domingo, 15 de julio de 2018

Capítulo IX MENORES Y AL SERVICIO DE TODOS La minoridad franciscana



TEMAS BÁSICOS DE ESPIRITUALIDAD FRANCISCANA

por Julio Micó, o.f.m.cap.

Capítulo IX
MENORES Y AL SERVICIO DE TODOS
La minoridad franciscana

El descubrimiento del Jesús pobre como clave de un seguimiento radical y absoluto del Evangelio, llevó a Francisco a la profundización, hasta las propias raíces personales, de su pobreza como hombre. Su condición de criatura le enfrentaba con el hecho incuestionable de ser relacional. Había salido de las manos de Dios y toda su vida se apoyaba, quisiera o no, en esa gran preocupación divina que se espesa y concreta en lo que llamemos Providencia. Incluso el inmenso corazón de Dios le estaba aguardando, después de haberlo acompañado por el camino de la vida, para que descansara junto a Él y pudiera participar, ya de una forma definitiva, en el único ejercicio de la alabanza y el amor.

Aceptarse como don suponía también aceptarse como pobre; sobre todo después que Jesús, rico por ser Dios, se rebajase hasta empobrecerse, tomando nuestra condición humana y sirviéndonos de guía para que le siguiéramos por el camino del Evangelio a la meta de su realización y la nuestra: el Padre que nos ama.

Pero la pobreza de Jesús no se limitó a ir escaso de cosas para poder permanecer abierto al amor del Padre y disponible a su voluntad. Jesús es el pobre humillado que asume su condición de siervo para liberarnos a los demás de la propia servidumbre. Por eso Francisco vivirá también su pobreza desde la humildad que proporciona el saberse puro regalo del amor de Dios y, por tanto, no encontrar motivos donde apoyar sus derechos sino en la debilidad y el servicio.

La minoridad es una de esas palabras poco inteligibles, debido a su inusualidad dentro del lenguaje común. Incluso el vocablo "menor", más conocido y de mayor utilización, es empleado casi exclusivamente en términos cuantitativos, dejando su faceta espiritual para unos pocos iniciados en el franciscanismo. Además, existe una dificultad añadida y es que, aun dentro de la familia franciscana, la minoridad es un valor que se cotiza poco, quedando en una mera retórica literaria -y ésta escasa, a la vista de la poca bibliografía sobre el tema-, sin impregnar ni las actitudes ni las estructuras de los que nos decimos seguidores de Francisco.

Sin embargo, dentro del calidoscopio de valores que configura el carisma de Francisco, la minoridad es determinante, por cuanto que colorea a todos los demás, haciéndolos franciscanos. Si hubiera que nombrar el valor original que identifica al Movimiento franciscano, sin lugar a dudas habría que pronunciar esta palabra: Minoridad.

A pesar de su importancia, la percepción y definición de la minoridad sigue siendo dificultosa, porque no tiene unos límites concretos, sino que su contorno se difumina hasta mezclarse con la pobreza de espíritu, la humildad, la sencillez, el servicio, etc. No obstante, hay que intentar acercarse a ella, porque de su conocimiento y asimilación depende el que retomemos un franciscanismo original que nos devuelva la frescura del Evangelio.

Celano, con su habitual juego de palabras para resaltar algo que le interesa, en este caso la Porciúncula, nos ofrece unos rasgos de Francisco que lo dibujan a la perfección: «Pequeño de talla, humilde de alma, menor por profesión» (2 Cel 18). No se puede decir más con menos palabras.

Francisco se consideró menor y se puso al servicio de todos, no porque tuviera una baja autoestima, sino porque percibió que la actitud de las bienaventuranzas es fundamental a la hora del seguimiento, ya que Jesús, además de anunciarla como actitud clave en la comprensión del Reino, la vivió con todas sus consecuencias.


La Fraternidad primitiva adoptó la minoridad, después de un proceso de clarificación, como valor identificativo del grupo. Desde el presentarse como Penitentes de Asís, pasando por Pobres menores, hasta llegar al definitivo Hermanos Menores, debió de pasar un cierto tiempo. La noticia más fiable que tenemos nos la da Jacobo de Vitry en una carta de 1216, en la que confía a sus amigos la grata impresión que le había causado el «ver que muchos seglares ricos de ambos sexos huían del siglo, abandonándolo todo por Cristo. Les llamaban Hermanos y Hermanas Menores» (BAC, p. 963).

El relato de Celano que refiere el momento en que Francisco impuso el nombre a la Orden, no puede ser remitido, sin más, a los orígenes. Es probable, como apunta el biógrafo, que al escuchar las palabras que se dicen en la Regla (1 R 7,1-2) a propósito del desempeño de responsabilidades en las casas donde se sirve, Francisco exclamara: «Quiero que esta Fraternidad se llame Orden de Hermanos Menores» (1 Cel 38); pero hay que tener en cuenta que este fragmento de la Regla no bulada, por su carácter prohibitivo, no puede ser de los primeros años, ya que supone una experiencia negativa que no conviene olvidar para no repetirla.

Lo cierto es que el nombre de Menores que Francisco tomó como título oficial de la Orden, es una expresión de la actitud evangélica que los hermanos deben adoptar en el seguimiento de Jesús. Pero este hecho incuestionable de que la minoridad franciscana hunde sus raíces en el Evangelio, no quita que el ambiente del tiempo orientara y sensibilizara a Francisco y su Fraternidad hacia determinadas formas de conducta con las que expresar su opción radical por el Evangelio, ya que éste puede adoptar distintas configuraciones según el lugar sociorreligioso desde el que se lea.


1. UNA SOCIEDAD DE MAYORES Y MENORES

La sociedad medieval en que le tocó vivir a Francisco, en concreto Asís y sus alrededores, despertaba con euforia de una situación de inconsciencia y servilismo que le empujaba a autoafirmarse y hacerse respetar, costara lo que costara, ya que de ello dependía su identidad e, incluso, su propia supervivencia. La visión jerarquizada en clases sociales que había heredado del pasado le condicionaba a la hora de comprender la realidad, puesto que no podía hacerlo sino a partir de unos esquemas determinados.

Los términos mayor y menor forman parte de una terminología con amplia tradición y difusión. Basta hojear cualquier manual de la historia del derecho italiano para ver que los hombres libres de la ciudad se dividían en mayores, medianos y menores. Los ejemplos aparecen ya a finales del siglo X, y, tal vez por comodidad, tiende a desaparecer el término mediano, para dejarlo en un simple bipolarismo: mayores y menores. El contenido real de estas clases sociales difiere según lugares y tiempos. Así, en Alba, en un documento de 1259, mayor era quien tenía un patrimonio de al menos 300 libras, mediano quien lo tenía de entre 100 y 300 libras, y menor el que no llegaba a 100. Un poco más tarde y en el común rural de Anghiari, se llama mayores a los caballeros y a sus hijos, a los jueces y a los que suelen conservar los caballos en tiempo de guerra; menores, a los que van todos los días a trabajar al campo por algún tipo de remuneración; a todos los demás se les llama medianos. Se puede decir que mayores y menores eran fórmulas prácticas de organización que servían para todos los estamentos, tanto sociales y políticos como religiosos.

