sábado, 15 de septiembre de 2018

Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz


Nos autem gloriari opórtet in Cruce Dómini nostri Iesu Christi”. (Debemos gloriarnos en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo)

Con esta frase de San Pablo a los Gálatas, comienza la Santa Misa de este día. El Apóstol y la Iglesia con él, nos exhortan, a gloriarnos en la Cruz del Señor. Precisamente esto, es lo que hacemos en cada Misa. Celebramos el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Asistimos a la renovación del único y divino sacrificio del Calvario.

A fin de hacer más patente esta realidad, la Cruz preside nuestros altares, en medio de los cirios. A ella se dirigen las miradas del sacerdote y los fieles. A ella se la honra con reverencias y nubes de incienso. A sus pies se anuncia al Evangelio y se consagran las Especies Sacramentales.

Posemos nuestra mira en esa Cruz. De ella pende un hombre agonizante. Su rostro refleja un dolor atroz. Su cabeza está coronada de espinas. Sus manos y pies, traspasados por tres clavos, que lo fijan al madero. Su costado, está abierto por un golpe de lanza. De él ha brotado sangre y agua. Su cuerpo está enteramente llagado. La sangre, parece querer cubrir la desnudez a la que los verdugos lo han expuesto. Un hombre que ha sido humillado, golpeado y torturado hasta la muerte, colgado del patíbulo. Este es el Dios de los cristianos. Está en la cruz por amor.


La Cruz es el signo del inmenso amor de Dios por lo hombres. Por medio de ella, podemos llegar a enteneder de algún modo, la infinita misericordia de Dios. Santa Edith Stein afirma: “No hay inteligencia humana que nos pueda ayudar, sino unicamente la pasión de Cristo”. Sólo a la luz del misterio de la Cruz podremos comprender lo desordenado y horrendo del pecado.
La desobediencia de nuestros primeros padres, renovada en cada pecado que cometemos, constituye una ofensa imposible de reparar para el género humano. El pecado, entraña una injusticia infinita, pues infinitamente justo es aquel a quien se está ofendiendo. El pecado, abrió un abismo entre el hombre y Dios, que antes estaban unidos. Las puertas del Cielo quedaron cerradas para los miembros de la raza humana.

El misterio de Jesús crucificado está intimamente unido al misterio de la encarnación del Verbo, siendo una prolongación del mismo. Nuestro Señor, viene al mundo para sacrificarse por nuestra redención. Dios podría haber exterminado al género humano en razón de su desobediencia, pero por su infinita misericordia no lo hizo. Envió a su propio Hijo, que se encarnó y se entregó a la muerte en la cruz. Con ella, Cristo reparó por el pecado del hombre, restauró la unión entre éste y Dios, y nos abrió las puertas del cielo para siempre. “Su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación”, enseña el Concilio de Trento.

En la Cruz, dice San León Magno, la sangre del Cordero inmaculado borraba la mancha de la antigua preparicación; en ella se quebraba toda la pertináz audacia de la dominación diabólica, y la vencedora humildad de Jesucristo triunfaba sobre la hinchada soberbia de Lucifer. En concecuencia, la muerte de Cristo en la cruz es fuente de vida para el género humano. Por ella, la deuda contraída por Adán y Eva, fue cancelada para siempre. En este día, la Santa Madre Iglesia, pone en boca del celebrante al cantar el prefacio, estas palabras: “has puesto la salvación del género humano en el árbol de la cruz, para que donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida, y el que venció en un árbol, fuera en un árbol vencido, por Cristo, Señor nuestro”.

El sacrificio de Cristo, ha transformado para siempre la realidad de la Cruz. Lo que en otro tiempo ha sido un instrumento de dolor y tortura, al que los hombres tenían temor y repulsión; es hoy un signo venerable de esperanza y felicidad para la humanidad. La Cruz, ha sido desde entonces, el signo del cristiano. A ella, los hombres asociarán sus propias cruces, sabiendo que el mismo Jesucristro, quiso compartir sus propios sufrimientos. Bajo el signo de la Cruz, comenzarán y terminarán el día, el trabajo, el descanso, la oración, y las ceremonias de culto de los católicos. En la Cruz, se depositarán los dolores, las alegrías y las esperanzas de los fieles de todos los tiempos. En ella se hallará consuelo en el sufrimiento, alegría en la tristeza, compañía en la soledad y fortaleza en la debilidad. Con el paso de los siglos, la Santa Cruz, estará presente en las torres de las iglesias, en los hogares cristianos, en el cruce de los caminos, en las cumbres de las montañas, sobre el pecho de los obispos, en las tumbas de los muertos y sobre todo, en los altares.

