lunes, 30 de julio de 2018

IGNACIO, CONTEMPLATIVO EN LA ACCIÓN EXAMINAD SI LOS ESPÍRITUS PROVIENEN DE DIOS






IGNACIO, CONTEMPLATIVO EN LA ACCIÓN
Beato Juan Pablo II, Ángelus del día 28-VII-1991

1. Se acerca la fiesta de san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús. Echando una mirada al conjunto de la obra que llevó a cabo, podemos preguntarnos: ¿cuál fue el secreto de la extraordinaria influencia ejercida por este campeón de la Reforma católica? La respuesta no deja lugar a dudas: hay que buscar ese secreto en su profunda vida interior. Tenía la firme convicción de que el apóstol, todo apóstol, debe mantenerse íntimamente unido a Dios para «dejarse guiar por su mano divina» ( Constituciones, X).

Se atuvo constantemente a este primado de la vida interior, a pesar de los múltiples compromisos y de las diversas ocupaciones que llenaban sus jornadas. Fue, en verdad, «contemplativo en la acción» y así quiso que fueran los miembros de la orden que fundó. En resumidas cuentas, para él la contemplación fue siempre la condición indispensable de todo apostolado fructuoso.

2. La eficacia de esta unión con Dios, alimentada por la oración, está testimoniada por la fecundidad sobrenatural de la acción evangelizadora de los primeros jesuitas, formados en la escuela de Ignacio y a quienes él mismo envió a las diversas regiones de Europa, a Asia -hasta el extremo Oriente- y a las nuevas tierras de América.


Tanto los religiosos jesuitas como los cristianos más generosos y abiertos a la acción apostólica han de tener presente, con celo atento, este testimonio nobilísimo. La misión de difundir el Evangelio es compleja y exigente. Por eso, es necesario reafirmar que la urgencia de los compromisos apostólicos no debe llevarnos a olvidar la necesidad primaria de la oración y la contemplación. La Iglesia, hoy más que ayer, tiene necesidad de apóstoles que sepan ser, como san Ignacio, contemplativos en la acción.

A la Virgen María, que como verdadera contemplativa conservaba y meditaba en su corazón los misterios de su Hijo Jesús, le pedimos que alimente en nosotros el espíritu de oración, a fin de que nuestro testimonio cristiano sea creíble, convincente y, por tanto, espiritualmente fecundo.

Del Discurso del Santo Padre Benedicto XVI 
a los miembros de la Compañía de Jesús (22-IV-2006)

Queridos padres y hermanos de la Compañía de Jesús:

San Ignacio de Loyola fue, ante todo, un hombre de Dios, que en su vida puso en primer lugar a Dios, su mayor gloria y su mayor servicio; fue un hombre de profunda oración, que tenía su centro y su cumbre en la celebración eucarística diaria. De este modo, legó a sus seguidores una herencia espiritual valiosa, que no debe perderse ni olvidarse. Precisamente por ser un hombre de Dios, san Ignacio fue un fiel servidor de la Iglesia, en la que vio y veneró a la esposa del Señor y la madre de los cristianos. Y del deseo de servir a la Iglesia de la manera más útil y eficaz nació el voto de especial obediencia al Papa, que él mismo definió como «nuestro principio y principal fundamento» ( MI, Serie III, I, p. 162).

Que este carácter eclesial, tan específico de la Compañía de Jesús, siga estando presente en vuestras personas y en vuestra actividad apostólica, queridos jesuitas, para que podáis responder con fidelidad a las urgentes necesidades actuales de la Iglesia. Entre estas me parece importante señalar el compromiso cultural en los campos de la teología y la filosofía, ámbitos tradicionales de presencia apostólica de la Compañía de Jesús, así como el diálogo con la cultura moderna, la cual, si por una parte se enorgullece de sus admirables progresos en el campo científico, por otra sigue fuertemente marcada por el cientificismo positivista y materialista.

Ciertamente, el esfuerzo por promover en cordial colaboración con las demás realidades eclesiales una cultura inspirada en los valores del Evangelio requiere una intensa preparación espiritual y cultural. Precisamente por eso, san Ignacio quiso que los jóvenes jesuitas se formaran durante largos años en la vida espiritual y en los estudios. Conviene que esta tradición se mantenga y se refuerce, teniendo en cuenta también la creciente complejidad y amplitud de la cultura moderna.

Otra gran preocupación suya fue la educación cristiana y la formación cultural de los jóvenes: de ahí el impulso que dio a la institución de los «colegios», los cuales, después de su muerte, se difundieron por Europa y por todo el mundo. Continuad, queridos jesuitas, este importante apostolado, manteniendo inalterado el espíritu de vuestro fundador.

Al hablar de san Ignacio, no puedo por menos de recordar a san Francisco Javier: no sólo su historia se entrelazó durante largos años en París y Roma, sino también un único deseo -se podría decir una única pasión- los impulsó y sostuvo en sus vicisitudes humanas, por lo demás diferentes: la pasión de dar a Dios trino una gloria cada vez mayor y de trabajar por el anuncio del Evangelio de Cristo a los pueblos que no lo conocían.

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EXAMINAD SI LOS ESPÍRITUS PROVIENEN DE DIOS
De los hechos de san Ignacio de Loyola recibidos
por Luis Gonçalves de Cámara de labios del mismo santo (Cap 1,5-9)

Ignacio era muy aficionado a los llamados libros de caballerías, narraciones llenas de historias fabulosas e imaginarias. Cuando se sintió restablecido, pidió que le trajeran algunos de esos libros para entretenerse, pero no se halló en su casa ninguno; entonces le dieron para leer un libro llamado Vida de Cristo y otro que tenía por título Flos sanctórum, escritos en su lengua materna.

Con la frecuente lectura de estas obras, empezó a sentir algún interés por las cosas que en ellas se trataban. A intervalos volvía su pensamiento a lo que había leído en tiempos pasados y entretenía su imaginación con el recuerdo de las vanidades que habitualmente retenían su atención durante su vida anterior.

Pero, entretanto, iba actuando también la misericordia divina, inspirando en su ánimo otros pensamientos, además de los que suscitaba en su mente lo que acababa de leer. En efecto, al leer la vida de Jesucristo o de los santos, a veces se ponía a pensar y se preguntaba a sí mismo:

«¿Y si yo hiciera lo mismo que san Francisco o que santo Domingo?».

Y, así, su mente estaba siempre activa. Estos pensamientos duraban mucho tiempo, hasta que, distraído por cualquier motivo, volvía a pensar, también por largo tiempo, en las cosas vanas y mundanas. Esta sucesión de pensamientos duró bastante tiempo.

Pero había una diferencia; y es que, cuando pensaba en las cosas del mundo, ello le producía de momento un gran placer; pero cuando, hastiado, volvía a la realidad, se sentía triste y árido de espíritu; por el contrario, cuando pensaba en la posibilidad de imitar las austeridades de los santos, no sólo entonces experimentaba un intenso gozo, sino que además tales pensamientos lo dejaban lleno de alegría. De esta diferencia él no se daba cuenta ni le daba importancia, hasta que un día se le abrieron los ojos del alma y comenzó a admirarse de esta diferencia que experimentaba en sí mismo, que, mientras una clase de pensamientos lo dejaban triste, otros, en cambio, alegre. Y así fue como empezó a reflexionar seriamente en las cosas de Dios. Más tarde, cuando se dedicó a las prácticas espirituales, esta experiencia suya le ayudó mucho a comprender lo que sobre la discreción de espíritus enseñaría luego a los suyos.

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