Apóstol de la Santa Cruz
Primer discípulo en aproximarse a Cristo, predicó denodadamente la Cruz y atado a ella tuvo la gracia de confesar su fe
Plinio María Solimeo
El ilustre abad de Solesmes, en Francia, Dom Próspero Guéranger, comenta que normalmente la fiesta de san Andrés, el día 30 de noviembre, es celebrada el primer domingo del tiempo de Adviento, comienzo del nuevo año litúrgico. Y añade que si el año viejo se extingue con la cruz, el nuevo debe comenzar por ella: “Decimos esto, porque deben saber todos los fieles que san Andrés es el Apóstol de la Cruz. A Pedro dio Jesucristo la firmeza en la fe; a Juan, la ternura del Amor; Andrés es el encargado de representar la Cruz del divino Maestro. [...] Es la razón de que san Andrés, después de los dos apóstoles que acabamos de nombrar, sea objeto de una especial veneración en la Liturgia”.1
Relicario de san Andrés en la catedral de Amalfi
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Hay muy pocos datos en los Evangelios a respecto de san Andrés, como de la mayoría de los apóstoles. Sin embargo, el historiador y hagiógrafo jesuita, Pedro de Ribadeneyra, afirma que “el resto de su vida, predicación y martirio, lo sacamos de graves y santos autores, y especialmente de lo que los presbíteros y diáconos de la iglesia de Acaya (como testigos de vista) escribieron de su gloriosa muerte a todas las iglesias de la cristiandad”.2
Sin embargo, “la mayoría de los historiadores modernos consideran apócrifa la célebre carta de los sacerdotes y diáconos de Acaya, que refiere el martirio de san Andrés, y de la cual toma sus más bellos pasos el Oficio [litúrgico del santo] del 30 de noviembre. Pero todos admiten, que es un documento de la más alta antigüedad. Los protestantes la han rechazado principalmente porque en ella se encuentra una explícita profesión de fe en la realidad del Sacrificio de la Misa y del sacramento de la Eucaristía”.3
Sea como fuere, vamos a basarnos principalmente en los santos Evangelios y en la Tradición, citando esa fuente apenas de pasada.
Hijo de Jonás y María Salomé, hermano de san Pedro
San Andrés, hijo de Jonás y María Salomé, era un pescador originario de Betsaida, en las márgenes del Mar de Tiberíades o Lago de Genesaret, y vivía con san Pedro en la casa de la suegra de este (Mc 1, 29). Su ciudad, en Galilea, se hizo conocida por ser la cuna de los cuatro primeros apóstoles. Pero, sobre todo, por causa de la maldición que el divino Redentor del mundo fulminó contra ella, por su infidelidad a las gracias recibidas: “¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y Sidón se hubieran hecho los milagros en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, cubiertas de sayal y ceniza” (Mt 11, 21).
San Juan es quien narra el primer encuentro de dos de los futuros apóstoles con el Salvador. Estaba san Juan Bautista con dos de sus discípulos, Juan y Andrés, cuando pasó Jesús de Nazaret y les dijo: “Este es el Cordero de Dios”. Intuyendo que su maestro con eso los inducia a seguir a Jesús, los dos fueron atrás de Él. El Divino Maestro, se volvió y les preguntó: “¿Qué buscáis?”. Sin saber qué responder, ellos balbucearon: “Maestro, ¿dónde vives?”. Dijo Jesús: “Venid y veréis”. Andrés y Juan lo siguieron y pasaron la tarde con Él (Jn 1, 35-39).
Sobre esta familiaridad indeciblemente bendecida con el Hijo de Dios, exclama el gran Doctor de la Iglesia san Agustín: “¡Oh día dichoso! ¡Quién pudiera decirnos lo que en aquellas horas aprendió el afortunado discípulo!”4 A lo que añade un renombrado hagiógrafo: “La historia sagrada no nos declara los maravillosos efectos de la conversación que tuvieron con Él, que era la sabiduría del Padre; dejando a nuestra consideración, más que a nuestra noticia, el tesoro de gracias que bebieron en la fuente misma del que era la salvación de todo el mundo”.5
Pescadores, pero sobre todo apóstoles
“Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres” (Mt 4, 19). Llamada a Pedro y Andrés, Duccio di Buoninsegna, 1308 – National Gallery of Art, Washington.
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Es notable constatar como estos primeros discípulos, a pesar de su humilde profesión, tenían preocupaciones religiosas y eran, de cierto modo, bien instruidos en esa materia y muy apostólicos. Lo que hace suponer que eran al menos alfabetos y poseían una cultura religiosa no despreciable. Andrés tenía una naturaleza ardiente, unida a un corazón sencillo, y buscaba lealmente el reino de Dios. Por eso, la primera cosa que hizo al llegar a casa fue buscar a su hermano mayor, Pedro, y decirle: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1, 41). Si dijo que lo habían “encontrado”, es porque lo estaban buscando. Y si lo estaban buscando es porque conocían las Escrituras y ciertamente por san Juan Bautista, su maestro, sabían que la venida del Mesías estaba próxima. Andrés condujo a Pedro a Jesús. Al verlo, le dijo el Hijo de Dios: “Tú eres Simón, el hijo de Jonás; tú te llamarás Cefas [que se traduce: Pedro]” (Jn 1, 42). “Cefas” o “Kefas” es una palabra de origen arameo que significa “piedra”. Más tarde el Salvador dirá por qué motivo le dio ese nombre.
