“Ita et nos cum essemus parvuli,
sub elementis mundi eramus servientes”
(San Pablo – Ad. Gal. 4-3)
I. Teología de la Pobreza
La pobreza no es una virtud, sino el resultado de todas ellas. El hombre en la tierra y sin un gran grado de perfección, no puede concebir hasta qué punto se ha realizado en el hombre común, el desorden del pecado.
Se tiene por natural un estado de desorden habitual: la conversio ad creaturas del pecado, se ha estabilizado en toda la naturaleza humana bajo la forma de disposiciones que orientan las potencias del ser humano: hacia la criatura y hacia las criaturas
a. Hacia la criatura.
El pecado dedica la criatura a la criatura. Con el orgullo, la criatura se cierra sobre sí y se toma por punto absoluto de referencia final de su propio ser, y como ley última de su obrar.
Esto que, expresado, parece tan extraño, está en el común de las gentes. El hombre encumbrado por la clase social a que pertenece o por cualquier otro título que lo distinga de los demás hombres, convierte -por lo general- esa dignidad en una implantación absoluta de sí; se erige como una criatura excelente y su excelencia consiste en no decir referencia a otra cosa que no sea él mismo.
Nuestra observación podría recorrer las múltiples diferenciaciones establecidas en la sociedad humana, por principios convencionales o reales y también por los oficios; en todos los individuos cualquiera sea su índole hallaremos el mismo proceso: la criatura que comienza en sí. En una palabra, el pecado ha intentado robar la “aseidad” de Dios y pretende instituirla como propiedad de la criatura. Es evidente que cuando un hombre conversa de sus derechos y de sus relaciones con los demás, el punto de referencia terminal es él mismo. Con la ruptura de las clases sociales, cuya organización daba una visión clara a los hombres rudos de su depender de otra, hasta el mismo hombre de condición humilde padece el orgullo más grosero; el cual por su completa falta de cultura no dispone de recursos para disminuirlo y así se manifiesta en su forma más burda y chocante que es la necedad. El hombre rudo de hoy se repliega sobre sí bajo la forma de ese oscuro defecto; está en una habitual expectativa de la ofensa, la alusión, la indirecta, que le puede llegar. Sabiéndose desprovisto de dotes que lo pueden hacer lucir ante los demás, recela de continuo tomado por el temor de que pueden lesionarle su excelencia negativa. La necedad es el orgullo vacío de toda dote donde éste pueda cebar su apetito de excelencia.
Desgraciadamente, tal es el orgullo del proletariado: una necedad sombría y desvelada sobre sí misma, temiendo de continuo el ultraje y la humillación.
b. Hacia las criaturas
Lo que queda dicho en el párrafo anterior constituye el primer pecado, origen de todo otro. La consecuencia de este primer pecado es la diametralmente opuesta a lo que la soberbia busca y espera. Tanto como se ensalza es, por ese mismo acto, humillado. Su intención es una, pero otra muy distinta la posibilidad de su naturaleza. En una palabra: el orgullo es una intención vacua que no encuentra respuesta en nada de lo creado. La naturaleza humana del mismo soberbio y de las cosas que el soberbio toca, se encargan de vengar al Señor. Por eso uno de los nombres del Altísimo es: Dios de los Ejércitos.
El pecador, por el solo hecho de pecar, se somete a cosas inferiores a él. Tanto, cuanto quiso ser por sí y absoluto, resulta uncido a apetitos inferiores, los cuales lo arrastrarán cada uno hacia su objeto. De aquí se siguen de inmediato dos castigos del pecado:
a) el alma espiritual de ese hombre queda oprimida por sus afectos a seres pequeños que nunca podrán saciarla;
b) como cada apetito inferior y sus pasiones no tienen otra actitud que la de alcanzar un bien parcial sin poderlo connotar con respecto de las exigencias de la persona humana en cuanto tal, acaece que el pecador es desgarrado por esos apetitos inferiores por cuanto que el objeto de uno es necesariamente muy distinto del objeto del otro. Así la ira lo arroja contra el mal que le es odioso, en cambio el temor lo retrae de ese mal, y la tristeza permite que ese mal lo aplaste. Ante un bien particular sucede otro tanto. Por la alegría de la esperanza se precipita, ilusionado, concibiendo que allí está todo su bien; si lo logra pronto lo abarca tal como es, limitado, y gusta el mal que ese bien efímero necesariamente implicaba; entonces la alegría de la esperanza se trueca en fastidio, es decir, en una repugnancia decepcionada.
