Tema 7. La libertad humana
La Iglesia considera que la libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. La participación de los hombres en la bienaventuranza divina es un bien tan grande y tan deseado por el Amor divino, que Dios ha querido correr el riesgo de la libertad humana. En sentido moral, la libertad no es tanto una propiedad natural de la persona cuanto una conquista, fruto de la educación, de las virtudes morales poseídas y de la gracia de Dios.
1. Dios creó al hombre libre
2. Las dimensiones de la libertad humana
3. La esencia de la libertad
4. La libertad desde el punto de vista histórico-salvífico
5. La libertad y el bien moral
6. El respeto de la libertad
- Bibliografía básica
1. Dios creó al hombre libre
La Sagrada Escritura nos dice que Dios creó al hombre como un ser libre. «Él fue quien al principio hizo al hombre, y le dejó en manos de su propio albedrío. Si tú quieres, guardarás los mandamientos, para permanecer fiel a su beneplácito. Él te ha puesto delante fuego y agua, a donde quieras puedes llevar tu mano. Ante los hombres está la vida y la muerte, lo que prefiera cada cual, se le dará»[1].
La Iglesia considera que la libertad «es signo eminente de la imagen divina en el hombre»[2]. Y a la vez nos enseña por qué y para qué se nos dio la libertad: «Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección»[3]. Creando al hombre a su imagen y semejanza, Dios pone por obra su designio de crear seres que sean capaces de participar de su misma vida divina y de entrar en comunión con Él.
Para que los hombres puedan adherirse libremente a Dios, como dice la constitución Gaudium et spes, es necesario que los hombres sean libres, es decir, capaces de conocer y de afirmar autónomamente el bien. Esto comporta en el hombre, que es un ser finito y falible, la triste posibilidad de hacer mal uso de la libertad que Dios le ha dado, negando el bien y afirmando el mal. Pero si no fuese verdaderamente libre, el hombre no podría participar en la felicidad divina, que consiste en conocer y amar el Sumo Bien que es Dios mismo. Los astros siguen con toda exactitud las leyes que Dios les ha dado, pero no pueden conocer y amar, y por ello no pueden participar de la felicidad de Dios. Como escribe san Josemaría, «sólo nosotros, los hombres -no hablo aquí de los ángeles- nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad»[4]. La participación de los hombres en la bienaventuranza divina es un bien tan grande y tan deseado por el Amor divino, que Dios ha querido correr el riesgo de la libertad humana.
Para entender mejor todo esto, consideraremos a continuación los diversos sentidos en que se habla de libertad, la esencia de la libertad y después la libertad vista desde el punto de vista de la historia de la salvación.
2. Las dimensiones de la libertad humana
La libertad humana tiene varias dimensiones. La libertad de coacción es la que goza la persona que puede realizar externamente lo que ha decidido hacer, sin imposición o impedimentos de agentes externos. Generalmente se entiende de este modo la libertad en el ámbito del derecho y de la política: así se habla de libertad de expresión, de libertad de reunión, etc., para significar que nadie puede impedir legítimamente a una persona expresar su pensamiento o reunirse con quien desee, siempre dentro de los límites establecidos por las leyes. Carecen de esta libertad, por ejemplo, los presos y los prisioneros de guerra.
La libertad de elección o libertad psicológica significa la ausencia de necesidad interna para elegir una cosa u otra; no se refiere ya a la posibilidad de hacer, sino a la de decidir autónomamente, sin estar sujeto a un determinismo interior, es decir, sin que una fuerza interna diferente de la voluntad lleve a elegir necesariamente una cosa impidiendo elegir las otras posibles alternativas. La libertad psicológica es capacidad de autodeterminación. Ciertas enfermedades mentales agudas, algunas drogas o un estado de mucha agitación (ante un incendio, por ejemplo) pueden privar total o parcialmente de la libertad psicológica.
La libertad moral es la libertad de que goza la persona que no está esclavizada por las malas pasiones, por los vicios o por el pecado. Entendida en este sentido, la libertad no es tanto una propiedad natural de la persona cuanto una conquista, fruto de la educación, de las virtudes morales poseídas y de la gracia de Dios. La Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia hablan con frecuencia de la libertad en este sentido, al decir que Cristo nos hace libres.