Acercándonos más a Asís, en un documento de 1178 se habla de «todo el pueblo y la ciudad espoletana, mayores y menores de la ciudad de Espoleto»; y siete años después, Federico I recibe bajo su protección «a todos los ciudadanos espoletanos, tanto mayores como menores». Son muchos los casos en los que estos dos términos designan la cualidad o composición de determinados organismos. Así había caballeros mayores y menores, cónsules mayores y menores; y en la misma Asís parece que en el siglo XII los canónigos de S. Rufino eran calificados de mayores, mientras que los de Sta. María eran menores. Incluso en los pactos que se hicieron en Asís para solucionar los problemas del hominitium o servicio a los señores feudales, las partes en conflicto vienen determinadas como mayores y menores.

ASÍS ENTRE LOS SIGLOS XII Y XIII

Aunque Italia pertenecía al Imperio Germano, los Emperadores no demostraron demasiado interés en hacer sentir su autoridad. Si bajaban alguna vez a Roma, era para hacerse coronar o para arreglar algún asunto con el Papa. Ante esta falta de vigilancia, los feudales, primero, y los Comunes, después, fueron acumulando poder a costa de los Emperadores. Federico I Barbarroja se dio cuenta de esa permisividad y trató de solucionarla imponiendo nobles alemanes que vigilaran las ciudades. En Asís, concretamente, y después de haber aplastado su rebelión enviando las tropas de Cristiano de Maguncia en 1174, puso en la Rocca o castillo a su pariente Conrado de Urslingen con el fin de asegurar el mantenimiento del orden y la fidelidad de los ciudadanos.

El resquemor acumulado por los asisienses ante esta ocupación estalló violentamente en 1198. La ocasión fue la salida de Asís de Conrado para hacer entrega del Condado de Espoleto a los legados pontificios de Inocencio III. Los asisienses asediaron la Rocca, arrasándola por completo. Después fueron cayendo, una a una, todas las fortalezas que los feudatarios tenían en la ciudad, así como sus castillos. Los señores feudales tuvieron que huir a Perusa, lo que motivó el aumento de la tensión que, desde siempre, había existido entre ambas ciudades, y desembocó en la batalla de Collestrada de 1202, en la que participó y fue hecho prisionero Francisco. Poco a poco fueron volviendo a Asís hasta el punto de que en 1203 firmaron un tratado de paz con los representantes del pueblo a fin de fortalecerlo ante las amenazas exteriores. No se debió de conseguir mucho cuando en 1210 se tuvo que volver a suscribir otro pacto entre mayores y menores, términos, como ya hemos dicho, muy usuales en la división de la sociedad no sólo para designar niveles sociales y religiosos sino, incluso, políticos.

Estos dos conceptos expresan realmente el contenido sociopolítico de las dos facciones en lucha por el poder. Mayor y menor son términos que expresan una relación jurídica y personal por la que unos dominan a los otros convirtiéndose en sus señores. Si se han aplicado estos términos tan generales a los dos grupos en lucha es porque, efectivamente, servían para expresar la realidad: los mayores tenían más poder que los menores. Pero esto no quiere decir que los mayores representaran a los señores, y los menores a los siervos. Se trataba, más bien, de dos grupos sociales, poderosos por distintos motivos, que aspiraban a organizar la ciudad según contrapuestas ideas políticas. Por eso hay que desechar la imagen de que se trataba de un levantamiento del pueblo bajo contra los nobles que los dominaban, porque la realidad es que lo único que intentaba el Común con la Carta franchitatis de 1210 era terminar con los servicios feudales que todavía prestaban algunos ciudadanos, cosa que repugnaba al sentido de libertad cívica, para poder servir todos libremente al Común.

Esta liberación de servicios, no obstante, afectaba a unos pocos, puesto que la mayoría formada por los rurales o gente del campo y los miserables de la ciudad no eran propiamente ciudadanos ni, por lo tanto, tuvieron acceso a esta liberación. Para hacernos una idea de lo que significaban estas masas de marginados hay que recurrir a otras fuentes, como las franciscanas, para comprender que la gente de baja condición y despreciada, los pobres y débiles, enfermos, leprosos y mendigos (1 R 9,2), no aparecen en los documentos oficiales porque, sencillamente, no formaban parte de ese grupo de menores que buscaba mayor poder en Asís.

Esta comprobación hace difícil relacionar estrechamente el origen del nombre Hermanos Menores con los menores de la ciudad, que representaban una fuerza política activa, mientras que la mayor parte de la población, y no digamos del campo, era demasiado mísera para poder ser menor. La minoridad franciscana, por tanto, tiene una raíz cultural que la remite a un contexto mucho más amplio que el de la situación sociopolítica de Asís o el mismo modelo evangélico de la pequeñez. Estas dos realidades, aunque aportan significado a la expresión minoridad, no agotan su contenido simbólico cultural, que va mucho más allá.


2. FRANCISCO, MENOR Y SIERVO

El sentido generalizado del término menor, en cuanto estaba en el ambiente su significación de relativo -el que está por debajo-, es el que predispuso a Francisco para que pudiera captar el verdadero sentido evangélico de la minoridad. Esta actitud menor, tan fundamental como compleja, representa el núcleo del Evangelio. De ahí que Jesús lo asumiera en su misión de anunciador de la Buena Noticia y lo considerara imprescindible para los que habían optado por la nueva dinámica del Reino.

A.- «SI NO OS HACÉIS COMO NIÑOS...»

La minoridad o la pequeñez viene propuesta por Mateo como un valor sin el cual es imposible entrar en el Reino. El cambio exigido para ser capaces de escuchar y comprender la Buena Noticia pasa por hacerse pequeño como el niño propuesto por Jesús (Mt 18,2-3). Pero en este ejemplo no todos los pequeños son iguales, sino que admiten grados.

a) En primer lugar están los pequeños, los menores, esto es, aquellos que ni son ni tienen nada, como el niño que Jesús pone como ejemplo. Son, en general, los pobres; todos los hombres y mujeres aplastados por la necesidad material; los marginados por la imposición social; los arrojados fuera de los ámbitos de encuentro entre los hombres.