Vemos aquí claramente cómo el pecado somete a toda la naturaleza humana a una grave esclavitud. El hombre quiere prescindir de Dios –Aversio a Deo– y necesariamente vuelca las exigencias de su apetito natural en las criaturas; este apetito, de suyo constante e incoercible, consiste en una tendencia esencial de depender de otro. Dicho apetito es la primera e inmediata versión dinámica de toda la potencialidad entitativa de la forma sustancial humana. Esta consiste nada menos que en una potencialidad, no con respecto a un bien particular, sino de todo el bien. Semejante caudal, al no ser ordenado por la voluntad libre hacia la fuente inagotable de todo bien, Dios, es volcado por esa misma voluntad mediante la ilusión, en el bien exiguo de las criaturas. De esta manera, queda sojuzgado a porciones brevísimas que no hacen otra cosa que avivar su hambre (S. Juan de la Cruz). En una palabra: todos los bienes creados tienen una desproporción radical con respecto del apetito natural y aquellos bienes en acto -los que pueden ofrecer las criaturas-, están en muy diversos géneros y, en realidad, nunca se encuentran.
El pecado, por consiguiente, origina una contradicción interna en el hombre. La voluntad libre (elícita) vuelca su afecto en bienes conmutables; en cambio el apetito natural, siempre inviolado, exige un bien infinito.
Por lo tanto el hombre, por su propio amor, queda sujeto a criaturas que no sólo no pueden saciarlo, sino que lo ahogarán dentro de los breves términos de su ser conmutable, por cuanto que el amor nos convierte en la cosa amada. Al amar ilusoriamente este ser limitado, la voluntad gusta y se signa perdurablemente, no con el bien de él, porque termina, sino con sus límites; es decir, con la muerte de la cosa amada, que es lo que permanece. Allí está uno de los terribles castigos del pecado, pues el pecador no queriendo depender de nadie, intentando ser absolutamente por sí, rompe con el ser originante de él, de donde fluye en abundancia la perfección de su naturaleza, mas, como a pesar de su intención siempre es un ser no en acto, sino con mezcla de potencia, para llegar a esta potencialidad se vuelca ilusoriamente en criaturas más pequeñas que él que lo ahogarán dentro de sus limitaciones. Por lo tanto, pone su amor en seres que lo signarán de muerte, con mil muertes… tantas, cuantos sean los ensayos que haya hecho para satisfacer su alma en las criaturas.
La pobreza -como hemos dicho anteriormente- no es una virtud, sino el resultado de las virtudes morales en cuanto que son purificantes.
La virtud moral, al mismo tiempo que desarrolla una actitud recta con respecto de esta o aquel bien particular que la especifica, necesariamente destruye las deformidades que la voluntad perversa ha producido al inclinarse desordenadamente hacia ese mismo bien. La destrucción llevada a cabo por la virtud es activa, pues consiste en desarrollar con las energías del mismo sujeto, un hábito contrario al vicio. Las mismas energías dedicadas antes de manera desordenada y obsesiva a tal objeto, ahora son empleadas, por el imperio de la razón, con la mensura que ella debe señalar en el concierto de los bienes particulares integrantes de la beatitud humana.
El efecto principal de la contrariedad entablada por la virtud contra el vicio en un mismo apetito o facultad, es quitarle a éste la afición desordenada que la voluntad perversa había impreso en él. El origen de dicha afición estaba en la ilusión de ver en un bien particular, todo el bien del hombre. La voluntad es la que busca aquietarse en ese bien total y cuando a un acto precipitado de la razón práctica se lo señala ilusoriamente en un bien particular, aquélla vuelca el inmenso caudal de su potencialidad en el apetito o facultad al cual corresponde el bien engrandecido por la ilusión. De esta manera la violenta y deforma desarrollando excesos (hipertrofias) que resienten la armonía del complejo humano.
