sábado, 21 de julio de 2018

REAVIVAR NUESTRA FE EN LOS SACERDOTES (I)



REAVIVAR NUESTRA FE EN LOS SACERDOTES (I)
Carta del Ministro y del Definitorio General OFM
para la Fiesta de san Francisco de 2010

Con el Pobrecillo de Asís y en sintonía con la Iglesia queremos profundizar desde la fe en el ministerio sacerdotal, «que no es un simple "oficio", sino un sacramento». Precisamente por esto se trata de una realidad bella y grande, confiada a hombres escogidos «de entre los hombres y constituidos en favor de la gente» y que muestra, sobre todo, la «audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar. Esta audacia de Dios es realmente la grandeza que se oculta en la palabra "sacerdocio"» (Benedicto XVI).

Hace ocho siglos, Francisco confesaba explícitamente, en el Testamento, su fe convencida en los sacerdotes, incluso «en los pobrecillos sacerdotes»; fe que nosotros estamos llamados a vivir hoy, redescubriendo el significado del ministerio sacerdotal para nuestra vida y misión.


Para Francisco, el sacerdocio debe ser visto, antes que todo, en relación «con el santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo» y con las «santas palabras de nuestro Señor Jesucristo, que los clérigos dicen, anuncian y administran». Esto significa concretamente que es a través del ministerio apostólico, del cual participan los sacerdotes, como recibimos el anuncio del Evangelio y los sacramentos de la salvación, a saber, el bautismo, la eucaristía y el perdón de los pecados, que nos hacen verdaderos hijos de Dios y nos constituyen en miembros del Cuerpo de Cristo. Se entiende mejor, entonces, por qué Francisco siempre deseaba «recurrir a los sacerdotes», a lo que añadía: «Y no quiero tomar en consideración su pecado, porque veo en ellos al Hijo de Dios y son mis señores» (Test 6-9).

En la situación actual de la Iglesia es de fundamental importancia llegar a las raíces de esta realidad de la cual habla Francisco. Él nos ilumina para saber cómo comportarnos, en nuestra existencia concreta de creyentes, respecto a los sacerdotes y, si somos sacerdotes, respecto a nuestro ministerio. «Comprender de nuevo la grandeza y la belleza del ministerio sacerdotal» quiere decir aceptar al mismo tiempo, con realismo y humildad, que esta grandeza y esta belleza están contenidas «en vasijas de barro», sin escandalizarse o, peor aún, separarse de la Iglesia que, a través del ministerio de los sacerdotes, nos permite tener pleno acceso a Jesús y su salvación.

Francisco habló en diversas ocasiones de los sacerdotes y de las actitudes que se deberían tener para con ellos. La Fraternidad que poco a poco se fue formando en torno a él comprendía tanto clérigos como laicos. Hacia el final de su vida, cuando los hermanos sacerdotes eran más numerosos, dedicó a los «hermanos sacerdotes, los que son y serán y desean ser sacerdotes del Altísimo», una parte considerable de su Carta a toda la Orden.

La parte central del mensaje dedicado a los sacerdotes, se refiere a la celebración de la Eucaristía. Francisco les recuerda que deben acercarse a este sacramento «puros», y también que ofrezcan «con reverencia, el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, y háganlo con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como queriendo agradar a los hombres; sino que toda la voluntad, en cuanto es posible con la ayuda de la gracia, se dirija a Dios, deseando agradar al solo sumo Señor». Esta acumulación repetitiva de cosas por hacer y por evitar denota en Francisco una cierta inquietud, porque existe la posibilidad de que las cosas pudieran ir diversamente. Nos parece que esta preocupación no sólo se aplica al pasado. Las severas advertencias y las amenazas que siguen, tomadas de la Carta a los Hebreos, demuestran la seriedad con la que Francisco se pone delante de la Eucaristía y la Palabra de Dios.

Todo ello, sin embargo, contribuye a destacar la grandeza incomparable -la dignidad- del sacerdocio. Con un realismo paradójico, Francisco habla del hermano sacerdote como de alguien que «toca con las manos, toma en el corazón y con la boca, y da a los demás para tomar no a quien ha de morir, sino a quien ha de vivir eternamente y es glorificado y a quien los ángeles desean contemplar». Osa, incluso, comparar al sacerdote con María que ha llevado a Cristo en su seno, con Juan Bautista que tembló al tocar la cabeza de Jesús, con la tumba donde yació su cuerpo. Aquí está el sentido profundo del ministerio que Dios ha conferido a los sacerdotes y por lo que se les debe amor, reverencia y honor.

Lo que sigue del texto nos conduce a una profundización mayor: la revelación de la humanidad de Dios a través de la Eucaristía. La descripción muy realista -carne y sangre, mano que toca y distribuye, boca que come- se abre a un último y estupendo misterio: Dios que se humilla en la Eucaristía, como lo hizo en el momento de la encarnación, dejando el seno glorioso del Padre para asumir la fragilidad de la condición humana (1 Adm 17-18). El hacerse carne ya manifestaba el abajamiento de Dios, su kénosis; en la Eucaristía, esta realidad va todavía más allá: ni siquiera asume un cuerpo humano, sino que se hace presente bajo el signo del pan, una simple cosa cotidiana. «Mirad, hermanos, la humildad de Dios -exclama Francisco- y derramad ante él vuestros corazones; humillaos también vosotros, para ser enaltecidos por él. Por consiguiente, nada de vosotros retengáis para vosotros mismos, para que enteros os reciba el que todo entero se os entrega» (CtaO 28-29). La humildad de Dios manifestada en la Eucaristía es presentada por Francisco como base y fundamento de la vocación evangélica a la que hemos sido llamados.

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