lunes, 22 de junio de 2020

SAN PAULINO DE NOLA Publicado el Lunes 22 junio 2020 por P.VerboVen MODELOS DE VIDA Y ESPERANZA EN LA GLORIA

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Por la fe hicieron los Santos maravillas, sufrieron persecuciones, practicaron virtudes excelentes, y padecieron con heróica constancia todo género de adversidades. Y bien, ¿no tenemos nosotros la misma fe? ¿no profesamos La misma religión? Pues, ¿en qué consiste que seamos tan poco parecidos a ellos? ¿en qué consiste que imitemos tan poco sus ejemplos? Siguiendo un camino enteramente opuesto al que los Santos siguieron, ¿nos podemos racionalmente lisonjear de que llegaremos al mismo término? Una de dos, o los Santos hicieron demasiado, o nosotros no hacemos lo bastante para ser lo que ellos fueron. ¿Nos atreveremos a decir que los Santos hicieron demasiado para conseguir el cielo, para merecer la gloria, y para lograr la eterna felicidad que están gozando? Muy de otra manera discurrían ellos de lo que nosotros discurrimos; en la hora de la muerte, en aquel momento decisivo en que se miran las cosas como son, y en que de todas se hace el juicio que se debe, ninguno se arrepintió de haber hecho mucho, todos quisieran haber hecho mas, y no pocos temieron no haber hecho lo bastante.



Hoy nos encomendamos a:


SAN PAULINO OBISPO DE NOLA (353 – 431)




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EN el siglo IV vivía en Burdeos una ilustre familia, oriunda de Roma; era la de Poncio Paulino, antiguo prefecto de las Galias, a la cual pertenecía el noble Paulino, cuya fisonomía espiritual nos proponemos reseñar. Nos parece en alto grado interesante por cuanto, si bien es cierto que presenta algunas dificultades cronológicas enrevesadas, el mismo Paulino en cambio ha detallado en sus escritos las más variadas circunstancias de su vida. Por de pronto son ciertas las grandes etapas de su existencia: treinta y seis años de juventud y de actuación mundana y cuarenta y dos de vida cristiana, sacerdotal y episcopal, santificados por la práctica de las más excelsas virtudes, que aseguraron al ilustre convertido un soberano imperio sobre los demonios y le valieron los mayores elogios de los más encumbrados santos: Ambrosio, Jerónimo,Agustín y Gregorio Magno.


San Paulino nació en Burdeos hacia el año 353. Sus padres, caballeros romanos muy ilustres, muy ricos y fervorosos cristianos, ya desde sus tiernos años le consagraron a San Félix de Nola; pero, desgraciadamente, según la costumbre de entonces, tardaron mucho en bautizarle. Desde que brilló en él la luz de la razón se dio a los libros y, cuando llegó a edad conveniente, siguió los cursos de la Universidad de su ciudad natal. Tuvo por maestro al famoso Ausonio, el retórico más célebre de su tiempo, y de él aprendió la retórica práctica, en la que hizo rápidos progresos, al mismo tiempo que por sus relevantes cualidades se granjeó el cariño de sus condiscípulos y el de su maestro. Por esto sintió éste gran pesar cuando Poncio Paulino tuvo que ir, en 368, a Tréveris, adonde había sido llamado por Valentiniano I para desempeñar el cargo de preceptor de Graciano, joven heredero del imperio. Paulino, a la sazón de quince años,se marchó también con sentimiento y continuó sus estudios con otros maestros, dedicándose con preferencia a la Filosofía, a las Ciencias Naturales y al Derecho. No tardó en sentir los atractivos de Roma. Sin duda tenía ya para esa ciudad los mismos sentimientos que Ausonio expresó un día con estas palabras: «Mi recuerdo para Burdeos; para Roma mi amor». Acabados sus estudios dirige sus pasos a la capital del imperio y en breve se le abre la carrera de los cargos públicos. Gobernador del Epiro y tal vez prefecto de Roma, es ciertamente cónsul suplente en 378, y luego senador y gobernador de Campania. Apenas frisaba en los veintisiete años y ya había llegado Paulino a la cumbre de los honores humanos, con la perspectiva de un seguro porvenir, cuando de repente una tragedia echó por tierra sus esperanzas. El 25 de junio del 383, el emperador Graciano acabó sus días traspasado por el puñal asesino armado por Máximo, a quien las legiones sublevadas de Bretaña habían elevado al trono imperial. En esta triste coyuntura, Paulino creyó deber amoldarse a las circunstancias, y para poner su familia al abrigo de las represalias de Máximo, abandonó el servicio del emperador legítimo y huyó al país de Aquitania.