Las Sagradas Escrituras llaman riqueza a ese apego de la voluntad a un bien particular. De allí que la Santísima Virgen, resumiendo lo que había aprendido en los profetas durante los años de su escondida vida en el Templo diga: Esurientes implevit bonis et divites dimisit inanes (Lc. 1, 53).
El apego de la voluntad a algún o a algunos bienes particulares se llama riqueza, porque es donde ella apoya su soberbia; el pecador sustituye con respecto del fin último -a Dios- con esos bienes particulares. El desorden es inconmensurable. Significa:
1º- Una usurpación, pues se le quita a Dios su dignidad de fin último, para conferirla a una criatura.
2º- Una ofensa: evidentemente tal exaltación de una criatura en lugar de Dios, entraña un ultraje infinito a Este; ya que la magnitud de la ofensa está dada por la dignidad del ofendido y no del ofensor.
3º- Una injusticia contra la criatura exaltada como fin último, por cuanto se le exigirá un bien que ella no posee.
4º- Una injusticia contra el universo entero, ya que el pecador se repliega sobre un bien particular robando de esta manera una de sus partes, y contrariando así la unidad del universo.
5º- Una injusticia contra la propia naturaleza del pecador, pues exigiría a los apetitos sensibles un ejercicio que los deformará y desgarrará, y priva al alma en su parte espiritual del único sustento que la puede saciar, y que es Dios.
Este apego a las criaturas y erección de ellas en fin último, es la segunda versión de la aversio a Deo et conversio ad creaturas. Se estabiliza en la naturaleza humana con hábitos y disposiciones que afectan a toda dicha naturaleza, y facilita el volcar sus energías en aquéllas.
Son muy pocos los cristianos que tienen una noticia clara de la magnitud de este desorden; a éste se debe el que piensen que es normal, a pesar de sus apetitos e imaginación excitados y su inteligencia y voluntad flacas y adormecidas.
Si el estado de nuestra naturaleza fuera normal, la inteligencia tendría que concebir el bien y los bienes de Dios, su belleza, con la prontitud, facilidad y exultación con que la imaginación concibe bienes y males fingidos, fundados en las criaturas.
El desorden es inmenso, porque la naturaleza humana es inmensa, ya que tiene potencialidad para poseer a Dios en cuanto que es verdad universal y bien infinito. La magnitud de una naturaleza creada está dada por la magnitud del objeto para con el cual tiene potencialidad intencional específica. Es así que la naturaleza humana tiene, de alguna manera, potencialidad para con Dios (en abstracto); luego, la naturaleza humana en el orden intencional del apetito, potencialmente es -en cierta manera- infinita. Por esta razón es atroz el desorden nacido en el hombre al caer en la aversio a Deo et conversio ad creaturas. Nadie puede medir la inversión de valores que padece, la contradicción que se establece entre el apetito natural y el apetito libre y la multitud de disposiciones deformantes que ese apetito libre pervertido, desarrolla en todas sus facultades. Con mucha razón dice el santo Cura de Ars: “Si el Señor nos revelara de golpe toda nuestra miseria, moriríamos”. Corruptio optima pesima.
Una de las tres deformidades monstruosas en que se resuelve el desorden del pecado es el apego de esta criatura intelectual a los bienes creados. La insaciedad que encuentra en ellos la dice el mismo Señor en la parábola del Hijo Pródigo (Lc. 15, 11) cuando se refiere al hambre que sobrevino en aquella tierra y el hijo quería calmarla con “las mondaduras que le echaban a los cerdos“, y termina: “mas ni aun esto le alcanzaba“. Cuando la voluntad ha perseguido un bien particular y alcanzándolo se decepciona al experimentar la necesaria poquedad de él, generalmente no ceja, sino que se ilusiona con lo que las experiencias nuevas prometen y se lanza una y otra vez tras ellas, cayendo la mayoría de las veces en reemplazar el infinito que apetece con la numerosidad de los bienes particulares que prueba sucesivamente: sustituye el bien inagotable de Dios con la sucesión numerosa de bienes particulares. La repetición de estos actos, desarrolla cuasi-hábitos en aquellas facultades donde el desorden de la voluntad pervertida está presionando. Dichas disposiciones (cuasi-hábitos) son verdaderos accidentes físicos que imprimen en la potencia afectada por ellos una facilidad y aptitud para con el mismo acto que las ha dado origen. Por su parte el acto del pecado es contrario a lo que la naturaleza humana en realidad necesita para colmarse en su perfección y felicidad.
