lunes, 23 de julio de 2018

LA GUERRA, MATANZA INÚTIL - CON LA PACIENCIA AUMENTA LA HUMILDAD




LA GUERRA, MATANZA INÚTIL
Benedicto XVI, Ángelus del 22-VII-2007, en Lorenzago di Cadore

Queridos hermanos y hermanas:

En estos días de descanso que, gracias a Dios, estoy pasando aquí, en Cadore, siento aún más intensamente el impacto doloroso de las noticias que me llegan sobre los enfrentamientos sangrientos y los episodios de violencia que se están produciendo en muchas partes del mundo. Esto me induce a reflexionar hoy una vez más sobre el drama de la libertad humana en el mundo.

La belleza de la naturaleza nos recuerda que Dios nos ha encomendado la misión de «labrar y cuidar» este «jardín» que es la tierra (cf. Gén 2,8-17). Veo cómo de verdad cultiváis y cuidáis este hermoso jardín de Dios, un verdadero paraíso. Cuando los hombres viven en paz con Dios y entre sí, la tierra se asemeja verdaderamente a un «paraíso». Por desgracia, el pecado arruina continuamente este proyecto divino, engendrando divisiones e introduciendo la muerte en el mundo. Así sucede que los hombres ceden a las tentaciones del maligno y se hacen la guerra unos a otros. La consecuencia es que, en este estupendo «jardín», que es el mundo, se abren espacios de «infierno». En medio de esta belleza no debemos olvidar las situaciones en las que se encuentran a veces muchos hermanos y hermanas nuestros.


La guerra, con su estela de lutos y destrucciones, desde siempre se considera con razón una calamidad que contradice el proyecto de Dios, el cual ha creado todo para la existencia y, en particular, quiere hacer del género humano una familia. En este momento no puedo por menos de remontarme con el pensamiento a una fecha significativa: el 1 de agosto de 1917, hace exactamente 90 años, mi venerado predecesor el Papa Benedicto XV dirigió su celebre «Nota a las potencias beligerantes», solicitándoles que pusieran fin a la primera guerra mundial (cf. AAS 9 [1917] 417-420).

Mientras se desarrollaba aquel terrible conflicto, el Papa tuvo la valentía de afirmar que se trataba de una «matanza inútil». Esta expresión ha quedado grabada en la historia. Se justificaba en la situación concreta de aquel verano de 1917, especialmente en este frente véneto. Pero las palabras «matanza inútil» encierran también un valor más amplio, profético, y se pueden aplicar a muchos otros conflictos que han segado innumerables vidas humanas.

Precisamente las tierras donde nos encontramos, que de por sí hablan de paz, de armonía, de la bondad del Creador, fueron escenario de la primera guerra mundial, como aún evocan tantos testimonios y algunos conmovedores cantos de los alpinos. No hay que olvidar esos acontecimientos. Es necesario aprender de las experiencias negativas, que por desgracia vivieron nuestros padres, para no repetirlas.

La «Nota» del Papa Benedicto XV no se limitaba a condenar la guerra; indicaba, en un plano jurídico, los caminos para construir una paz justa y duradera: la fuerza moral del derecho, el desarme equilibrado y controlado, el arbitraje en las controversias, la libertad de los mares, la condonación recíproca de los gastos bélicos, la restitución de los territorios ocupados y negociaciones justas para dirimir las cuestiones.

La propuesta de la Santa Sede se orientaba al futuro de Europa y del mundo, según un proyecto de inspiración cristiana, pero que todos pueden compartir, porque se funda en el derecho de gentes. Es la misma línea que siguieron los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II en sus memorables discursos a la Asamblea de las Naciones Unidas, repitiendo, en nombre de la Iglesia: «¡Nunca más la guerra!». Desde este lugar de paz, en el que se sienten más vivamente aún como inaceptables los horrores de las «matanzas inútiles», renuevo el llamamiento a emprender con tenacidad el camino del derecho, a rechazar con determinación la carrera de armamentos y, más en general, a evitar la tentación de afrontar situaciones nuevas con sistemas antiguos.

Con estos pensamientos en el corazón, y deseando que esta tierra sea siempre, como es actualmente, gracias a Dios, una tierra de paz y de hospitalidad, elevemos ahora una oración especial por la paz en el mundo, encomendándola a María santísima, Reina de la paz.

* * *

CON LA PACIENCIA AUMENTA LA HUMILDAD
De la Vida perfecta para religiosas, de san Buenaventura

Aprended, oh vírgenes consagradas, a tener espíritu humilde, andar humilde, sentidos humildes, hábito humilde, porque solamente la humildad es la que aplaca la ira, la que halla la gracia de Dios. Cuanto eres mayor, más te has de humillar en todas las cosas, se dice en el Eclesiástico, y hallarás gracia delante de Dios. De este modo halló gracia delante del Señor la Virgen María, como ella misma lo asegura diciendo: Miró la humildad de su esclava. Y no es de maravillar esto, porque la humildad prepara lugar a la caridad y vacía el alma de vanidad. Por esto dice san Agustín: «Cuanto más vacíos estamos de la hinchazón de la soberbia, tanto más llenos estamos de caridad». Pues al modo que el agua confluye a los valles, así la gracia del Espíritu Santo baja a los humildes; y así como el agua fluye con más fuerza cuanto mayor es la pendiente, así el que procede con un corazón totalmente humillado se acerca más al Señor para conseguir su gracia. Por cuya razón dice el Eclesiástico: La oración del que se humilla traspasará las nubes y no parará hasta que llegue al Altísimo, porque el Señor hará la voluntad de los que le temen y escuchará su oración.

Por lo tanto, sed humildes, oh siervas de Dios, oh esclavas de Cristo. Sed humildes, de manera que no permitáis nunca que reine la soberbia en vuestros corazones, pues tuvisteis un maestro humilde, a saber, nuestro Señor Jesucristo, y una humilde maestra, la Virgen María, Reina de todos. Sed humildes, pues tuvisteis un padre humilde, el bienaventurado Francisco, y una madre humilde, la bienaventurada Clara, ejemplar de humildad. Pero habéis de ser humildes de tal forma, que la paciencia sea la prueba de vuestra humildad. Pues la virtud de la humildad se perfecciona con la paciencia. Lo que confirma san Agustín diciendo: «Es cosa fácil ponerse el velo a la cara, usar hábitos viles y despreciables, caminar con la cabeza baja; mas la paciencia es la que manifiesta al verdadero humilde», según aquello del Eclesiástico: En tu humildad ten paciencia.

Pero, ¡ay!, lo digo con pena: somos muchos los que queremos ensoberbecernos en el claustro, cuando no fuimos en el mundo más que personas humildes. Por cuyo motivo san Bernardo dice: «Veo con mucho sentimiento que algunos, después de haber despreciado la pompa del siglo, más bien aprenden la soberbia en la escuela de la humildad, y que bajo las alas del manso y humilde maestro se insolentan más gravemente y se hacen más impacientes que si estuvieran en el siglo; y lo que es peor, muchos sufren ser tenidos como despreciables en la casa de Dios, cuando en la suya no pudieron ser más que despreciables».

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