Los últimos en la jerarquía social, los perdidos y aplastados de la vida, los leprosos, los hambrientos, los que nada pueden con sus fuerzas, son los primeros desde el punto de vista de las Bienaventuranzas. Desde el misterio de Jesús que se rebaja hasta hacerse uno de nosotros, ellos son los privilegiados, los verdaderos menores y, como tales, los capaces de entrar en el Reino. Francisco era consciente de que no pertenecía a esta clase de menores, pero que eran el ejemplo para asumir su propia minoridad. Por eso anima a los hermanos a que experimenten el gozo de convivir con estos marginados (1 R 9,2).

b) En un segundo lugar están los que se hacen niños, es decir, los que se humillan y se abajan, los que dejan su grandeza y se convierten voluntariamente en siervos. El proyecto menor de Francisco va en esta dirección. A los que son menores por naturaleza, su misma pequeñez les impide hacer esta opción. El proyecto franciscano es para aquellos que, pudiendo hacerse grandes, optan por el camino de la pequeñez y la minoridad para responder a la llamada de Jesús y testimoniar libremente el misterio de su Reino.

c) En tercer lugar se encuentran los que acogen a los niños y pequeños, es decir, los que hacen de la minoridad un signo del servicio y la acogida. En esto no hacen sino seguir las huellas de Jesús, que se hizo menor, pequeño, en medio de nosotros, y asumió en su camino a los que son realmente pequeños, es decir, a los necesitados. Esta minoridad opcional, por la que optó Francisco y los suyos, coloca a la Fraternidad en el grupo de servidores de Jesús que, a ejemplo suyo, tratan de servir a los demás, sobre todo a los pequeños.

B.- JESÚS, EL SIERVO

La figura de Jesús como Siervo es la raíz teológica de la minoridad servicial. La imagen del Dios humillado al hacerse hombre, que Pablo nos ofrece en el tremendo himno de la Carta a los Filipenses (Flp 2,6-11), Juan nos la da en el relato del lavatorio de los pies (Jn 13,1-17). En este mismo contexto de la Última Cena como expresión de la entrega total al servicio del Reino, Lucas refiere la disputa entre los discípulos por ver quién es el mayor. La propuesta de Jesús es contundente: el que sirve es siempre el menor, y «yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27).

Estas imágenes de Jesús como siervo, como empequeñecido para entregarse a los hombres, son la culminación de un largo camino donde el Mesías es propuesto como Siervo de Yahvé. En el poema del segundo Isaías se van desgranando las actitudes que acompañan la misión del Siervo, consagrado por entero a levantar a los abatidos y a llevar la luz a los ciegos, soportando las pruebas hasta ofrecerse voluntariamente en sacrificio por los demás (Is 42,1-7; 49,1-6; 50,4-9; 52,13-15; 53,1-12).

Teniendo como telón de fondo esta visión del Mesías, la escena del lavatorio de los pies recobra todo su significado. Como una parábola en acción nos revela lo fundamental de Jesús, su minoridad puesta al servicio de todos. Sin embargo, esta pequeñez servicial no deja de ser un resumen de toda su vida, muerte y posterior glorificación. Presentado en su mansedumbre y humildad de corazón (Mt 11,29), es el que anuncia la salvación a los pobres (Lc 4,18s), poniéndose al servicio de esta misión (Lc 22,27), hasta sus últimas consecuencias (Jn 13,1); por eso, es tratado como un malvado (Lc 22,37) y ajusticiado en la cruz (Mc 14,24); pero el Padre lo resucitará, sentándolo a su derecha (Lc 18,31ss). Por eso Jesús, el siervo de Dios, crucificado y resucitado, es la única fuente de salvación (Hch 4,10ss).

C.- «TODOS NOSOTROS, SIERVOS INÚTILES»

Francisco asimiló esta actitud cristológica del Siervo como la forma más adecuada del seguimiento evangélico de Jesús, hasta el punto de que, en las varias presentaciones que hace de sí mismo a través de sus Escritos, siempre se muestra como el «pequeño y siervo» (Test 41), «pequeño y despreciable» (CtaA 1), «hombre vil y caduco» (CtaO 3), «el menor de los siervos de Dios» (2CtaCus 1), «siervo y súbdito de cuantos habitan en el mundo entero» (2CtaF 1), «a los que se siente obligado a servir y a suministrar la palabra de Dios» (2CtaF 2).

Esta interiorización de la vida humillante y humillada de Jesús, que se expresa en la utilización del término siervo como signo de identidad, no conlleva una infravaloración o baja estima de sí mismo, lo cual más que un valor espiritual habría que colocarlo en el campo de lo psiquiátrico. El sentimiento de minoridad, para ser real, tiene que estar únicamente relacionado con Dios que, siendo mayor, se hizo menor por nosotros. A nivel de hermanos no es posible ser menores, porque esto implicaría admitir que en la Fraternidad hay clases, es decir, que también hay hermanos mayores, lo cual va contra la misma identidad del grupo fraterno.

a) «Todos vosotros sois hermanos»

La Fraternidad, por sí misma, es un grupo de iguales que no admite gradación en dignidad. El amor servicial, por ser recíproco, no rebaja a nadie a la condición de menor, de siervo. Por eso, Francisco, aunque se autocomprende como menor y siervo, y alienta a los demás -sobre todo a los frailes- a que adopten esta misma actitud, sólo utiliza una vez el término siervo (1 R 5,11) para referirse a las relaciones interpersonales de los frailes, prefiriendo en este caso el de hermano; esto quiere decir que es más bien la Fraternidad como tal, y no los sujetos, la que asume la responsabilidad del servicio a la sociedad y a la Iglesia, expresando el servicio interno de la Fraternidad con el término hermano, que en este caso conlleva también la minoridad (1 R 5,14s).

Expresar el servicio fraterno que configura al grupo con una palabra tan cargada de resonancias sociopolíticas como es la de siervo, hubiera sido reproducir el esquema de sociedad que precisamente se pretendía contestar en nombre del Evangelio, aportando un nuevo tipo de convivencia, la Fraternidad, donde todos sirven y son servidos desde la igualdad.