Veamos bien, entonces, cómo esa felicidad adquirida respecto de actos extraviados, atan a la naturaleza del hombre a los objetos de dichos actos, los cuales son bienes inferiores y deleznables. Esas son las riquezas del pecador; el estar aherrojado como Sansón por Dalila con cuerdas muy recias a bienes particulares que lo esclavizan, en cambio, como paga: vacío, hartazgo y agravación de la verdadera hambre del alma humana.
Por esta razón las Sagradas Escrituras llaman con frecuencia rico al soberbio y con la misma frecuencia también dicen que será destruido por sus propias riquezas. Nuestro Señor Jesucristo en este sentido es definitivo, cuando reduce a un imposible la salvación de los tales: “Más fácil es que pase un camello por el ojo de una aguja a que un rico entre en el reino de los cielos” (Mt. 19, 16).
Por lo expuesto, concluimos:
1º- El desorden radical del primer pecado volcó el apetito natural del hombre en las criaturas.
2º- La reiteración de los pecados personales en la prosecución de bienes particulares ilusorios desarrolla cuasi-hábitos en los diversos apetitos del hombre, que lo adhieren de manera estable por el amor a esos bienes particulares.
3º- En ese sentido estos cuasi-hábitos se llaman apegos, y los bienes donde se sustentaban: posesiones o riquezas desordenadas, mal poseídas.
4º- Estas riquezas mal poseídas, están presentes en el apetito y apetitos del hombre, porque por el amor el amante adquiere la realidad de la cosa amada; por esta razón ese apetito no admite el amor y la presencia de otro ser contrario, el cual, en este caso es Dios.
5º- Así vemos la necesidad de la labor purificante de las virtudes morales. Ellas, al mismo tiempo que rectifican el apetito hacia una relación normal con sus objetos, destruyen esos apegos llamados por analogía de atribución: riquezas.
6º- Cuando las virtudes morales han logrado la perfecta rectificación de los apetitos, también han obtenido la perfecta pureza de ellos: a esta cualidad el lenguaje bíblico la llama pobreza.
7º- Tan necesaria es, que nuestro Señor la pone como iniciación de las Bienaventuranzas: beati pauperes Spiritu quoniam ipsorum est regnum caelorum (Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos).
La explicación que precede a este resumen es suficiente para entender que la completa vacancia del apetito del hombre es la condición necesaria para que la voluntad acepte y se adhiera por el amor a la amistad que Dios le ofrece en su Mediador Jesucristo. Esa amistad y presencia personal en el alma del hombre y en su apetito constituye la sustancia de la beatitud eterna.
II. La pobreza en el orden sobrenatural
Lo que hemos dicho en el capítulo anterior se refiere al apetito natural del hombre en cuanto tal. Su acción y la ordenación libre, que la voluntad elícita puede dar hacia el bien mediante las virtudes morales adquiridas, no es otra cosa que una disposición remota con respecto de la bienaventuranza tal como se nos ofrece en Nuestro Señor Jesucristo.
Para que el hombre tenga aptitud con respecto del Reino de los Cielos, es necesario que todo el complejo de su naturaleza, su misma esencia, tal como así también sus potencias y los hábitos cualificantes de ellas, que llamamos virtudes, estén bañados por la gracia.
La gracia es un don de Dios: su creación más admirable; verdadero influjo físico proveniente de Cristo, comparable con la sangre y los nervios que unen a los diversos miembros de un organismo, pues así ella vivifica y recorre el Cuerpo de Cristo, que es su Iglesia. Añade un nuevo ser accidental pero esencial al hombre que lo sublima dándole proporcionalmente una cierta igualdad con la naturaleza divina, la cual le permite entrar en una relación íntima y directa de amistad con El.
La gracia santificante da al hombre el ser sobrenatural, así como el alma le da el ser natural. Es decir: su virtualidad se expande por todas las potencias del hombre, subliminándolas con hábitos que las elevan en el orden operativo con virtudes infusas congruentes, ya con respecto de la potencia donde radica como del nuevo objeto con que las relaciona.