3. La esencia de la libertad
En las tres dimensiones que se acaban de explicar la libertad aparece como negación de algo. La libertad niega la existencia de impedimentos exteriores para obrar, de condicionamientos interiores para elegir, y de obstáculos morales para ejercerla rectamente. La ausencia de estos impedimentos, condicionamientos y obstáculos es un requisito para que el hombre sea libre, pero no manifiesta la esencia positiva de la libertad. Dios es libre, y su libertad no puede ser la negación de condicionamientos exteriores ni interiores que ni tiene ni puede tener. La libertad ha de consistir en algo diferente de la mera ausencia de condicionamientos determinantes.
En efecto, la esencia de la libertad (lo que ha de darse necesariamente para que haya libertad) y su acto propio es la autónoma adhesión al bien, es decir, el amor del bien, que es el acto por excelencia de la libertad. Libertad y amor están unidos: no hay amor verdadero que no sea libre, ni verdadera libertad que no se ejercite como amor hacia algo o hacia alguien. La libertad de Dios, la de Cristo y la de los hombres se expresa como reconocimiento y amor del bien en cuanto tal, por la sola razón de que es bueno.
La autónoma adhesión al bien, mucho más que la posibilidad de elegir entre varias alternativas, expresan la esencia de la libertad. Para una buena madre no amar a su hijo no se presenta como una alternativa posible, pero no por eso el amor a su hijo deja de ser una elección libre. Tampoco el sacrificio que ese amor puede comportar disminuye su libertad. Así lo expresa san Josemaría: «Mirad, cuando una madre se sacrifica por amor a sus hijos, ha elegido; y, según la medida de ese amor, así se manifestará su libertad. Si ese amor es grande, la libertad aparecerá fecunda, y el bien de los hijos proviene de esa bendita libertad, que supone entrega, y proviene de esa bendita entrega, que es precisamente libertad»[5].
El sacrificio y la entrega a lo que se ama son expresión de la libertad, porque son sacrificio y entrega que nacen del amor, y el amor no puede no ser libre. En la oración en el huerto de los olivos, costó mucho a Cristo cargar con los pecados humanos y afrontar su Pasión redentora, pero Cristo entregó libremente su vida: «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente»[6]. Además, en nosotros la inclinación al mal debida al pecado original puede hacer más costosa la libre adhesión al bien. Como decía san Josemaría, «la oposición entre libertad y entrega es señal inequívoca de que el amor está vacilante, pues en él reside la libertad»[7]. Si no hubiese una autónoma adhesión al bien que requiere sacrificio, si no se amase verdaderamente el bien que comporta sacrificio, entonces sí habría oposición entre la libertad y la entrega que ese bien comporta. «Querría grabarlo a fuego en cada uno: la libertad y la entrega no se contradicen; se sostienen mutuamente. La libertad sólo puede entregarse por amor; otra clase de desprendimiento no la concibo. No es un juego de palabras, más o menos acertado. En la entrega voluntaria, en cada instante de esa dedicación, la libertad renueva el amor, y renovarse es ser continuamente joven, generoso, capaz de grandes ideales y de grandes sacrificios»[8].
4. La libertad desde el punto de vista histórico-salvífico
La Sagrada Escritura considera la libertad humana desde la perspectiva de la historia de la salvación. A causa de la primera caída, la libertad que el hombre había recibido de Dios quedó sometida a la esclavitud del pecado, aunque no se corrompió por completo[9]. San Pablo afirma claramente, sobre todo en la Carta a los Romanos, que el pecado que se introdujo en el mundo a raíz del pecado de Adán es más fuerte que la inteligencia y la voluntad humanas, e incluso que la ley de Moisés, que enseñaba lo que hay que hacer pero no daba la fuerza para hacerlo siempre. Cada uno de los pecados humanos son un acto libre, de lo contrario no serían pecados, pero la fuerza del pecado se manifiesta en que de hecho, y considerando las cosas en conjunto, los hombres, sin la gracia de Cristo, no conseguirán evitar el pecado siempre, porque tienen oscurecida la inteligencia y debilitada la voluntad. Por su Cruz gloriosa, anunciada y preparada por la economía del Antiguo Testamento, «Cristo obtuvo la salvación para todos los hombres. Los rescató del pecado que los tenía sometidos a esclavitud»[10]. Con la gracia de Cristo los hombres pueden evitar el pecado, como se ve no solo en la vida de los santos canonizados, sino en la de tantos cristianos que viven en gracia y evitan los pecados graves e incluso casi siempre los veniales deliberados. Colaborando con la gracia que Dios da por medio de Cristo el hombre puede gozar de la plena libertad en sentido moral: «para ser libres nos liberó Cristo»[11].