LOS CAMINOS DE LA PROVIDENCIA. ETAPAS DE UNA CONVERSIÓN



EN Burdeos, la Providencia esperaba a Paulino. Ya poco después de tomar posesión de su cargo de gobernador de Campania, había sentido su primer llamamiento. Paulino residía principalmente en Nola. Un día. mientras asistía a las fiestas de San Félix sintió una profunda impresión. «A la vista de las obras admirables operadas en vuestro santuario —escribía en uno de sus cantos en honor de San Félix— , creí de todo corazón en el Dios verdadero y abrí mi alma al amor de Cristo». Se consagró nuevamente al mártir de Nola, hizo arreglar el camino que iba de la ciudad a su tumba y junto a ella mandó construir un hospital para los pobres.

La impresión fue como de centella momentánea; pero se adentró en su corazón y al cabo de diez años surgió, por fin, la llama de la fe viva, cuyos resplandores le alumbrarán el camino de la verdad de que antes se apartara. Los llamamientos interiores de Dios se repetían con frecuencia. Obligado por deberes de su cargo a ir con frecuencia a Roma, debió ver en dicha ciudad a San Jerónimo o por lo menos oyó hablar de él con entusiasmo. Allí tuvo conocimiento de la generosidad de su parienta Melania, que lo había dejado todo para consagrarse a la vida monástica en Oriente. También encontró a la noble Paula, y fue testigo de la vida angelical que llevaban las matronas del Aventino; pudo asimismo comprobar el triunfo definitivo del cristianismo, asegurado por los edictos de Graciano. Todo lo cual le conmovió, y, lleno de emoción, se inclinó cada vez más hacia la religión que le atraía. La muerte de Graciano fue el golpe de gracia de su conversión; pero antes de llevarla a cabo plenamente transcurrieron seis años. Paulino se vio turbado en Aquitania por muchas inquietudes y cuidados, y tuvo que hacer varios viajes para poner orden en sus negocios, debido a las sospechas del usurpador. El Señor se sirvió de estas ocasiones para atraerle poco a poco a la fe práctica. En un viaje por tierras de España, la Providencia le hizo conocer a una joven española Humada Teresa, que era cristiana, con la cual se casó. Poco después, a su paso por Viena en el Delfinado, Paulino vió a San Martín de Tours, quien le curó milagrosamente de una enfermedad que padecía en los ojos. En Milán conoció a San Alipio, amigo de San Agustín, y probablemente al mismo obispo de Hipona, y tuvo trato más frecuente con San Ambrosio, descendiente como él de familia patricia; asistió a menudo a las instrucciones que el gran obispo daba al pueblo. Con razón podrá decir más tarde: «Siempre fui amado de Ambrosio, quien me ha alimentado en la fe». Cosa extraña; estas conversaciones con Ambrosio no tuvieron resultado inmediato, pues aun tardó dos años en dar Paulino el paso definitivo. Todavía no había roto los lazos que le unían al mundo. Morando en la ciudad de Burdeos, o en una propiedad de los alrededores, sostenía frecuentes relaciones con Ausonio, su antiguo maestro — que después de la muerte de Graciano se había retirado a Santas— , y vivía rodeado de un grupo de amigos incondicionales, entre los cuales figuraba en primer lugar, después de Ausonio, Sulpicio Severo, el futuro historiador de la Iglesia. Sus riquezas eran tantas, que podía permitirse todos los placeres legítimos, y por sus finos modales se hacía amar de todos. Aunque siempre tuvo gran afición a las letras paganas, ahora se entregó al estudio de la Filosofía, y acabó por entender los derechos de Dios y la necesidad del cristianismo integral, llegando a la conclusión que más tarde formulará en estos términos: «He estudiado mucho, he recorrido el ciclo de todos los sistemas y nada he hallado mejor que creer en Cristo». La obra de la gracia iba penetrando más y más en su alma con las exhortaciones, benévolas y llenas, y el tacto exquisito de dos santos que figuraban entre sus amigos: San Delfín, obispo de Burdeos y San Amando, sacerdote venerable de la ciudad y futuro pastor de la diócesis; y con los consejos de Teresa, entusiastas y reiterados, Paulino se decidió, por fin, a recibir el Bautismo. Pero Satanás, que nunca duerme estuvo a punto de hacerlo fracasar todo a última hora. A la muerte Máximo, vencido por Teodosio, el demonio sugirió a Paulino la idea recuperar en la Corte el puesto que antes ocupara y se lo presentaba franco y fácil. Gracias a Dios, el recién convertido no quiso lanzarse de nuevo a los peligros del mar, pues se sentía contento en el puerto a que había llegado después de muchas fatigas y triunfó generosamente de la tentación Sus amigos Delfín y Amando, le prepararon para la recepción del Bautismo, cuya ceremonia tuvo lugar en Burdeos el año 389.

