viernes, 27 de julio de 2018

«SEÑOR, ENSÉÑANOS A ORAR» - LA ORACIÓN HA DE SALIR DE UN CORAZÓN HUMILDE





«SEÑOR, ENSÉÑANOS A ORAR»
Benedicto XVI, Ángelus del 25 de julio de 2010

Queridos hermanos y hermanas:

El Evangelio de este domingo [Lc 11,1-13] nos presenta a Jesús recogido en oración, un poco apartado de sus discípulos. Cuando concluyó, uno de ellos le dijo: «Señor, enséñanos a orar». Jesús no puso objeciones, ni habló de fórmulas extrañas o esotéricas, sino que, con mucha sencillez, dijo: «Cuando oréis, decid: "Padre..."», y enseñó el Padrenuestro, sacándolo de su propia oración, con la que se dirigía a Dios, su Padre. San Lucas nos transmite el Padrenuestro en una forma más breve respecto a la del Evangelio de san Mateo, que ha entrado en el uso común. Estamos ante las primeras palabras de la Sagrada Escritura que aprendemos desde niños. Se imprimen en la memoria, plasman nuestra vida, nos acompañan hasta el último aliento. Desvelan que «no somos plenamente hijos de Dios, sino que hemos de llegar a serlo más y más mediante nuestra comunión cada vez más profunda con Cristo. Ser hijos equivale a seguir a Jesús» (Benedicto XVI).


Esta oración recoge y expresa también las necesidades humanas materiales y espirituales: «Danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados». Y precisamente a causa de las necesidades y de las dificultades de cada día, Jesús exhorta con fuerza: «Yo os digo: pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá». No se trata de pedir para satisfacer los propios deseos, sino más bien para mantener despierta la amistad con Dios, quien -sigue diciendo el Evangelio- «dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan».

Lo experimentaron los antiguos «padres del desierto» y los contemplativos de todos los tiempos, que llegaron a ser, por razón de la oración, amigos de Dios, como Abrahán, que imploró al Señor librar a los pocos justos del exterminio de la ciudad de Sodoma. Santa Teresa de Ávila invitaba a sus hermanas de comunidad diciendo: «Debemos suplicar a Dios que nos libre de estos peligros para siempre y nos preserve de todo mal. Y aunque no sea nuestro deseo con perfección, esforcémonos por pedir la petición. ¿Qué nos cuesta pedir mucho, pues pedimos al Todopoderoso?». Cada vez que rezamos el Padrenuestro, nuestra voz se entrelaza con la de la Iglesia, porque quien ora jamás está solo. «Todos los fieles deberán buscar y podrán encontrar el propio camino, el propio modo de hacer oración, en la variedad y riqueza de la oración cristiana, enseñada por la Iglesia... cada uno se dejará conducir... por el Espíritu Santo, que lo guía, a través de Cristo, al Padre» (Congregación para la doctrina de la fe, 15-X-1989).

Que la Virgen María nos ayude a redescubrir la belleza y la profundidad de la oración cristiana.

[Después del Ángelus] Al enseñar a sus discípulos a orar, Jesús nos revela quién es su Padre y nuestro Padre, y abre nuestro corazón a nuestros hermanos y hermanas. Dejémonos alcanzar por el soplo del Espíritu Santo, quien hace de nosotros verdaderos orantes.

Como los discípulos en el Evangelio de este domingo, muchas personas también se preguntan: «Orar, ¿cómo se hace?». El propio Jesús fue un gran orante y, con el Padrenuestro nos enseñó sobre todo que Dios es un Padre que nos ama, que escucha nuestras plegarias y que quiere lo mejor para nosotros. Si interiorizamos esto, nuestra oración se hace viva y vigorosa.

En el Evangelio de este día, Jesús afirma: «Cuando oréis, decid: Padre, sea santificado tu nombre». De esta forma, él nos enseña la oración, que es expresión de nuestra adoración y de nuestra gratitud, así como de la piedad y de nuestras súplicas dirigidas al Creador de todo bien. En ella se manifiesta nuestra fe y nuestra confianza en la Divina Providencia. Acordémonos de la oración, tanto en nuestro trabajo diario como en los momentos de descanso de nuestras vacaciones

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LA ORACIÓN HA DE SALIR DE UN CORAZÓN HUMILDE
San Cipriano, Tratado sobre el Padrenuestro (Caps. 4-6)

Las palabras del que ora han de ser mesuradas y llenas de sosiego y respeto. Pensemos que estamos en la presencia de Dios. Debemos agradar a Dios con la actitud corporal y con la moderación de nuestra voz. Porque, así como es propio del falto de educación hablar a gritos, así, por el contrario, es propio del hombre respetuoso orar con un tono de voz moderado. El Señor, cuando nos adoctrina acerca de la oración, nos manda hacerla en secreto, en lugares escondidos y apartados, en nuestro mismo aposento, lo cual concuerda con nuestra fe, cuando nos enseña que Dios está presente en todas partes, que nos oye y nos ve a todos y que, con la plenitud de su majestad, penetra incluso los lugares más ocultos, tal como está escrito: ¿Soy yo Dios sólo de cerca, y no Dios de lejos? Porque uno se esconda en su escondrijo, ¿no lo voy a ver yo? ¿No lleno yo el cielo y la tierra? Y también: En todo lugar los ojos de Dios están vigilando a malos y buenos.

Y, cuando nos reunimos con los hermanos para celebrar los sagrados misterios, presididos por el sacerdote de Dios, no debemos olvidar este respeto y moderación ni ponernos a ventilar continuamente sin ton ni son nuestras peticiones, deshaciéndonos en un torrente de palabras, sino encomendarlas humildemente a Dios, ya que él escucha no las palabras, sino el corazón, ni hay que convencer a gritos a aquel que penetra nuestros pensamientos, como lo demuestran aquellas palabras suyas: ¿Por qué pensáis mal? Y en otro lugar: Así sabrán todas las Iglesias que yo soy el que escruta corazones y mentes.

De este modo oraba Ana, como leemos en el primer libro de Samuel, ya que ella no rogaba a Dios a gritos, sino de un modo silencioso y respetuoso, en lo escondido de su corazón. Su oración era oculta, pero manifiesta su fe; hablaba no con la boca, sino con el corazón, porque sabía que así el Señor la escuchaba, y, de este modo, consiguió lo que pedía, porque lo pedía con fe. Esto nos recuerda la Escritura, cuando dice: Hablaba para sí, y no se oía su voz, aunque movía los labios, y el Señor la escuchó. Leemos también en los salmos: Reflexionad en el silencio de vuestro lecho. Lo mismo nos sugiere y enseña el Espíritu Santo por boca de Jeremías, con aquellas palabras: Hay que adorarte en lo interior, Señor.

El que ora, hermanos muy amados, no debe ignorar cómo oraron el fariseo y el publicano en el templo. Este último, sin atreverse a levantar sus ojos al cielo, sin osar levantar sus manos, tanta era su humildad, se daba golpes de pecho y confesaba en su interior los pecados ocultos, implorando el auxilio de la divina misericordia, mientras que el fariseo oraba satisfecho de sí mismo; y fue justificado el publicano, porque, al orar, no puso la esperanza de la salvación en la convicción de su propia inocencia, ya que nadie es inocente, sino que oró confesando humildemente sus pecados, y aquel que perdona a los humildes escuchó su oración.

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