La posibilidad de que el hombre pecara no hizo que Dios renunciase a crearlo libre. La necesidad que tiene el hombre de ser libre para ser feliz hace que Dios se tome en serio la libertad humana y las consecuencias que nuestros actos libres tienen en el tiempo[12]. El modo en el que se ha llevado a cabo la redención mediante la sangre de Cristo[13], confirma el valor y el respeto de Dios a la libertad humana. Nuestra libertad es verdadera libertad, su ejercicio tiene un gran valor, positivo o negativo, y comporta una responsabilidad.
5. La libertad y el bien moral
Como se ha dicho, la libertad está dirigida al bien moral de modo que su posesión hace feliz al hombre. Para ayudar a reconocer y adherirse a ese bien, el hombre tiene a su disposición la ley moral, que es la capacidad de discernir lo bueno y lo malo de la realidad según los planes de Dios, que siempre son buenos. Las demás leyes humanas también conducen al bien cuando están en armonía con la ley moral.
De todos modos, a veces, algunos consideran que la ley ya determina su libertad, como si la libertad empezase donde acaba la ley y viceversa.
La realidad es que el comportamiento libre lo regula cada persona según el conocimiento que tiene del bien y del mal: libremente realiza lo que conoce como bueno y libremente evita lo que ve como malo. La ley moral es como una luz para facilitar la elección de lo bueno y evitar lo malo.
Por esto, lo que se opone a la ley moral es el pecado, no la libertad. La ley ciertamente indica que es necesario corregir los deseos de realizar acciones pecaminosas que una persona puede experimentar: los deseos de venganza, de violencia, de robar, etc., pero esa indicación moral no se opone a la libertad, que mira siempre a la afirmación libre de lo bueno por parte de las personas, ni supone tampoco una coacción de la libertad, que siempre conserva la triste posibilidad de pecar. «Obrar mal no es una liberación, sino una esclavitud [...] Manifestará quizá que se ha comportado conforme a sus preferencias, pero no logrará pronunciar la voz de la verdadera libertad: porque se ha hecho esclavo de aquello por lo que se ha decidido, y se ha decidido por lo peor, por la ausencia de Dios, y allí no hay libertad»[14].
Una cuestión distinta es que las leyes y reglamentos humanos, a causa de la generalidad y concisión de los términos con que se expresan, puedan no ser en algún caso particular un fiel indicador de lo que una persona determinada debe hacer. La persona bien formada sabe que en esos casos concretos ha de hacer lo que sabe con certeza que es bueno[15]. Pero no existe ningún caso en el que sea bueno realizar las acciones intrínsecamente malas, es decir, acciones prohibidas por los preceptos negativos de la ley moral natural o de la ley divino-positiva (adulterio, homicidio deliberado, etc.)[16].
Como se ha dicho antes, el hombre puede usar mal de su libertad, porque tanto su conocimiento como su voluntad son falibles. A veces la conciencia moral se equivoca, y considera como bueno lo que en realidad es malo, o como malo lo que en realidad no es malo. Por eso, el recto uso de la libertad y el obrar según la propia conciencia no son siempre la misma cosa, a causa del posible error de la conciencia. De ahí la importancia de formarla bien, de manera que sea posible evitar los errores de juicio en que frecuentemente incurren las personas que tienen poca formación o, más aún, las que tienen convicciones deformadas por el vicio, la ignorancia o la superficialidad.