SU VENIDA A ESPAÑA. ORDENACIÓN SACERDOTAL


DESDE entonces, Paulino ascendió constantemente por la senda de la perfección; según sus propias palabras hizo como «el viajero que, avanzando siempre sin retroceder jamás, llega un día insensiblemente a la frontera y la traspasa». Abandonando la musa pagana, que no podía ya cautivar su espíritu, desengañado del mundo y sus vanidades, fue tras los encantos de la poesía cristiana. Puso en verso varios salmos, una vida de San Juan Bautista y tres oraciones admirables en las cuales deplora y lamenta su indiferencia pasada. Dejó el foro, se retiró a la soledad del campo, llevó una vida más tranquila y reposada y empleó sus riquezas en socorrer al prójimo. Un género de vida tan extraordinario no podía por menos de atraer sobre Paulino las críticas más acerbas. Tuvo que sufrir la reprobación manifiesta de sus amigos; sus compatriotas se mofaron de él, volviéronle la espalda y le dejaron solo. El mismo Ausonio se atrevió a decirle, con crueldad, que se dejaba engañar por Teresa y aguantaba el yugo que le había impuesto. No pudiendo hallar en Aquitania la paz y tranquilidad que ansiaba, Paulino determinó venir a España, en donde era menos conocido, y fijó su residencia en Barcelona. A esta ciudad llegó en el transcurso del año 390. y en ella vivió pacíficamente por espacio de tres o cuatro años. Sin embargo, dos grandes pruebas vinieron a turbar su reposo. En 392, Valentiniano II fue asesinado por Arbogasto y, según Monseñor Lagrange, el hermano de Paulino fue una de las víctimas de aquella revolución. Esta muerte afectó mucho a Paulino; pero mayor fue su sentimiento al pensar que su hermano se había ocupado poco de la salvación eterna. En una carta que escribió en esta ocasión a San Delfín y a San Amando se descubren los referidos temores, pues les rogaba que orasen para que Dios tuviese misericordia del difunto. Poco después otro duelo vino a acrecentar su dolor. Siempre había deseado las alegrías de la paternidad, y el Señor se las concedió al fin pero el hijo tan esperado sólo vivió ocho días. Por esta muerte entendió nuestro bienaventurado que Dios no le llamaba a dejar otra descendencia que la de las buenas obras; y esto le movió, de acuerdo con su virtuosísima esposa, a hacer voto de castidad perpetua, se rapó la cabeza y se cubrió con el hábito de los monjes, pensando luego retirarse a Nola, a la sombra del sepulcro de San Félix. Expuso su pensamiento a San Jerónimo, y éste le aconsejó que se despojara de todos sus bienes y se entregara al estudio de los Libros Santos. Paulino obedeció al instante e inmediatamente liquidó los bienes que poseía en España. Cuando la población de Barcelona se enteró de su propósito, quiso impedir que se llevara a cabo. El día de Navidad del año 393, Paulino y Teresa asistían a los oficios de la catedral. De repente, los fieles se levantan y suplican al obispo Lampadio, sucesor de San Paciano, que se digne conferir a Paulino la ordenación sacerdotal, esperando que así se quedaría en medio de ellos. Paulino se resistió al principio, teniéndose por muy indigno de tal honor; pero accedió al fin. dejándose ordenar con la condición de que se le permitiera retirarse al lugar que le pareciera mejor para el servicio de Dios. Al comunicar a sus amigos Delfín y Amando su elevación al sacerdocio, solicita el auxilio de sus oraciones, pues —decía— «seré vuestra alegría si por los frutos que produzca se conoce que soy una rama de vuestro árbol». Paulino no pudo salir de España hasta pasadas las fiestas de Pascua del año 394. Al abandonar nuestra patria, en vez de cruzar el Mediterráneo con rumbo a Italia, prefirió dirigirse a la Galia, donde vio, al pasar por Narbona, a Sulpicio Severo, que quería acompañarle; fue después a Milán, en donde se hallaba San Ambrosio. Este obispo, ya anciano, le recibió con los brazos abiertos y le agregó a su clero, dejándole libertad para que fijara su residencia donde quisiera. De Milán se dirigió Paulino a Roma. En esta ciudad tuvo una recepción muy desigual. Los senadores, sus colegas antiguos, le acogieron con desprecio; el mismo papa Siricio lo hizo con frialdad, encontrando irregular su ordenación precipitada y su situación respecto a Teresa; en cambio, los amigos de San Jerónimo y de Santa Paula le recibieron con entusiasmo. Por estas razones es fácil comprender que Paulino no quiso prolongar su estancia en la capital y bajó pronto a la Campania, para dirigirse a Nola, ciudad a la que llegó al comenzar el otoño.