El peligro de romper este equilibrio evangélico era y es evidente. Aprovecharse de la situación y rodear de dignidad el puesto que uno tiene o el cargo que desempeña, sobre todo cuando esa supuesta dignidad encubre derechos que exigen obligaciones por parte de los demás, es una tentación que todos hemos tenido. De ahí que Francisco haga la única excepción cuando habla de los «ministros y siervos» a quienes les ha sido confiado el cuidado de los hermanos (1 R 4,6), es decir, la responsabilidad de que todos permanezcan abiertos a la voluntad de Dios (2CtaF 42). En este caso, los títulos de ministro y siervo no son simbólicos, sino que se ajustan a la más cruda realidad, puesto que los frailes pueden hablar y comportarse con ellos como los señores con sus siervos (2 R 10,5s), teniendo en cuenta que se está hablando de señores feudales. Las razones que ofrece Francisco para exigir tal actitud son que el Hijo del hombre no vino a ser servido sino a servir (1 R 4,6), y un ejemplo práctico de ello es la decisión de lavar los pies a sus discípulos (1 R 6,3s); por lo tanto, el que quiera ser mayor entre los hermanos tiene que convertirse en siervo (1 R 5,11).

Pero más allá, o más acá, de estos presupuestos teológicos está el hecho de nuestra predisposición a pervertir los cargos y puestos de responsabilidad utilizándolos en provecho propio. Pues para que no sea así, como hacen los príncipes de los pueblos y los mayores, Francisco hace acompañar este servicio de la autoridad con el nombre de ministros y siervos.

b) Los siervos de Dios

La poca utilización del término siervo para expresar las relaciones fraternas, además de esa intencionalidad igualitaria entre los hermanos, tiene otra más profunda que es, como ya se ha insinuado antes, la de indicar la soberanía de Dios.

Con un lenguaje tradicional en la ascética de la Edad Media, aplicado a los monjes, la mitad de las Admoniciones de san Francisco hablan del siervo de Dios para designar al hermano que ha comprendido la actuación soberana de Dios como única fuente del bien que nos da la existencia, nos acompaña y nos espera al final del camino. De ahí que nuestra actuación no sea estrictamente esencial a la hora de realizarse este proyecto salvador; somos siervos inútiles, no porque hagamos mal el trabajo encomendado, sino porque carecemos de protagonismo y, por lo tanto, se puede prescindir de nosotros sin que el proyecto se derrumbe.

El siervo no debe, ni siquiera, preocuparse de la resonancia de sus actos; más bien debe dejar a Dios el cuidado de darle a éstos valor de testimonio y eficacia. La función del siervo se reduce, pues, a dejar que Dios sea el protagonista de la salvación, contribuyendo con la oración y el trabajo a que Su voluntad se haga historia; y esto sin pretensión alguna de esgrimir derechos, sino desde una actitud de humilde sencillez. El siervo es el que ha optado por dedicarse completamente al servicio de Dios, haciendo de su vida una parábola del amor divino hacia los hombres.

D.- UNA FRATERNIDAD SIN PRETENSIONES

La imagen de Jesús como Siervo sufriente que acepta la cruz como forma solidaria de amor a los hombres, es la que está en la base de la actitud evangélica de Francisco y, por tanto, de la Fraternidad. La Fraternidad nace y vive, en un contexto social de ambición y poder, sin otra pretensión que caminar por el camino humillante, pero al fin glorioso, que recorrió Jesús, como única salida al cerco diabólico que aprisiona al hombre impidiéndole su apertura a Dios.

La Fraternidad primitiva se presenta como una opción evangélica que contrasta provocativamente con los valores sociales que se están viviendo. Su negativa a entrar, sin más, por los caminos que la sociedad de su tiempo estaba recorriendo, no se debe a esa inmadurez adolescente del que se opone porque sí. Son los valores fundamentales del Reino los que se le desvelan como una fuerza capaz, y sensata, de dar sentido a la vida e intentar organizar las relaciones humanas a partir de ellos. Por eso, su empeño en aceptar el Evangelio como forma de vida y ofrecerlo a los demás, sin ninguna pretensión proselitista, para que llenen también de sentido sus propias vidas.

Esta decisión de intentar un nuevo modo de vivir según el Evangelio les convierte, por contraste, en unos seres extraños, pero, a la vez, inconscientemente admirados. La cultura de cristiandad que bañaba toda la sociedad medieval, le hacía admirar a unos hombres que habían sido capaces de seguir a Jesús de forma consecuente; pero, al mismo tiempo, no podía consentir que lo hicieran de un modo tan provocativo. La Fraternidad franciscana, al tomar en serio el Evangelio, ponía en crisis a una sociedad que se proclamaba creyente, pero que hacía compatible su fe con los antivalores denunciados por Jesús.

E.- «ÉRAMOS INDOCTOS Y SUJETOS A TODOS»

La Iglesia, durante la Edad Media, prestó un indudable servicio a la cultura. Los monasterios y después las catedrales fueron los refugios donde se cobijó el saber para no ser arrasado por las invasiones del Norte. Pero la protección y utilización de este saber, además de ser un servicio, se convirtió también en poder, al estructurarse como ideología dominante y servir de capacitación para desempeñar funciones importantes, mantenedoras de la organización social, que indudablemente reportaban un cierto prestigio.

La cultura de la Iglesia, pues, no era solamente un medio de preparación para los cargos eclesiásticos, sino que todos los puestos claves del tejido social estaban ocupados por personas que le debían su capacitación cultural.

Dentro de este marco del saber como arma de doble filo -la conservación de la cultura y su utilización como medio ideológico de presión y poder- es donde hay que colocar el gesto de Francisco y los suyos de no adoptar la ciencia como vehículo de la evangelización, sino servirse de la cultura popular para comunicar su experiencia evangélica.

a) El no-saber

La voz de Francisco en su Testamento evocando los orígenes nos muestra lo provocativo de su opción al definirse como hombres sin formación y al servicio de todos (Test 19). Aunque realmente no era así, pues había en la primera Fraternidad algunos clérigos y gente con formación, el seguimiento humilde de Jesús les había llevado a la renuncia de su saber como medio de trabajo o apostolado, por cuanto suponía ciertas cotas de prestigio y poder.

Las experiencias negativas que se dejan traslucir en la Regla no bulada al hablar del trabajo y la predicación, son un ejemplo de que el afán de poder y dominio sigue agazapado en el fondo del hombre y, al menor descuido, se camufla incluso de servicio y celo por la causa del Reino. Por eso Francisco pone en alerta a los hermanos para que, «dondequiera que se encuentren sirviendo o trabajando en casa de otros, no sean mayordomos ni cancilleres, ni estén al frente en las casas en que sirven; ni acepten ningún oficio que engendre escándalo o cause perjuicio a su alma, sino sean menores y estén sujetos a todos los que se hallan en la misma casa» (1 R 7,1-2). La formación y honestidad de los menores los hacía apetecibles a los nuevos Comunes para que desempeñaran cargos de responsabilidad. La aceptación de tales cargos significaba cierto prestigio y la tentación de poder, peligros que hacían incoherente su opción menor y que representaban un perjuicio para su alma.