6. El respeto de la libertad
De todo lo dicho hasta ahora se desprende que la libertad es un gran don de Dios, que comporta una enorme responsabilidad personal, y que los hombres —las autoridades humanas, civiles y eclesiásticas— no deben limitar más allá de lo exigido por la justicia y por claros imperativos del bien común de la sociedad civil y de la eclesiástica. A este propósito escribía san Josemaría: «Es necesario amar la libertad. Evitad ese abuso que parece exasperado en nuestros tiempos —está patente y se sigue manifestando de hecho en naciones de todo el mundo— que revela el deseo, contrario a la lícita independencia de los hombres, de obligar a todos a formar un solo grupo en lo que es opinable, a crear como dogmas doctrinales temporales; y a defender ese falso criterio con intentos y propaganda de naturaleza y substancia escandalosas, contra los que tienen la nobleza de no sujetarse […]. Hemos de defender la libertad. La libertad de los miembros, pero formando un solo cuerpo místico con Cristo, que es la cabeza, y con su Vicario en la tierra»[17].
También las relaciones interpersonales, fuera ya del ámbito del gobierno humano, han de estar presididas por el respeto de la libertad y la comprensión de los puntos de vista diferentes. Y este mismo estilo ha de ser el del apostolado cristiano. «Amamos la libertad, en primer lugar, de las personas a las que tratamos de ayudar a acercarse al Señor, en el apostolado de amistad y confidencia, que san Josemaría nos invita a realizar con el testimonio y la palabra […] La verdadera amistad comporta un sincero cariño mutuo, que es verdadera protección de la libertad y de la intimidad recíprocas»[18].
El respeto de la libertad ajena no significa pensar que es bueno todo lo que otras personas hacen libremente. El recto ejercicio de la libertad presupone el conocimiento de lo que es bueno para cada uno. Proponer o enseñar a otros lo que es verdaderamente bueno no es un atentado contra la libertad ajena. Que una persona libre proponga a otra igualmente libre la verdad, explicando las razones que la sostienen, es siempre algo bueno. Lo que no se debe hacer es imponer la verdad mediante la violencia física o psicológica. Sólo la legítima autoridad puede usar la coacción en los casos y con las modalidades previstas por las leyes justas.
Bibliografía básica
—Catecismo de la Iglesia Católica, 1730-1748.
—San Josemaría, homilía La libertad, don de Dios, en Amigos de Dios, 23-38.
Lecturas recomendadas
—Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018.
—E. Colom, A. Rodríguez Luño, Elegidos en Cristo para ser santos. Curso de teología moral fundamental, Palabra, Madrid 2000, pp. 269-289. Se puede encontrar una versión más reciente de ese texto en https://www.eticaepolitica.net/corsodim.../Fundamental04.pdf
[1] Si 15, 14-18. Ver también Dt 30, 15-19.
[2] Gaudium et spes, n. 17; cfr. Catecismo, n. 1731.
[3] Gaudium et spes, n. 17.
[4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 24.
[5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 30.
[6] Jn 10, 17-18.
[7] San Josemaría, junio 1972, citado por don Javier, Carta 14-II-1997, n. 15.
[8] San Josemaría,Amigos de Dios, n. 31.
[9] Catecismo, nn. 1739-1740.
[10] Ibid., n. 1741.
[11] Ga 5, 1; cfr. Catecismo, n. 1742.
[12] Como se ha dicho antes, «ante los hombres está la vida y la muerte, lo que prefiera cada cual, se le dará» (Si 15, 18).
[13] Cfr. Ef 1, 7-8.
[14] San Josemaría, La libertad, don de Dios, en Amigos de Dios, n. 37.
[15] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 96, a. 6 y II-II, q. 120.
[16] Cfr. Juan Pablo II, Veritatis splendor, nn. 76, 80, 81 y 82.
[17] San Josemaría, Carta 9-I-1932, nn. 1-2, en el volumen: Josemaría Escrivá de Balaguer, Cartas I, ed. crítica preparada por L. Cano, Rialp, Madrid 2020.
[18] Fernando Ocáriz, Carta pastoral 9-I-2018, n. 14.