Si la mediación de Cristo y su gracia aproxima tan íntimamente al hombre a Dios, es evidente que la aversio a Deo et conversio ad creaturas es necesariamente eliminada en grado eminente. Por lo tanto, el hombre es restaurado en el orden roto por el pecado, convertido en nueva criatura en toda la extensión y consecuencias que esta verdad implica.
Por consiguiente, sus aficiones asimismo, por el amor propio y a las criaturas, por las concupiscencias de la carne y de los ojos, han de ser eliminadas hasta en sus últimas raíces, incluso en aquellas formas que la debilidad universal de la naturaleza humana y costumbres muy arraigadas y extensas han establecido como lícitas.
La pobreza que es purificación, esto es, acción negativa de las virtudes morales, es eminentemente vigorizada por la acción de las virtudes teologales.
a. Grados de Pobreza
1º- Pobreza común, muy imperfecta: no favorece en nada a la perfección evangélica, sino que deja al religioso en una mediocridad sin progreso. Esta consiste en abandonar voluntariamente lo superfluo.
2º- Pobreza ordinaria: abandonar el usufructo de las propiedades conservando la posesión raíz de ellas. Entra en la categoría del sacrificio, es decir se ofrenda a Dios algo, mas se conserva la propiedad de sí mismo. Esta pobreza es imperfecta pues el hombre no se entrega de lleno a la Providencia divina, sino que se asienta en cautelas de providencia humana.
3º- Segundo grado de pobreza ordinaria: más perfecta. Consiste en renunciar al uso de algunas cosas necesarias, o bien, elegir entre estas las más pobres o viles.
4º- Pobreza perfecta: es aquella por la cual se renuncia no sólo al usufructo sino también a la propiedad de los bienes raíces proveyendo al sustento con lo que se reciba de manos del superior.
5º- Evidentemente dentro de esta pobreza perfecta puede haber mayor o menor perfección según el grado de caridad, es decir de deseo de unión con Dios que se ponga al practicarla.
El camino recto de un religioso de votos solemnes es avanzar en un mayor despojamiento cada día. El síntoma de esa purificación está en su celda. Un religioso, verdaderamente pobre de corazón, cuida con delicadeza no acumular reliquias de sus diversas actividades y relaciones. De esta manera se despoja continuamente de cartas, fotografías, estampas y otros recuerdos que intentan estabilizar en su vida el encuentro o trato que ha tenido con esta o aquella criatura. La celda de un verdadero religioso ha de ser un desierto abreviado, el cumplimiento visible de la primera bienaventuranza; no encontrando allí el religioso que la habita signos y reliquias de criaturas, puede con mayor facilidad alcanzar la unión con Dios, así mora en El, y ya está en vida en el Reino de los Cielos.
Advertencia
La civilización moderna ha tomado por sorpresa al cristiano, de manera que considerándola buena, se deja llevar por ella sin haberse detenido aún a juzgarla a la luz de los principios revelados y de la razón natural.
Pero la verdad es que esta civilización deshace, hace casi imposible ya la pobreza evangélica, pues una de sus características muy peculiar es el haber ligado al hombre con innumerables necesidades artificialmente creadas; no sólo ofrece sino que, por su sistemático desenvolvimiento, impone al religioso multitud de instrumentos bajo la especiosa razón de que facilitan el trabajo y las relaciones mutuas entre los hombres; mas el resultado es el diametralmente opuesto: cada uno de estos instrumentos impone atención y cuidados y da ocasión al apetito de un mayor apego. Hasta tal punto esto es verdad, que si nos preguntamos -sin ideas preconcebidas o frases hechas- cuál es el amor del hombre moderno, descubrimos con sorpresa que su gran amor, su fin último, el cual lo apasiona y por el cual es capaz de hacer verdaderos sacrificios, es el mundo mecánico.
Sabemos, por otra parte, que la conversión a la vida religiosa, para ser normal, exige una completa purificación de la mente, es decir, expurgarla de toda convicción consciente e inconsciente que el mundo haya sedimentado en ella. Esto es difícil, y raro el religioso que apetezca y alcance purificación tan radical. Los residuos de primeros principios, propios del siglo en que han nacido, son verdaderas rías por donde estos se infiltran en el claustro.