El otro peligro del saber era el que acechaba a los predicadores. Poseedores de una cultura teológica, corrían el peligro de ejercerla en provecho propio, aunque la enmascararan con el servicio de la predicación. Por eso les recomienda Francisco que se guarden «de toda soberbia y vanagloria, defendiéndose de la sabiduría de este mundo y de la prudencia de la carne, ya que el espíritu de la carne quiere y se esfuerza mucho por tener palabras, pero poco por tener obras... Y éstos son aquellos de quienes dice el Señor: "En verdad os digo, recibieron su recompensa". El espíritu del Señor, en cambio, quiere que la carne sea mortificada y despreciada, tenida por vil y abyecta. Y se afana por la humildad y la paciencia, y la pura y simple y verdadera paz del espíritu. Y siempre desea, más que nada, el temor divino y la divina sabiduría, y el divino amor del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (1 R 17,9-16).

El saber es, pues, para Francisco un valor ambiguo que debe ser utilizado de acuerdo con la propia opción menor de la Fraternidad. La Admonición 7 dibuja maravillosamente este doble efecto, de vida o muerte, que puede tener la ciencia para los frailes, sobre todo si son predicadores: «Son matados por la letra los que únicamente desean saber las solas palabras, para ser tenidos por más sabios entre los otros y poder adquirir grandes riquezas que legar a sus consanguíneos y amigos. También son matados por la letra los religiosos que no quieren seguir el espíritu de las divinas letras, sino prefieren saber sólo las palabras e interpretarlas para otros. Y son vivificados por el espíritu de las divinas letras quienes no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo se la restituyen al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 7,2-4).

b) El no-tener

La pobreza evangélica o, lo que es lo mismo, el no tener más que lo necesario para vivir la propia opción con dignidad, también es susceptible de ser vivida desde la minoridad. Los numerosos Movimientos pauperísticos que precedieron y acompañaron el itinerario espiritual de Francisco, no siempre supieron dejar de apropiarse la propia pobreza, utilizándola como arma contra los abusos, la mayoría de las veces reales, de una Iglesia poderosa y rica.

Francisco recuerda en su Testamento que en la primitiva Fraternidad los que se unían al grupo «daban primero a los pobres todo lo que podían tener, y se contentaban con una túnica, ceñida con una cuerda, y los calzones. Y no querían tener más» (Test 16s). La aceptación de esta pobreza voluntaria les permitía vivir con gozo la ausencia de comodidades, hasta el punto de que no necesitaban juzgar ni despreciar a quienes vestían ropa fina y de color, ni a los que comían y bebían exquisitamente, sino que cada uno tenía bastante con juzgarse y despreciarse a sí mismo (2 R 2,17).

En este sentido, la pobreza se convierte en una relativización de las cosas, poniéndolas en el lugar justo donde tienen y adquieren valor: el servicio al hombre para que crezca y se realice. Ni cuando abundan, convirtiéndose en riqueza, ni cuando faltan, haciéndose pobreza humillante, cumplen su función de medios humanos.

Por eso, Francisco no se enorgullece de su pobreza, sino que utiliza las cosas con sobriedad, dándoles -y animando a que les dieran los que tenían más que él- una función social como exigencia de solidaridad cristiana. Ser un pobre menor es, pues, para Francisco empeñarse en seguir la humildad y la pobreza de nuestro Señor Jesucristo, relativizando las cosas y permaneciendo contentos con lo justo para vivir con dignidad (1 R 9,1).

c) El no-poder

El instinto de dominio que todos llevamos dentro tiene que desenmascararse para poder ser controlado, ya que bajo capa de servicio solemos introducirlo en nuestras relaciones con los demás. La opción evangélica nos enseña y exige definir el servicio al Reino desde la perspectiva de Jesús. Éste es el motivo por el que Francisco insiste en que «ninguno de los hermanos tenga potestad o dominio, y menos entre ellos. Pues, como dice el Señor en el Evangelio, "los príncipes de los pueblos se enseñorean de ellos y los que son mayores ejercen el poder en ellos"; pero entre los hermanos no puede ser así; por tanto, el que quiera hacerse mayor entre ellos, sea su ministro y siervo, y el que es mayor entre ellos, hágase como el menor» (1 R 5,9-12).

La conveniencia de una autoridad en el grupo que animara y coordinara a los hermanos podía ser motivo para justificar el ejercicio del poder. De ahí que Francisco, siguiendo el Evangelio, proponga un tipo de autoridad cuyo único poder sea el servicio. La renuncia a la propia voluntad para cumplir confiadamente la voluntad de Dios, ponía a la Fraternidad, ministros y súbditos, en una situación de minoridad, donde la obediencia dejaba de ser una sujeción personal en la que cabía el abuso de poder, para convertirse en una apertura obediencial de todos al proyecto evangélico profesado. De este modo, las mediaciones de la autoridad, aunque necesarias, eran controladas por la práctica del discernimiento.

La obediencia, para Francisco, no es exclusiva del súbdito. Por cuanto es una forma coherente de mantenerse en la minoridad, hay que evitar el enquistamiento de la propia voluntad, tanto en superiores como en súbditos, para recorrer el camino siguiendo a Jesús. Ni los ministros pueden abusar de su autoridad, imponiendo algo que no sea el propio proyecto de la Fraternidad, ni los súbditos pueden atrincherarse en su propio querer, desconfiando de las propuestas razonables de los ministros (1 R 5,2-6).

F.- «NO SE APROPIEN DE NADA»

La actitud menor y evangélicamente provocativa de la primitiva Fraternidad se extiende asimismo a la desapropiación, no sólo de las cosas, sino también de esos valores más sutiles a los que nos agarramos como tabla de salvación de nuestra personalidad.

Con frecuencia olvidamos que Dios es el Bien total de quien procede todo bien, y que, por tanto, debemos reconocer que todos los bienes son de Él y a Él se los debemos devolver (1 R 17,17s); «a nosotros no nos pertenecen sino los vicios y pecados» (1 R 17,7). De ahí que uno pueda considerarse verdaderamente menor «si, cuando el Señor obra por medio de él algo bueno, no por ello se enaltece su carne, pues siempre es opuesta a todo lo bueno, sino, más bien, se considera a sus ojos más vil y se estima menor que todos los otros hombres» (Adm 12,5), porque lo importante es aceptar con humildad que la fuente del bien no somos nosotros, sino Dios. Por eso, lo coherente es no enaltecerse más por el bien que el Señor dice y obra por medio de uno, que por el bien que dice y obra por medio de los demás (Adm 17,1), ya que «todo aquel que envidia a su hermano por el bien que Dios dice o hace en él... envidia al mismo Altísimo, que es quien dice y hace todo bien» (Adm 8,3).