La Iglesia considera que la libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. La participación de los hombres en la bienaventuranza divina es un bien tan grande y tan deseado por el Amor divino, que Dios ha querido correr el riesgo de la libertad humana. En sentido moral, la libertad no es tanto una propiedad natural de la persona cuanto una conquista, fruto de la educación, de las virtudes morales poseídas y de la gracia de Dios.
1. Dios creó al hombre libre
2. Las dimensiones de la libertad humana
3. La esencia de la libertad
4. La libertad desde el punto de vista histórico-salvífico
5. La libertad y el bien moral
6. El respeto de la libertad
- Bibliografía básica
1. Dios creó al hombre libre
La Sagrada Escritura nos dice que Dios creó al hombre como un ser libre. «Él fue quien al principio hizo al hombre, y le dejó en manos de su propio albedrío. Si tú quieres, guardarás los mandamientos, para permanecer fiel a su beneplácito. Él te ha puesto delante fuego y agua, a donde quieras puedes llevar tu mano. Ante los hombres está la vida y la muerte, lo que prefiera cada cual, se le dará»[1].
La Iglesia considera que la libertad «es signo eminente de la imagen divina en el hombre»[2]. Y a la vez nos enseña por qué y para qué se nos dio la libertad: «Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección»[3]. Creando al hombre a su imagen y semejanza, Dios pone por obra su designio de crear seres que sean capaces de participar de su misma vida divina y de entrar en comunión con Él.
Para que los hombres puedan adherirse libremente a Dios, como dice la constitución Gaudium et spes, es necesario que los hombres sean libres, es decir, capaces de conocer y de afirmar autónomamente el bien. Esto comporta en el hombre, que es un ser finito y falible, la triste posibilidad de hacer mal uso de la libertad que Dios le ha dado, negando el bien y afirmando el mal. Pero si no fuese verdaderamente libre, el hombre no podría participar en la felicidad divina, que consiste en conocer y amar el Sumo Bien que es Dios mismo. Los astros siguen con toda exactitud las leyes que Dios les ha dado, pero no pueden conocer y amar, y por ello no pueden participar de la felicidad de Dios. Como escribe san Josemaría, «sólo nosotros, los hombres -no hablo aquí de los ángeles- nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad»[4]. La participación de los hombres en la bienaventuranza divina es un bien tan grande y tan deseado por el Amor divino, que Dios ha querido correr el riesgo de la libertad humana.
Para entender mejor todo esto, consideraremos a continuación los diversos sentidos en que se habla de libertad, la esencia de la libertad y después la libertad vista desde el punto de vista de la historia de la salvación.
2. Las dimensiones de la libertad humana
La libertad humana tiene varias dimensiones. La libertad de coacción es la que goza la persona que puede realizar externamente lo que ha decidido hacer, sin imposición o impedimentos de agentes externos. Generalmente se entiende de este modo la libertad en el ámbito del derecho y de la política: así se habla de libertad de expresión, de libertad de reunión, etc., para significar que nadie puede impedir legítimamente a una persona expresar su pensamiento o reunirse con quien desee, siempre dentro de los límites establecidos por las leyes. Carecen de esta libertad, por ejemplo, los presos y los prisioneros de guerra.
La libertad de elección o libertad psicológica significa la ausencia de necesidad interna para elegir una cosa u otra; no se refiere ya a la posibilidad de hacer, sino a la de decidir autónomamente, sin estar sujeto a un determinismo interior, es decir, sin que una fuerza interna diferente de la voluntad lleve a elegir necesariamente una cosa impidiendo elegir las otras posibles alternativas. La libertad psicológica es capacidad de autodeterminación. Ciertas enfermedades mentales agudas, algunas drogas o un estado de mucha agitación (ante un incendio, por ejemplo) pueden privar total o parcialmente de la libertad psicológica.
La libertad moral es la libertad de que goza la persona que no está esclavizada por las malas pasiones, por los vicios o por el pecado. Entendida en este sentido, la libertad no es tanto una propiedad natural de la persona cuanto una conquista, fruto de la educación, de las virtudes morales poseídas y de la gracia de Dios. La Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia hablan con frecuencia de la libertad en este sentido, al decir que Cristo nos hace libres.