En otra circunstancia, narran los Evangelios que estando Pedro y Andrés pescando en el Mar de Galilea, Jesucristo pasó junto ellos y les dijo: “Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres” (Mt 4, 19). Ellos dejaron todo y lo siguieron definitivamente.
Más tarde, por ocasión de la primera multiplicación de los panes y de los peces, el Mesías preguntó si tenían algo de pan. Fue san Andrés quien informó que allí había un joven con cinco panes y dos peces. No obstante, demostrando una fe aún vacilante, añadió: “Pero ¿qué es eso para tantos?” (Jn 6, 9), como que dudando que Jesús pudiera multiplicarlos.
Cierto día, unos paganos griegos “que habían venido a celebrar la fiesta” de la Pascua, dijeron al apóstol Felipe que deseaban ver a Jesús. Felipe habló con Andrés, como a uno de los primeros y el más familiarizado con el Mesías. Los dos se lo comunicaron entonces a Jesús (Jn 12, 22).
Cuando Nuestro Señor, en vísperas de su Pasión, describió la futura ruina de Jerusalén y el fin del mundo, san Andrés fue uno de los apóstoles que más tarde preguntó particularmente al Mesías cuándo es que eso ocurriría (Mc 13, 3).
“Id y predicad a todas las gentes”
Comenta fray Justo Pérez de Urbel: “Durante tres años, Andrés recogió los secretos del corazón del Maestro, asistió a sus milagros, escuchó con avidez su doctrina, y fue testigo de su Pasión y muerte. De todos los Doce fue el primero en seguir a Jesús; y aquel primer entusiasmo no desmaya nunca, ni en los caminos de Galilea, ni en los silencios del desierto, ni ante los muros enemigos de Jerusalén. Oye con los demás apóstoles el mandato divino: «Id y predicad a todas las gentes» [Mc 16, 15]; y cuando llega la hora de lanzarse a través del mundo a predicar la buena nueva, deja para siempre su tierra y el lago inolvidable donde había brillado para él la luz de la verdad, y camina a través del mundo romano, enarbolando intrépidamente la antorcha divina”.6
Los restos mortales de san Andrés fueron llevados a Constantinopla en tiempos del emperador Constancio II y luego a Amalfi (foto), en la provincia de Nápoles.
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El padre Ribadeneyra dice que en la división del mundo entre los apóstoles, “a Andrés le cupo la provincia de Escitia, como lo dice Orígenes; y Sofronio añade, que no solamente predicó a los escitas, sino también a los sogdianos, a los sacas [indoescitas] y a los pueblos de Etiopía; y lo mismo dicen Doroteo y san Isidoro. El Martirologio Romano dice que predicó en la Tracia y en Escitia; y lo mismo dice Nicéforo, y que ilustró con la luz del Evangelio a Capadocia, Galacia y Bitinia hasta el mar Negro. San Gregorio Nacianceno afirma que se extendió hasta Epiro, que ahora llamamos Albania, y san Juan Crisóstomo que predicó a los griegos”.7
Por orden del gobernador romano Egeas, san Andrés murió crucificado en una cruz en forma de X, en Patras, capital de Acaya, alrededor del año 60 de nuestra era. Para que sufriera aún más, no lo clavaron en la cruz, sino que lo ataron con sogas, para que expirase lentamente.
San Bernardo, en un sermón, dice que “no se alteró el rostro del santo apóstol, como suele hacer la flaqueza humana, cuando vio la cruz, ni perdió la voz, ni tembló el cuerpo, ni se turbó el alma, ni perdió el juicio; antes el fuego de la caridad que ardía en su pecho echó llamas por la boca. [...] San Andrés era hombre semejante a nosotros y apacible; pero tenía tan gran sed de la cruz, y con un gozo jamás oído estaba tan regocijado, y como fuera de sí, que prorrumpió en aquellas palabras tan dulces y tan amorosas”,8 “que la Iglesia ha recogido en su liturgia: «¡Oh cruz amable, oh cruz ardientemente deseada y al fin tan dichosamente hallada! ¡Oh cruz que serviste de lecho a mi Señor y Maestro, recíbeme en tus brazos y llévame de en medio de los hombres para que por ti me reciba quien me redimió por ti y su amor me posea eternamente!»”.9
Según Dom Guéranger, sus restos mortales fueron trasportados a Constantinopla en la época del emperador Constancio, y luego a Amalfi, en la provincia de Nápoles. Su cabeza, llevada a Roma en el pontificado de Pío II, fue colocada en la Basílica de San Pedro.10
Notas.-
1. Dom Próspero Guéranger OSB, El Año Litúrgico, Editorial Aldecoa, Burgos 1954, t. I, p. 513-514.
2. Pedro de Ribadeneyra SJ, Flos Sanctorum, in La Leyenda de Oro, L. González y Cía. Editores, Barcelona 1897, t. IV, p. 435.
3. Guéranger, op. cit., p. 514, nota 1.
4. Cf. Fray Justo Pérez de Urbel OSB, Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid 1945, t. IV, p. 436.
5. Juan Croisset SJ, Año Cristiano, Saturnino Calleja, Madrid 1901, t. IV, p. 688.
6. Pérez de Urbel, op. cit., p. 438.
7. Ribadeneyra, op. cit. p. 435.
8. Id., p. 437.
9. Pérez de Urbel, op. cit., p. 439.
10. Guéranger, op. cit., p. 516.
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