El que ha comprendido lo que es minoridad, «no se tiene por mejor cuando es engrandecido y exaltado por los hombres que cuando es tenido por vil, simple y despreciable, porque cuanto es el hombre ante Dios, tanto es y no más» (Adm 19,1s). La grandeza del hombre no está en su propia afirmación, sino en el saberse apoyar en Dios. Por eso, se realiza el que sabe restituir todos los bienes al Señor; porque quien se reserva algo para sí, está construyendo su personalidad en falso, ya que tarde o temprano se le quitará lo que creía ser su fundamento y seguridad, quedándose a la intemperie (Adm 18,2).

Esta actitud de humilde minoridad podía parecer irreal por generalizadora y abstracta. Sin embargo, la historia de la Fraternidad tuvo en sus principios momentos de lucidez para hacerse menor, aunque poco a poco se fuera diluyendo, hasta desaparecer en la concretización diaria del proyecto de vida como un valor indentificativo.

La pérdida de la minoridad como valor englobante de la vida franciscana, reduciéndose a lo sumo a la virtud de la humildad, tuvo como consecuencia unos comportamientos similares a los de las restantes órdenes religiosas, si no monásticas. Por ejemplo: los cargos, que en la organización de la Fraternidad están en función del servicio a la misma, se tomaron como feudos propios desde donde ejercer el poder y dominar a los demás. Y esto debió de suceder muy pronto, pues ya Francisco advierte en una de sus Admoniciones -después de proponer el ejemplo del Señor, quien no vino a ser servido, sino a servir-, que es un verdadero ministro aquel que se alegra tanto de su cargo, como si le hubieran encomendado el oficio de lavar los pies a los hermanos. Y cuando se alteran más por quitarles de superiores que de lavar los pies, es que se están apropiando peligrosamente del cargo en detrimento de su vocación como menores (Adm 4,1-4). Por eso se lamenta de aquellos hermanos que han sido colocados en lo alto por los otros y no quieren abajarse por las buenas. Estos hermanos no han comprendido la verdadera minoridad del servicio, que no ambiciona, aunque lo designen a uno, los altos cargos, sino que prefiere estar siempre a los pies de los demás (Adm 19,3s).

La otra forma de apropiación que acompaña a ésta de los ministros, es la de retener el oficio de predicar como si se tratara de un derecho. En esto Francisco es también tajante: «Ningún ministro o predicador se apropie el ser ministro de los hermanos o el oficio de la predicación; de forma que, en cuanto se lo impongan, abandone su oficio sin réplica alguna» (1 R 17,4). Esta decisión viene seguida por unas motivaciones evangélicas que ayudan a comprenderla. La actitud fundamental del que acepta el Reino con gozo es la humildad, al comprobar que la única fuente de salvación es el mismo Dios y no nosotros. De ahí que sea absurdo enorgullecernos y sobrevalorarnos, adoptando una postura fanfarrona por lo que hacemos o decimos, ya que tal actitud es falsa, por cuanto sabemos por propia experiencia de lo que somos capaces y que, en último término, la voluntad de hacer el bien escapa a nuestra decisión.


G.- SERVIDORES DE TODOS

La minoridad es una actitud reverencial que brota de la aceptación de la propia pobreza existencial. Pero dicha actitud no se reduce a la sola proclamación de nuestra nada, sino que requiere además su explicitación en unas relaciones humildes con Dios, con los hermanos y con los demás hombres. La razón es que los valores, o lo que antes llamábamos virtudes, se adquieren y maduran ejerciéndolos. Pues de nada serviría estar mentalmente convencidos de la importancia de la minoridad si, después, no calase hasta esos niveles más profundos del hombre donde la convicción se hace decisión y la creencia práctica.

a) Servidores de Dios

Al hablar de los siervos de Dios ya hemos descrito la postura del que se sabe menor y, por lo tanto, necesita de Dios. El concepto de siervo de Dios, elaborado en la Edad Media para expresar la entrega monástica al servicio divino, refleja la disponibilidad total del que se abandona por completo a la voluntad del Señor. Francisco lo utiliza muy escasamente (1 R 7,12; 2 R 6,4), salvo en las Admoniciones, que tienen una redacción monaquizante, posiblemente posterior al Santo. Quienes sí lo emplean con frecuencia son los biógrafos. Tanto los oficiales -Celano y Buenaventura- como los anónimos utilizan el apelativo siervo de Dios aplicado a Francisco. En este caso se trata del mismo contenido que se le venía dando tradicionalmente, aunque de una forma más generalizada: la pertenencia al ámbito de la vida religiosa consagrada. Así, los Tres Compañeros, al hablar del conflicto entre Francisco y su padre, quien le demanda ante los cónsules, ponen en boca del Santo que «por la gracia de Dios era ya libre y no estaba bajo la jurisdicción de los cónsules, porque era siervo del solo altísimo Dios». La razón que dan las autoridades para no detenerle es que «desde que se ha puesto al servicio de Dios ha quedado emancipado de nuestra potestad» (TC 19).

Sin embargo, esta faceta canónica y jurisdiccional del siervo de Dios no agota todo el contenido significativo que tuvo para Francisco. Servir al Señor Dios en penitencia (1 R 22,26; 23,4) condensa todo el proyecto evangélico que Francisco intuyó para sí y sus hermanos. Más aún, este servir a Dios en penitencia, que supone el haber dejado de servir corporalmente al mundo (2CtaF 65), constituye también la forma de vida de Clara y sus hermanas al haberse hecho «hijas y siervas del altísimo sumo Rey Padre celestial» (FVCl 1). De este modo, siguen el ejemplo de María, «hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial» (OfP Ant 2; SalVM 5), que se puso de forma incondicional al servicio del Reino anunciado por su Hijo.

Los biógrafos, sobre todo Celano, interpretan el «servir al Señor en penitencia» de la primitiva Fraternidad, desde una perspectiva conventual. Ya no se trata de aceptar la minoridad como una forma existencial de situarse ante Dios, de servirle, sino de evitar el ocio, estando siempre ocupados en cosas santas. La respuesta que ofrece Celano ante la angustiosa duda de Francisco sobre cuándo es verdaderamente siervo del Señor y cuándo no, es la misma voz de Dios que dice: «Sábete siervo mío verdadero cuando piensas, hablas y obras cosas santas» (2 Cel 159). Sin embargo, también existen destellos en los que se percibe la minoridad en toda su frescura; así cuando la Leyenda o Compilación de Perusa hace sentirse a Francisco pequeño respecto a Dios, «su siervecillo» (LP 67), o cuando, en un momento de desplome a causa de las enfermedades, experimenta la misericordia de Dios hacia «su pobre e indigno siervo» (LP 83e).

