domingo, 29 de julio de 2018

SENTIDO ACTUAL DEL AYUNO PENITENCIAL EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN





SENTIDO ACTUAL DEL AYUNO PENITENCIAL
De la catequesis del beato Juan Pablo II
en la audiencia general de miércoles 21 de marzo de 1979

He aquí brevemente la interpretación del ayuno hoy día.

La renuncia a las sensaciones, a los estímulos, a los placeres y también a la comida y bebida, no es un fin en sí misma. Debe ser, por así decirlo, allanar el camino para contenidos más profundos de los que «se alimenta» el hombre interior. Tal renuncia, tal mortificación debe servir para crear en el hombre las condiciones en orden a vivir los valores superiores, de los que está «hambriento» a su modo.

He aquí el significado «pleno» del ayuno en el lenguaje de hoy. Sin embargo, cuando leemos a los autores cristianos de la antigüedad o a los Padres de la Iglesia, encontramos en ellos la misma verdad, expresada frecuentemente con lenguaje tan «actual» que nos sorprende. Por ejemplo, dice San Pedro Crisólogo: «El ayuno es paz para el cuerpo, fuerza de las mentes, vigor de las almas», y más aún: «El ayuno es el timón de la vida humana y rige toda la nave de nuestro cuerpo». Y San Ambrosio responde así a las objeciones eventuales contra el ayuno: «La carne, por su condición mortal, tiene algunas concupiscencias propias: en sus relaciones con ella te está permitido el derecho de freno. Tu carne te está sometida (...): no seguir las solicitaciones de la carne hasta las cosas ilícitas, sino frenarlas un poco también por lo que respecta a las lícitas. En efecto, el que no se abstiene de ninguna cosa lícita, está muy cercano a las ilícitas». Incluso escritores que no pertenecen al cristianismo declaran la misma verdad. Esta verdad es de valor universal. Forma parte de la sabiduría universal de la vida.


Ahora ciertamente es más fácil para nosotros comprender por qué Cristo Señor y la Iglesia unen la llamada al ayuno con la penitencia, es decir, con la conversión. Para convertirnos a Dios es necesario descubrir en nosotros mismos lo que nos vuelve sensibles a cuanto pertenece a Dios, por lo tanto: los contenidos espirituales, los valores superiores que hablan a nuestro entendimiento, a nuestra conciencia, a nuestro «corazón» (según el lenguaje bíblico). Para abrirse a estos contenidos espirituales, a estos valores, es necesario desprenderse de cuanto sirve sólo al consumo, a la satisfacción de los sentidos. En la apertura de nuestra personalidad humana a Dios, el ayuno -entendido tanto en el modo «tradicional» como en el «actual»-, debe ir junto con la oración, porque ella nos dirige directamente hacia Él.

Por otra parte, el ayuno, esto es, la mortificación de los sentidos, el dominio del cuerpo, confieren a la oración una eficacia mayor, que el hombre descubre en sí mismo. Efectivamente, descubre que es «diverso», que es más «dueño de sí mismo», que ha llegado a ser interiormente libre. Y se da cuenta de ello en cuanto la conversión y el encuentro con Dios, a través de la oración, fructifican en él.

Resulta claro de estas reflexiones nuestras de hoy que el ayuno no es sólo el «residuo» de una práctica religiosa de los siglos pasados, sino que es también indispensable al hombre de hoy, a los cristianos de nuestro tiempo. Es necesario reflexionar profundamente sobre este tema.

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EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN
Del Sermón 148 de san Pedro Crisólogo

El hecho de que una virgen conciba y continúe siendo virgen en el parto y después del parto es algo totalmente insólito y milagroso; es algo que la razón no se explica sin una intervención especial del poder de Dios; es obra del Creador, no de la naturaleza; se trata de un caso único, que se sale de lo corriente; es cosa divina, no humana. El nacimiento de Cristo no fue un efecto necesario de la naturaleza, sino obra del poder de Dios; fue la prueba visible del amor divino, la restauración de la humanidad caída. El mismo que, sin nacer, había hecho al hombre del barro intacto tomó, al nacer, la naturaleza humana de un cuerpo también intacto; la mano que se dignó coger barro para plasmarnos también se dignó tomar carne humana para salvarnos. Por tanto, el hecho de que el Creador esté en su criatura, de que Dios esté en la carne, es un honor para la criatura, sin que ello signifique afrenta alguna para el Creador.

Hombre, ¿por qué te consideras tan vil, tú que tanto vales a los ojos de Dios? ¿Por qué te deshonras de tal modo, tú que has sido tan honrado por Dios? ¿Por qué te preguntas tanto de dónde has sido hecho, y no te preocupas de para qué has sido hecho? ¿Por ventura todo este mundo que ves con tus ojos no ha sido hecho precisamente para que sea tu morada? Para ti ha sido creada esta luz que aparta las tinieblas que te rodean; para ti ha sido establecida la ordenada sucesión de días y noches; para ti el cielo ha sido iluminado con este variado fulgor del sol, de la luna, de las estrellas; para ti la tierra ha sido adornada con flores, árboles y frutos; para ti ha sido creada la admirable multitud de seres vivos que pueblan el aire, la tierra y el agua, para que una triste soledad no ensombreciera el gozo del mundo que empezaba.

Y el Creador encuentra el modo de acrecentar aún más tu dignidad: pone en ti su imagen, para que de este modo hubiera en la tierra una imagen visible de su Hacedor invisible y para que hicieras en el mundo sus veces, a fin de que un dominio tan vasto no quedara privado de alguien que representara a su Señor. Más aún, Dios, por su clemencia, tomó en sí lo que en ti había hecho por sí y quiso ser visto realmente en el hombre, en el que antes sólo había podido ser contemplado en imagen; y concedió al hombre ser en verdad lo que antes había sido solamente en semejanza.

Nace, pues, Cristo para restaurar con su nacimiento la naturaleza corrompida; se hace niño y consiente ser alimentado, recorre las diversas edades para instaurar la única edad perfecta, permanente, la que él mismo había hecho; carga sobre sí al hombre para que no vuelva a caer; lo había hecho terreno, y ahora lo hace celeste; le había dado un principio de vida humana, ahora le comunica una vida espiritual y divina. De este modo lo traslada a la esfera de lo divino, para que desaparezca todo lo que había en él de pecado, de muerte, de fatiga, de sufrimiento, de meramente terreno; todo ello por el don y la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina con el Padre en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios, ahora y siempre y por los siglos inmortales. Amén.

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