La Santa Cruz será objeto de culto y devoción. Se la expondrá en los templos. Se la representará adornada ricamente. El culto a la Cruz, llevará a los cristianos a ir en busca de las reliquias de la verdadera cruz, donde Jesús consumó el sacrificio redentor.

El 14 de septiembre del año 335, fue dedicada la basílica levantada por el emperador Constantino en el monte Calvario, en el lugar donde su madre, Santa Elena encontró la cruz del Señor y las de los dos ladrones. La fiesta de hoy, que celebramos con el nombre de Exaltación de la Santa Cruz conmemora, a la vez, la recuperación de las reliquias de la Cruz obtenida en el año 614 por el emperador Heraclio, quien la logró rescatar de los persas que la habían robado de Jerusalén.
La Cruz es motivo de gloria para los cristianos, pues en ella, Cristo Señor Nuestro, entregó su vida en sacrificio para la redención del mundo, para restaurar nuestra antigua dignidad. La muerte de Cristo en la cruz y su Resurrección de entre los muertos, es el centro y raíz de nuestra Fe. La Santa Madre Iglesia, nos enseña que la Santa Misa es la renovación de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. El concilio de Trento afirma: “El Sacrificio de la Cruz y el Sacrificio de la Misa son un solo y mismo Sacrificio.”

En el altar de la cruz, el Hijo de Dios se ofreció como una víctima sangrienta; en al Santa Misa se ofrece de nuevo: de donde resulta, que la celebración de una Misa no tiene menos valor que la muerte de nuestro Salvador. Ruperto, abad de Deuz, se expresa así: “Tan cierto es que Cristo en la cruz alcanzó el perdón de nuestros pecados, como que bajo las especies sacramentales nos concede la misma gracia.”

El modo más conveniente de asistir a la Santa Misa, consiste en ofrecerla a Dios en unión con el sacerdote, pensado en el sacrificio de la Cruz, esto es, en la Pasión, Muerte y Resurreción del Señor; y comulgando, al menos espiritualmente. La Comunión es la unión real con la Víctima inmolada y, por consiguinte, la más grande participación en el Santo Sacrificio. Cuando oímos la Santa Misa debemos guardar la máxima devoción y respeto, como espectadores que somos del drama del Calvario.

En la liturgia tridentina, la realidad de la Misa como renovación del sacrificio de la Cruz, se hace por demás evidente. El crucifijo preside el altar. La cruz está bordada en los ornamentos del celebrante y labrada cinco veces en la piedra del altar, doce en las paredes del templo y una en el cáliz y la patena. Durante la Misa, el sacerdote hace la señal de la cruz treinta y una veces sobre la ofrenda, diez y seis veces sobre sí mismo, y tres veces sobre los fieles.

Los ornamentos con que el sacerdote se reviste nos recuerdan las insignias con que Cristo fue revestido en día de su pasión y muerte. En el amito podemos ver el velo con que los soldados del Sumo Sacerdote cubrieron el rostro del Salvador. El alba nos recuerda la vestidura blanca con que Herodes lo vistió por burla. El manípulo y la estola, los cordeles y sogas con fue aprisionado. El síngulo, los látigos nudosos y emplomados con que lo azotaron. La casulla, recuerda el manto púrpura que le pusieron los soldados. En la casulla, el celebrante tiene en el frente la columna de la flagelación y a sobre sus espaldas, lleva la Santa Cruz, como Cristo lo hizo en el vía crucis. El altar y el ara consagrada representan el monte Calvario y la piedra en que se fijó la cruz. El corporal, la palia y el purificador nos recuerdan el sudario y la sabana santa en que fue envuelto el cuerpo del Señor. Con el cáliz y la patena nos simbolizamos el sepulcro y la losa con que este se cerró.

Como podemos ver, todo en la Santa Misa, nos lleva a recordar la Cruz. La Santa Misa y la Cruz son realidades inseparablemente unidas. Quien quiera participar devotamente de la Misa, debe amar y la Pasión del Señor. Quien quiera llevar su cruz y seguir a Jesús, como el nos manda en el Evangelio, debe amar la Santa Misa. A la Misa como a la Cruz, debemos asociar nuestras, alegrías, penas, gozos y sufrimientos, y los de la humanidad entera.

Providencialmente, el Santo Padre Benedicto XVI ha querido que las normas del Motu Proprio “Summorum Pontificum”, comenzasen a observarse a partir de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Sin duda alguna, que la mayor frecuencia en la celebración de la Misa en la forma “extraordinaria”, ayudará a los fieles a recordar la íntima unión existente entre el Sacrificio del Calvario y la Santa Misa.

Que con Santa Rosa Lima, podamos exclamar: “Fuera de la cruz no hay otra escala por donde subir al cielo.”

O crux, ave, spes unica!

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