De todo lo dicho se desprende que el siervo es el que hace factible la voluntad de su Señor sin exigir, por ello, derecho alguno. Dócil a sus decisiones, las acoge confiadamente, porque conoce que provienen del amor y son para su bien. De ahí que ser menor, al relacionarnos con Dios, no quiera decir tomar una actitud servil, fruto del miedo y la pusilanimidad. Servir a Dios es hacer posible que su Reino tome cuerpo en la historia de los hombres, convirtiéndose en humildes colaboradores de su actividad liberadora.

b) Servidores de los hermanos

El servicio al Reino no es ninguna abstracción que permita diluir los contenidos evangélicos de servicio en actitudes y gestos espiritualistas. Si el Reino es la concretización del amor salvador de Dios a los hombres, entrar en su dinámica no puede ser otra cosa más que reproducir ese mismo amor entre nosotros. Pero el amor se manifiesta, sobre todo, en el servicio; y éste se concreta, primeramente, en los que tenemos más cerca, es decir, en los hermanos que forman la Fraternidad.

Al hablar de la faceta minorítica de la obediencia ya hemos aludido al talante que deben mantener las relaciones entre los hermanos. Nada de dominarse unos a otros ni de afirmar sus personalidades a costa de humillar a los demás (1 R 5,9-12). El verdadero hermano menor cristaliza su madurez evangélica ayudando a los demás hermanos a ser fieles a su opción, sabedor de que este servicio es mutuo, es decir, que los otros hermanos también le deben servir a él en lo referente a su vocación cristiana (1 R 5,13-15).

Pero este servicio fraterno no se queda en la mera ayuda espiritual. La maduración evangélica de las personas no afecta solamente al espíritu; es toda la realidad personal la que debe ser liberada para servir a la liberación de los otros. Por eso, además de los ministros, que por su condición de siervos están al cuidado de los frailes, también los otros hermanos deben ir construyendo fraternidad en el servicio mutuo y amoroso.

Desde el cuidado de los enfermos (1 R 10,1), la ayuda a los que están pasando por momentos de crisis (CtaM 2) o han caído en la contradicción del pecado (CtaM 15), hasta el trabajo o la limosna con el fin de procurar comida y vestido para los demás (2 R 5,3), todo son formas de hacer real la servicialidad menor que configura y baña todas las relaciones de la Fraternidad evangélica.

c) Servir a todos por Dios

La disponibilidad en el servicio que caracteriza la vocación del hermano menor no se reduce al ámbito de la Fraternidad. Es en el ancho campo de los hijos de Dios, y aun de la creación entera, donde se vive y se realiza. El creer que la historia es siempre historia de salvación, porque Dios está presente en ella y la acompaña, nos lleva a aceptar y, si es posible, transformar los acontecimientos con el fin de que el Reino acontezca y vaya creciendo en el diario caminar de los hombres.

Esta transformación, sin embargo, sólo puede hacerse realidad si aceptamos una conversión progresiva de nuestro instinto de dominio en voluntad de servicio. En esto precisamente consiste la minoridad, en ofrecer nuestra disponibilidad servicial a todos los hombres, ya que «nunca debemos desear estar sobre otros, sino, más bien, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios» (2CtaF 47). Lo propio del siervo de Dios es servir a todos; por eso, en su actividad debe traslucirse ese conocimiento realista que tiene de sí mismo y que llamamos minoridad. En general son dos los medios de que disponemos para hacer efectiva dicha actitud: el trabajo y el apostolado.

El trabajo

La Fraternidad primitiva adoptó el trabajo como una forma de servicio a los demás desde la propia pobreza. Por eso, lo único que se pide a los hermanos en su actividad laboral es que sean consecuentes, es decir, que su labor refleje la propia vida evangélica por la que han optado, una vida abierta a la voluntad de Dios y actuada como servicio desde la actitud de menores.

La negativa a que acepten cargos de responsabilidad que supongan cierto dominio sobre los demás trabajadores responde a esta convicción: los hermanos menores deben ofrecer una imagen trasparente que no dé lugar a dudas o ambigüedades sobre su opción evangélica (1 R 7,1). Francisco sabía por experiencia que en el fondo del hombre anida esa ambición siempre pronta a encaramarse sobre los demás y poder ejercer su voluntad sobre ellos. Por eso, una de las formas más eficaces de evitar ese peligro innecesario es procurar que no tengamos la posibilidad de ejercerlo, colocándonos en los puestos más bajos como una prueba de nuestra voluntad de querer seguir al Señor en pobreza y humildad.

El señuelo de la eficacia puede pervertir nuestra opción laboral, disfrazando de mayor servicio lo que en realidad es un medio de ejercer poder. Discernir lo eficaz desde la minoridad supone utilizar otros parámetros, los evangélicos, bien distintos de los que emplea la sociedad.

El trabajo franciscano, pues, más que un modo de ayudar al hombre desde la prepotencia, es un servicio humilde y respetuoso, puesto a disposición de la dignidad humana allí donde, despreciada y maltrecha, trata de regenerarse.

El apostolado

La otra faceta del servicio menor que tiene la Fraternidad es el apostolado o la evangelización; evangelización que, en la Edad Media, se reducía casi exclusivamente a la predicación. De ahí que la principal, y casi única, actividad de los primeros hermanos fuera el anuncio de la Palabra.

Mientras esta actividad permaneció fuera de la oficialidad y se ejerció con carácter ocasional, no hubo problemas de compatibilidad con el talante menor del proyecto evangélico. Pero una vez que la Fraternidad se fue decantando hacia el apostolado oficial y permanente, el oficio de la predicación se convirtió en un problema para Francisco. Problema porque peligraba la opción menor de la Fraternidad al aumentar el riesgo de apropiación de dicho ministerio, convirtiéndolo en un derecho personal; y problema también por las tendencias a realizarlo de una forma autónoma, sin depender de los obispos y sus sacerdotes.

En cuanto a lo primero, el peligro debió de ser real, por las veces que Francisco insiste en que los predicadores no se enorgullezcan de su cargo ni pretendan apropiárselo (1 R 17,4-18). En el momento en que la predicación ya no era ocasional, sino que requería una preparación teológica para poder ser aprobado y recibir el oficio de parte del Ministro general (2 R 9,2), era relativamente fácil considerarse superior a los demás hermanos y buscar medios para que dicha superioridad se hiciera efectiva. Por eso, la advertencia de Francisco de que fueran coherentes con su opción, no utilizando el oficio de predicador en provecho propio, sino como un servicio menor a todo el Pueblo de Dios, estaba más que justificada.