3. La esencia de la libertad
En las tres dimensiones que se acaban de explicar la libertad aparece como negación de algo. La libertad niega la existencia de impedimentos exteriores para obrar, de condicionamientos interiores para elegir, y de obstáculos morales para ejercerla rectamente. La ausencia de estos impedimentos, condicionamientos y obstáculos es un requisito para que el hombre sea libre, pero no manifiesta la esencia positiva de la libertad. Dios es libre, y su libertad no puede ser la negación de condicionamientos exteriores ni interiores que ni tiene ni puede tener. La libertad ha de consistir en algo diferente de la mera ausencia de condicionamientos determinantes.
En efecto, la esencia de la libertad (lo que ha de darse necesariamente para que haya libertad) y su acto propio es la autónoma adhesión al bien, es decir, el amor del bien, que es el acto por excelencia de la libertad. Libertad y amor están unidos: no hay amor verdadero que no sea libre, ni verdadera libertad que no se ejercite como amor hacia algo o hacia alguien. La libertad de Dios, la de Cristo y la de los hombres se expresa como reconocimiento y amor del bien en cuanto tal, por la sola razón de que es bueno.
La autónoma adhesión al bien, mucho más que la posibilidad de elegir entre varias alternativas, expresan la esencia de la libertad. Para una buena madre no amar a su hijo no se presenta como una alternativa posible, pero no por eso el amor a su hijo deja de ser una elección libre. Tampoco el sacrificio que ese amor puede comportar disminuye su libertad. Así lo expresa san Josemaría: «Mirad, cuando una madre se sacrifica por amor a sus hijos, ha elegido; y, según la medida de ese amor, así se manifestará su libertad. Si ese amor es grande, la libertad aparecerá fecunda, y el bien de los hijos proviene de esa bendita libertad, que supone entrega, y proviene de esa bendita entrega, que es precisamente libertad»[5].
El sacrificio y la entrega a lo que se ama son expresión de la libertad, porque son sacrificio y entrega que nacen del amor, y el amor no puede no ser libre. En la oración en el huerto de los olivos, costó mucho a Cristo cargar con los pecados humanos y afrontar su Pasión redentora, pero Cristo entregó libremente su vida: «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente»[6]. Además, en nosotros la inclinación al mal debida al pecado original puede hacer más costosa la libre adhesión al bien. Como decía san Josemaría, «la oposición entre libertad y entrega es señal inequívoca de que el amor está vacilante, pues en él reside la libertad»[7]. Si no hubiese una autónoma adhesión al bien que requiere sacrificio, si no se amase verdaderamente el bien que comporta sacrificio, entonces sí habría oposición entre la libertad y la entrega que ese bien comporta. «Querría grabarlo a fuego en cada uno: la libertad y la entrega no se contradicen; se sostienen mutuamente. La libertad sólo puede entregarse por amor; otra clase de desprendimiento no la concibo. No es un juego de palabras, más o menos acertado. En la entrega voluntaria, en cada instante de esa dedicación, la libertad renueva el amor, y renovarse es ser continuamente joven, generoso, capaz de grandes ideales y de grandes sacrificios»[8].
4. La libertad desde el punto de vista histórico-salvífico
La Sagrada Escritura considera la libertad humana desde la perspectiva de la historia de la salvación. A causa de la primera caída, la libertad que el hombre había recibido de Dios quedó sometida a la esclavitud del pecado, aunque no se corrompió por completo[9]. San Pablo afirma claramente, sobre todo en la Carta a los Romanos, que el pecado que se introdujo en el mundo a raíz del pecado de Adán es más fuerte que la inteligencia y la voluntad humanas, e incluso que la ley de Moisés, que enseñaba lo que hay que hacer pero no daba la fuerza para hacerlo siempre. Cada uno de los pecados humanos son un acto libre, de lo contrario no serían pecados, pero la fuerza del pecado se manifiesta en que de hecho, y considerando las cosas en conjunto, los hombres, sin la gracia de Cristo, no conseguirán evitar el pecado siempre, porque tienen oscurecida la inteligencia y debilitada la voluntad. Por su Cruz gloriosa, anunciada y preparada por la economía del Antiguo Testamento, «Cristo obtuvo la salvación para todos los hombres. Los rescató del pecado que los tenía sometidos a esclavitud»[10]. Con la gracia de Cristo los hombres pueden evitar el pecado, como se ve no solo en la vida de los santos canonizados, sino en la de tantos cristianos que viven en gracia y evitan los pecados graves e incluso casi siempre los veniales deliberados. Colaborando con la gracia que Dios da por medio de Cristo el hombre puede gozar de la plena libertad en sentido moral: «para ser libres nos liberó Cristo»[11].
