Él me escucha y quiere hablarme. Sobrecogerme ante el misterio de su presencia y agradecerle que quiera venir a hablar conmigo.
Se puede hacer de modo espontáneo (personalmente lo recomiendo) con una oración hecha por mí. Pero si en un primer momento no sale, las oraciones hechas, como el himno de San Patricio de arriba, pueden ayudar. Así, poco a poco, lograremos ponernos delante de Dios… incluso en medio de ocupaciones muy variadas. El ejemplo de Juan Pablo II, que podía abstraerse en misas multitudinarias, es excepcional en este sentido. ¡No importa lo que hagas o en medio de quién estás: siempre puedes ponerte delante de Dios y elevar tu alma a Él!
Esto, a su vez, también nos ayudará a descubrir a Dios en todas las cosas, en cada momento de nuestra vida… y ¡maravillarnos! Como un enamorado, que ve a su amada en todo lo que vive y la extraña en cada momento. Así viviremos nosotros con Dios, sabiendo que, como rezaba el bueno de San Patricio, Él está presente a mi derecha, a mi izquierda, en cada persona que tengo delante. Y, de modo particular, en cada oración en la que voy a dialogar con Él.
Autor: P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.
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