La otra cara del problema de los predicadores era su inclinación a la autonomía apostólica, aunque en realidad fuera para depender directamente del papa. De lo que pensaba Francisco sobre este particular es indicativo el hecho de que en el Testamento nos confiese que, aun cuando tuviera tanta sabiduría como tuvo Salomón, no quiere predicar al margen de la voluntad de los pobres sacerdotes que están en sus parroquias (Test 7).

Esta última voluntad de Francisco resulta tanto más dramática cuanto que la Orden estaba ya dispuesta a ocupar un espacio apostólico dentro de la Iglesia oficial. Los predicadores se hacían expedir privilegios en la Curia romana para poder ejercer el apostolado con más libertad, incluso construyéndose sus propias iglesias (Test 25). Como se puede ver, esto constituía toda una carrera hacia la exención que, si bien daba brillo apostólico a la Orden, ponía en peligro la actitud menor de la Fraternidad.

Los biógrafos han ilustrado esta voluntad de Francisco de estar sometido en su predicación a la autoridad eclesial inmediata -curas y obispos-, aunque limitara su libertad. Basta un ejemplo para comprender su visión de lo que realmente es la salvación en la Iglesia, cuya iniciativa corresponde a Dios, y a nosotros servir sin pretensión alguna. Celano pone en boca de Francisco toda una serie de recomendaciones dirigidas a los frailes para que sepan descubrir el sentido de la minoridad. Solía decirles: «Hemos sido enviados en ayuda de los clérigos para la salvación de las almas... y esto puede lograrse mejor por la paz que por la discordia con ellos... Así pues, estaos sujetos a los prelados, para no suscitar celos en cuanto depende de vosotros. Si sois hijos de la paz, ganaréis al clero y al pueblo para el Señor, lo cual le será más grato que ganar a sólo el pueblo con escándalo del clero. Encubrid sus caídas, suplid sus muchas deficiencias; y, cuando hiciereis estas cosas, sed más humildes» (2 Cel 146).

H.- CONSTRUCTORES DE PAZ

El servicio al Reino, el servicio a la Palabra, no puede realizarse desde el conflicto prepotente, ya que entraría en contradicción con el mensaje evangélico que se pretende anunciar. Cuando Jesús envía a sus discípulos a que proclamen la Buena Noticia del Reino, lo hace recordándoles su condición de servidores que prestan su colaboración desde la mansedumbre y la humildad. Además de ir ligeros de equipaje, deberán comportarse como hombres que no poseen otro poder ni otra fuerza que no sea la de la misma Palabra.

Inermes ante la violencia de los demás, anunciarán una paz que no consiste en el silencio de las armas, sino en el reconocimiento de la paternidad de Dios como fundamento de la fraternidad de los hombres. Si el rechazo de nuestros primeros padres a comprenderse desde Dios, trajo como consecuencia el odio fratricida, la restauración de la paz tendrá que pasar, necesariamente, por una reconciliación con el que es la fuente de nuestra armonía.

Francisco y los suyos captaron el espíritu de las Bienaventuranzas que aletea en el evangelio de Misión; por eso comprendieron que el anuncio itinerante del Evangelio requería una actitud humilde por parte de los anunciadores, ya que su contenido se resumía en la Buena Noticia de que Dios había bajado hasta nosotros para salvarnos. Esto era un motivo de alegría que debía traducirse en la creación de unas relaciones humanas en las que fuera posible la realización de los hombres según la voluntad de Dios, es decir, la paz.

La sociedad medieval era violenta, y Francisco nació y creció en ella. Su participación real en la guerra le marcó para hacerse, una vez convertido, mensajero de la paz. El saludo evangélico que dirige a la gente (1 R 14,2; 2 R 3,13; Test 23) es un deseo comprometedor de que la paz del Reino se haga realidad. Por eso, a su empeño en anunciarla le acompaña la voluntad de conseguirla.

Los biógrafos nos describen esta labor ejercida por Francisco en un contexto social tenso, donde, además de ser pacificador, se requería previamente haberse pacificado (TC 58). En forma alegórica habla Celano de la expulsión, en Arezzo, de los demonios de la discordia (2 Cel 108). Igualmente, en Perusa, alerta a los caballeros sobre una sedición popular, recordándoles la discordia (2 Cel 37). Pero el hecho más llamativo fue la reconciliación entre el podestà de Asís y el obispo Guido, para quienes compuso la estrofa del Cántico referente al perdón (LP 84).

Optar por la paz en un mundo violento supone aceptar el papel de perdedor. Confiar en el diálogo como instrumento pacificador, siempre que se den las condiciones de justicia necesarias para una convivencia digna, es apostar por el hombre más allá de su peligrosa apariencia de lobo. El encuentro de Francisco con el sultán Melek-el-Kamel, dentro de un ambiente de cruzada, revela hasta qué punto puede brotar el don de la paz cuando salimos de nuestros esquemas y convencionalismos, para abordar directamente a la persona que todos llevan dentro. Esta misión de Francisco fue, humanamente, un fracaso; pero nadie podrá negar que el intento de construir la paz desde la impotencia de la minoridad evangélica, constituye una estela para los que pretendemos seguir a Jesús acompañados por la experiencia de Francisco.

CONCLUSIÓN

La actitud de minoridad que nos ofrece Francisco es fruto de una aguda percepción de lo fundamental del Evangelio. A esta percepción no le es extraña la voluntad de seguimiento radical de Jesús, quien nos manifiesta la debilidad de Dios y su terquedad en entregarse al servicio de los hombres para su salvación. Esta postura de Jesús es la que define al hombre según Dios. Y Francisco la adopta como un valor no negociable en el diseño de la Fraternidad evangélica.

El vértigo que nos produce asomarnos a este radical evangélico, a la minoridad, hace que lo diluyamos, desposeyéndolo de todo valor real y reduciéndolo a mera palabrería. Se necesita ser muy audaces para devolver a la Fraternidad una de sus principales señas de identidad: el ser menores. La sociedad actual, ambiciosa y competitiva hasta la saciedad, no nos perdonaría, como tampoco perdonó a Jesús -y, en parte, a Francisco-, que hiciéramos de nuestras vidas una parábola del antivalor, ya que supondría salirnos del cerco de su influencia, cuyo principio fundamental es ser a costa de los demás, y donde el respeto servicial a los otros es considerado como signo de debilidad y expresión de inmadurez.

Si queremos devolverle a la Fraternidad su capacidad provocadora al haber optado por el radicalismo evangélico, tendremos que recuperar, aunque nos cueste, esta actitud menor; porque la mera retórica de las palabras ya no vale, sino que habrá que pasar a la evidencia de los hechos, de modo que se haga patente nuestra identidad de Hermanos Menores.


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