La posibilidad de que el hombre pecara no hizo que Dios renunciase a crearlo libre. La necesidad que tiene el hombre de ser libre para ser feliz hace que Dios se tome en serio la libertad humana y las consecuencias que nuestros actos libres tienen en el tiempo[12]. El modo en el que se ha llevado a cabo la redención mediante la sangre de Cristo[13], confirma el valor y el respeto de Dios a la libertad humana. Nuestra libertad es verdadera libertad, su ejercicio tiene un gran valor, positivo o negativo, y comporta una responsabilidad.
5. La libertad y el bien moral
Como se ha dicho, la libertad está dirigida al bien moral de modo que su posesión hace feliz al hombre. Para ayudar a reconocer y adherirse a ese bien, el hombre tiene a su disposición la ley moral, que es la capacidad de discernir lo bueno y lo malo de la realidad según los planes de Dios, que siempre son buenos. Las demás leyes humanas también conducen al bien cuando están en armonía con la ley moral.
De todos modos, a veces, algunos consideran que la ley ya determina su libertad, como si la libertad empezase donde acaba la ley y viceversa.
La realidad es que el comportamiento libre lo regula cada persona según el conocimiento que tiene del bien y del mal: libremente realiza lo que conoce como bueno y libremente evita lo que ve como malo. La ley moral es como una luz para facilitar la elección de lo bueno y evitar lo malo.
Por esto, lo que se opone a la ley moral es el pecado, no la libertad. La ley ciertamente indica que es necesario corregir los deseos de realizar acciones pecaminosas que una persona puede experimentar: los deseos de venganza, de violencia, de robar, etc., pero esa indicación moral no se opone a la libertad, que mira siempre a la afirmación libre de lo bueno por parte de las personas, ni supone tampoco una coacción de la libertad, que siempre conserva la triste posibilidad de pecar. «Obrar mal no es una liberación, sino una esclavitud [...] Manifestará quizá que se ha comportado conforme a sus preferencias, pero no logrará pronunciar la voz de la verdadera libertad: porque se ha hecho esclavo de aquello por lo que se ha decidido, y se ha decidido por lo peor, por la ausencia de Dios, y allí no hay libertad»[14].
Una cuestión distinta es que las leyes y reglamentos humanos, a causa de la generalidad y concisión de los términos con que se expresan, puedan no ser en algún caso particular un fiel indicador de lo que una persona determinada debe hacer. La persona bien formada sabe que en esos casos concretos ha de hacer lo que sabe con certeza que es bueno[15]. Pero no existe ningún caso en el que sea bueno realizar las acciones intrínsecamente malas, es decir, acciones prohibidas por los preceptos negativos de la ley moral natural o de la ley divino-positiva (adulterio, homicidio deliberado, etc.)[16].
Como se ha dicho antes, el hombre puede usar mal de su libertad, porque tanto su conocimiento como su voluntad son falibles. A veces la conciencia moral se equivoca, y considera como bueno lo que en realidad es malo, o como malo lo que en realidad no es malo. Por eso, el recto uso de la libertad y el obrar según la propia conciencia no son siempre la misma cosa, a causa del posible error de la conciencia. De ahí la importancia de formarla bien, de manera que sea posible evitar los errores de juicio en que frecuentemente incurren las personas que tienen poca formación o, más aún, las que tienen convicciones deformadas por el vicio, la ignorancia o la superficialidad.