Así tenemos que la idolatría por la máquina ha logrado penetrarlo y establecerse allí en una aparente concordia con la vida religiosa.
Los serios problemas que esta novedad plantea apenas si son enunciados, y cuando se los hace, se los soluciona precipitadamente con lugares comunes, con frases artificiales nunca extraídas de una sincera experiencia y aplicación de los principios que mueven hacia la perfección evangélica. Se ha conciliado aparentemente esta afición a las novedades mecánicas, las cuales ceban tanto a las concupiscencias, sobre todo de los ojos, diciendo que la pobreza necesaria es la del espíritu, no la pobreza de hecho.
El que busque de verdad la perfección de la caridad, descubre en esta solución una falacia, una ligereza, o una inconsciente hipocresía, pues de inmediato salta la refutación: ¿cómo se puede saber si se posee la pobreza del espíritu, si nunca se ha pasado por la experiencia práctica de la pobreza? ¿Cómo se puede saber que se está desprendido realmente de las cosas, si nunca nos hemos apartado de ellas? Y si la voluntad está desprendida de ellas, ¿por qué argüimos con tanto ahínco para no dejarlas?
La gravedad de tal actitud está manifestada por los efectos. En realidad ha quedado eliminada la verdadera purificación recomendada con tanta insistencia en el Sermón de la Montaña y a lo largo de los cuatro Evangelios, los escritos de los Apóstoles y de los Santos Padres, y que es la condición indispensable para que se realice en la criatura el misterio central del cristianismo: la comunicación de Dios y su vida Trinitaria, beati pauperes Spiritu quoniam ipsorum est regnum caelorum.
b. La verdadera pobreza y su realización en el cristiano
La pobreza evangélica y la exigencia real del voto de pobreza consiste en el empobrecimiento del apetito, no en una convencional posesión o desprendimiento de las cosas según lo permita o no el Superior. Aclaramos: el tener o dejar las cosas según las leyes y mentalidad del Superior, supone ante todo, en el súbdito, una firme y constante voluntad de desprenderse de toda criatura para que en él se pueda realizar el misterio de la Donación Divina de su propio espíritu.
En cambio, el sujetarse de manera externa a poseer lo que el Superior permita, según unas veces su celo y otras su inercia de dejar hacer, es una pobreza farisaica que se conforma con una realización puramente externa de la pobreza.
La voluntad decidida de desprenderse de toda criatura para poseer a Dios, ayudada por un real despojamiento exterior, entra en un camino de purificación de las aficiones y los afectos, que se ahonda paulatinamente desde la periferia de las potencias humanas hasta aquellas que tienen una relación inmediata con la esencia del alma. Tal purificación opera el Espíritu Santo en el interior del religioso, en la medida que éste abra campo a dicha acción con sus actos de desprendimiento voluntario.
1º- El acto radical que va a influir luego en un constante deseo de desasimiento es la verdadera conversión de la voluntad.
2º- Como el neófito está generalmente en una gran ignorancia práctica para llevar a cabo dicha conversión, ella se manifiesta ante todo en fervorosas oraciones con las cuales se pide auxilio a Dios para llevarla a cabo. La fuerza de esa misma conversión también se expresa en una afición a profunda lecturas, en un deseo de sujetarse a auténticos maestros y una intención generosa de mortificarse.
3º- El fruto de estos esfuerzos es generalmente una iluminación del entendimiento por gracias actuales oportunas que muestran aquí y allá los apegos que desagradan al Señor.
4º- Si se persevera en la fidelidad, la tercera liberación consiste en la purificación de la memoria, precisamente de ese almacenaje de criaturas que por las vías de los afectos desordenados han invadido al alma.
5º- El último y más difícil empobrecimiento es el de la imaginación, la cual es la facultad más herida por el pecado.
6º- Cuando se ha logrado la perfecta pobreza, ésta se identifica con la pureza total del corazón, con el perfecto silencio interior, con la virginidad nueva de un alma realmente restaurada y transfigurada por la gracia, donde se realiza el prodigio de una consumada redención. Sin dejar de ser ella empapada por la gracia, está por completo embebida en una ardiente y constante participación actual de la Vida Divina.
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