SAN PAULINO, EN NOLA. VIDA MONÁSTICA


LA llegada de Paulino a Nola fue motivo de gran alegría para los habitantes de la ciudad, que recordaban aún la mansedumbre con que había administrado la provincia quince años antes; Paulo, obispo de Nola, le autorizó para fijar su residencia cerca del sepulcro de San Félix. Ya hemos dicho que en las proximidades de este sepulcro Paulino había mandado construir un hospicio para los pobres. En esta ocasión levantó de un piso el edificio, y se reservó para sí y sus compañeros un ala del mismo, y cedió la otra a Teresa y a algunas piadosas mujeres que la acompañaban. Dispuestas ya las viviendas, dejó exhalar de su corazón un suspiro de satisfacción y de amor y, dirigiéndose a San Félix, dijo: «Tu serás mi casa, mi familia, mi patria». Dió San Paulino a su nueva y humilde morada el nombre de monasterio; realmente se llevaba en él vida religiosa; según la Regla de San Agustín. Sus moradores se levantaban antes de amanecer para cantar Maitines y Laudes; por la tarde se juntaban para el canto de Vísperas. El ayuno era casi continuo, la abstinencia se observaba perfectamente, y apenas se probaba vino. Usaban vajilla de barro o de madera, llevaban la cabeza rapada y el vestido pobre; el traje ordinario de Paulino era una túnica de piel de cabra o de camello. La soledad era guardada rigurosamente, no dejándola Paulino sino cuando la caridad lo exigía. Por este motivo acogió en su retiro a varios mensajeros que le enviaban sus amigos de la Galia o de otras partes, y en dos ocasiones dio hospitalidad a Santa Melania y a las personas que la acompañaban: primeramente, cuando la noble dama regresaba de Palestina después de larga ausencia; y luego, cuando se refugió en Sicilia en la época en que Alarico amenazaba a Roma. El amor que Paulino sentía por la soledad no le impedía predicar algunas veces a los fieles la palabra de Dios. Había adquirido la costumbre de ir a Roma anualmente para celebrar la fiesta de los santos Apóstoles Pedro y Pablo y venerar sus reliquias. Fuera de estas circunstancias Paulino vivía consagrado al estudio y a trabajos intelectuales. Durante este período de su vida compuso para la fiesta de San Félix catorce himnos, llenos de interesantes detalles, a razón de uno por año, y a petición de un sacerdote de Roma escribió el panegírico del emperador Teodosio. Su correspondencia era muy activa; sostenía comercio epistolar con San Alipio. San Agustín, San Jerónimo y San Sulpicio Severo, que llevaba vida casi de monje, y con San Delfín y San Amando. Para romper la monotonía de los estudios, no temía el venerable monje dedicarse a los cuidados de un jardincito y ocuparse en la construcción de una nueva y artística basílica en honor de San Félix.