6. El respeto de la libertad
De todo lo dicho hasta ahora se desprende que la libertad es un gran don de Dios, que comporta una enorme responsabilidad personal, y que los hombres —las autoridades humanas, civiles y eclesiásticas— no deben limitar más allá de lo exigido por la justicia y por claros imperativos del bien común de la sociedad civil y de la eclesiástica. A este propósito escribía san Josemaría: «Es necesario amar la libertad. Evitad ese abuso que parece exasperado en nuestros tiempos —está patente y se sigue manifestando de hecho en naciones de todo el mundo— que revela el deseo, contrario a la lícita independencia de los hombres, de obligar a todos a formar un solo grupo en lo que es opinable, a crear como dogmas doctrinales temporales; y a defender ese falso criterio con intentos y propaganda de naturaleza y substancia escandalosas, contra los que tienen la nobleza de no sujetarse […]. Hemos de defender la libertad. La libertad de los miembros, pero formando un solo cuerpo místico con Cristo, que es la cabeza, y con su Vicario en la tierra»[17].
También las relaciones interpersonales, fuera ya del ámbito del gobierno humano, han de estar presididas por el respeto de la libertad y la comprensión de los puntos de vista diferentes. Y este mismo estilo ha de ser el del apostolado cristiano. «Amamos la libertad, en primer lugar, de las personas a las que tratamos de ayudar a acercarse al Señor, en el apostolado de amistad y confidencia, que san Josemaría nos invita a realizar con el testimonio y la palabra […] La verdadera amistad comporta un sincero cariño mutuo, que es verdadera protección de la libertad y de la intimidad recíprocas»[18].
El respeto de la libertad ajena no significa pensar que es bueno todo lo que otras personas hacen libremente. El recto ejercicio de la libertad presupone el conocimiento de lo que es bueno para cada uno. Proponer o enseñar a otros lo que es verdaderamente bueno no es un atentado contra la libertad ajena. Que una persona libre proponga a otra igualmente libre la verdad, explicando las razones que la sostienen, es siempre algo bueno. Lo que no se debe hacer es imponer la verdad mediante la violencia física o psicológica. Sólo la legítima autoridad puede usar la coacción en los casos y con las modalidades previstas por las leyes justas.
Bibliografía básica
—Catecismo de la Iglesia Católica, 1730-1748.
—San Josemaría, homilía La libertad, don de Dios, en Amigos de Dios, 23-38.
Lecturas recomendadas
—Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018.
—E. Colom, A. Rodríguez Luño, Elegidos en Cristo para ser santos. Curso de teología moral fundamental, Palabra, Madrid 2000, pp. 269-289. Se puede encontrar una versión más reciente de ese texto en https://www.eticaepolitica.net/corsodim.../Fundamental04.pdf
[1] Si 15, 14-18. Ver también Dt 30, 15-19.
[2] Gaudium et spes, n. 17; cfr. Catecismo, n. 1731.
[3] Gaudium et spes, n. 17.
[4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 24.
[5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 30.
[6] Jn 10, 17-18.
[7] San Josemaría, junio 1972, citado por don Javier, Carta 14-II-1997, n. 15.
[8] San Josemaría,Amigos de Dios, n. 31.
[9] Catecismo, nn. 1739-1740.
[10] Ibid., n. 1741.
[11] Ga 5, 1; cfr. Catecismo, n. 1742.
[12] Como se ha dicho antes, «ante los hombres está la vida y la muerte, lo que prefiera cada cual, se le dará» (Si 15, 18).
[13] Cfr. Ef 1, 7-8.
[14] San Josemaría, La libertad, don de Dios, en Amigos de Dios, n. 37.
[15] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 96, a. 6 y II-II, q. 120.
[16] Cfr. Juan Pablo II, Veritatis splendor, nn. 76, 80, 81 y 82.
[17] San Josemaría, Carta 9-I-1932, nn. 1-2, en el volumen: Josemaría Escrivá de Balaguer, Cartas I, ed. crítica preparada por L. Cano, Rialp, Madrid 2020.
[18] Fernando Ocáriz, Carta pastoral 9-I-2018, n. 14.
No hay comentarios. :
Publicar un comentario