OBISPO DE NOLA. RASGO HEROICO DE CARIDAD


POR espacio de quince años vivió Paulino en Nola con la ejemplaridad que hemos indicado y, pasado este tiempo, tuvo la desgracia de perder a Teresa, para quien había guardado siempre un afecto fraternal. Casi al mismo tiempo murió Paulo, obispo de Nola. Unánimemente, el clero y el pueblo eligieron a Paulino para sucederle. La hora era crítica: Alarico invadía a Italia. A pesar de su gran amor al retiro, el solitario no creyó deber ocultarse ante el peligro y acepto el episcopado. Algunos meses más tarde, en 410, Alarico se adueñaba de Roma y descendía hasta Nola, de la que se apoderó y se llevó multitud de prisioneros, algunos de los cuales fueron vendidos en África. Entre estos desgraciados se encontraba el hijo único de una pobre viuda, la cual, llena de desconsuelo, se acercó al santo obispo y le pidió dinero para rescatar al hijo de sus entrañas. Paulino no tenía dinero; pero se sacrificó a sí mismo; salió para África y se presentó al amo del joven cautivo y reemplazó al esclavo mozo para que éste alcanzara la libertad. Ese amo era nada menos que Ataúlfo, suegro de Alarico. Maravillado Ataúlfo de la virtud de su nuevo cautivo le pregunta quién era; y al saber que era obispo, queda hondamente conmovido; devuelve la libertad a su ilustre prisionero y a todos los cautivos de su diócesis. La entrada de Paulino en Nola después de su voluntaria esclavitud tuvo los caracteres de triunfal. El primer cuidado de Paulino, después de su vuelta de la cautividad, fue reparar las ruinas causadas por los bárbaros. Su fama se dilataba y se extendía sin cesar. Cuando Honorato fundó el monasterio de Leríns. y Euquerio, futuro obispo de Lyón, quiso retirarse a la soledad de una isla próxima a Leríns, ambos enviaron mensajes a Nola para ponerse al tanto del género de vida que allí se llevaba. San Agustín escribió a San Paulino con ocasión de la herejía pelagiana. El obispo de Nola condenó este error capcioso que. negando el pecado original, acababa negando la necesidad de la gracia, y tuvo que llegar al extremo de excomulgar a varios de sus sacerdotes que favorecían la herejía. En fin, a San Paulino se atribuye la invención de las campanas. No quiere esto decir que el uso de ellas fuera desconocido antes de nuestro Santo, sino que él fue el primero que tuvo la idea de hacer fundir grandes campanas que, suspendidas encima o al lado de las iglesias, llamasen, con su broncínea voz, a los fieles a los divinos Oficios. Con este fin edificó el primer campanario.


SU MUERTE Y CULTO


SU avanzada edad — había cumplido setenta y siete años— y, más que todo, los grandes trabajos que había sufrido en el servicio de Dios y las extraordinarias penitencias que se había impuesto, tenían minada su salud, que infundía serios temores. A estas causas alarmantes se unió otra más grave, que fue una pleuresía aguda que le obligó a guardar cama. Mandó poner un altar en su aposento y, sacando fuerzas de flaqueza por su mucha devoción, se levantó de la cama y dijo Misa, ministrándole los obispos Símaco y Acendino, que habían acudido a asistirle en sus últimos momentos. Los dos días siguientes rezó Laudes y Vísperas con los que le rodeaban y admitió de nuevo en el seno de su diócesis a los sacerdotes pelagianos que se habían arrepentido de su culpa. Los Santos Jenaro y Martín se le aparecieron para confortarle y, al tercer día, Paulino se dormía apaciblemente en el Señor. El pueblo de Nola y de sus alrededores lloró al santo obispo, a quien enterró cerca de San Félix. Posteriormente sus reliquias fueron trasladadas a Benevento; pero en el año 1000, el emperador Otón III, de paso por esta ciudad, se las llevó a Roma y las depositó en la iglesia de San Bartolomé. Por unas Letras apostólicas del 18 de septiembre de 1908, Pío X, accediendo al deseo varias veces manifestado a su ilustre predecesor por ardientes súplicas, concedió a la Iglesia de Nola los restos de San Paulino y elevó el oficio del Santo a rito doble para la Iglesia universal.


EDELWEIS

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