sábado, 8 de septiembre de 2018

Educar la Inteligencia



Por Mª Ángeles Almacellas Bernadó

SERVICIO CATOLICO.

La vocación y la misión de todo ser humano consiste en lograr el ideal adecuado a su dignidad. Educar es, pues, ofrecer ese supremo valor –el ideal humano- a la inteligencia y a la voluntad. Es de enorme importancia enseñar desde muy temprano a los niños a reflexionar sobre sus experiencias, para no quedarse en sus impresiones, deseos e impulsos inmediatos y dejar, así su vida vacía de sentido. Esto exige educar la inteligencia para alcanzar la capacidad de pensar con rigor y la voluntad de vivir de forma creativa[1].

Pensamiento riguroso



El niño tiene en sí mismo la capacidad de pensar, y a nosotros nos corresponde enseñarle a pensar bien. A nuestro alrededor hay realidades que, en sí mismas, no tienen poder de iniciativa, como un martillo, una piedra, unos zapatos... Estos “objetos” están frente al hombre, le son distintos, externos y extraños, y él puede analizarlos sin comprometer su propio ser. Sin embargo hay otras realidades que, aun presentando las mismas características que un “objeto” –ocupan un lugar en el espacio, son mensurables, asibles, etc...-, en cierto sentido son indelimitables. Por ejemplo, una persona. En cuanto ser corpóreo, puede ser pesada, medida, tocada..., pero ¿puede delimitarse lo que abarca en el aspecto familiar, el ético, el religioso, el afectivo...? Está claro que no, pues el ser humano, aunque tiene una dimensión objetiva, constituye todo un ámbito de realidad.

Y la misma diferencia existe entre los meros hechos de la vida cotidiana y los acontecimientos. Cada día aterrizan cientos de aviones que realizan travesías intercontinentales. Pero, la primera vez que un avión consiguió sobrevolar el Atlántico, su hazaña supuso todo un acontecimiento de enormes repercusiones para el futuro. A diario disfruta el niño del amor abnegado de sus padres, de sus cuidados y atenciones. Pero hay un día al año de resonancia muy especial: el aniversario de su nacimiento. Constituye un ámbito de agradecimiento, porque un día vino a la existencia; de alegría, porque ahora forma parte de la familia; de gozo, por poder compartir la vida con él. Es la fiesta de la participación en el hogar.
Si vemos todo borrosamente y no distinguimos unas realidades de otras, empobrecemos peligrosamente nuestra existencia, pues sólo los ámbitos pueden encontrarse entre sí, no los objetos. Con meros objetos no podemos tener experiencias de encuentro, que son las que llevan al hombre a su realización personal. Por eso, lo decisivo en la vida es elevar todo lo posible los objetos a condición de ámbitos, y evitar en toda circunstancia practicar el reduccionismo, que consiste en reducir de valor las realidades y acontecimientos de la vida.

Dimensiones de una inteligencia madura

La distinción aquilatada de los diversos modos de realidad encierra una extraordinaria importancia pedagógica, pues nos encamina por la vía de la madurez humana. Al ajustar su mente a cada tipo de realidades y acontecimientos, el niño descubre qué actitud corresponde a cada modo o nivel de realidad. Con ello, pone en tensión la mente y cultiva las tres dimensiones de la inteligencia madura: largo alcance, amplitud  y profundidad.

Largo alcance (ver más allá de lo inmediato)

Debemos ejercitar la capacidad de superar las apariencias, penetrar en cada una de las realidades y captar su sentido profundo. Esto supone hacer justicia a cada realidad y reconocer en cada instante en qué nivel de realidad nos estamos moviendo. La mera libertad de movimientos puede parecer, a primera vista, la forma óptima de libertad, cuando la capacidad de movimientos es total. Pero una inteligencia de largo alcance penetra más allá de la apariencia y se percata enseguida de que la libertad de maniobra es una forma muy sencilla y pobre de libertad. El que sigue en cada momento la voz de sus impulsos y de sus apetencias más inmediatas, lejos de ser libre, es esclavo de sus propias pulsiones. La auténtica libertad consiste en elegir únicamente las posibilidades que nos ayuden a crecer como personas y alcanzar el ideal ajustado al ser humano.

2. Amplitud (considerar varios aspectos de la realidad al mismo tiempo)

Para comprender el rango y el valor de nuestras acciones, debemos contemplarlas en el contexto concreto en que están inmersas. La relación sexual íntima, por ejemplo, es vehículo expresivo del amor entre dos personas. Pero, si se la desgaja de éste, se la vacía de sentido, se la rebaja de rango; del nivel 2 de la creatividad se la reduce al nivel 1 de la mera búsqueda de gratificaciones personales[2]. Esta forma de ver en conjunto constituye la segunda condición de la inteligencia madura: la amplitud.

3. Profundidad (ahondar en la articulación profunda de las experiencias y descubrir su sentido)

Una inteligencia penetrante tiende a conocer a fondo el lenguaje de la vida creativa, a tener una idea clara de la plenitud de sentido de cada término, de la densidad de contenido que le corresponde, de su verdadero poder expresivo.

Al oír, por ejemplo, la palabra libertad, debemos ponerla en relación con todos los términos vinculados a ella: creatividad, valores, sentido de la vida, obligación, normas, cauces... Una inteligencia madura ahonda en las implicaciones últimas de cada realidad o suceso de la vida humana.
Las tres dimensiones de la inteligencia exigen poner la mente en tensión para ver más allá de lo inmediato, considerar varios aspectos de la realidad al mismo tiempo y poner de relieve su sentido. Una inteligencia madura supone el ejercicio de un pensamiento riguroso y la voluntad de vivir de forma creativa.

Si aprende a reflexionar, a no quedarse en la primera impresión u opinión, el niño contempla las realidades con hondura y en su mutua vinculación. Al pensar con rigor, descubre las leyes básicas del desarrollo humano y prevé qué actitudes lo van a llevar a su plenitud como persona y cuáles, por el contrario, anularán la formación armónica de su personalidad. Así, es capaz de elaborar sus propios juicios de manera coherente y bien fundamentada antes de formarse una opinión o adoptar una actitud. Porque pensar con rigor no implica sólo dominar los preceptos de la lógica; supone una actitud colaboradora con las realidades del entorno. Por eso, estudiar cómo pensar con rigor nos lleva naturalmente a reflexionar sobre la creatividad.

La creatividad

Actualmente, en todos los ámbitos y especialmente en la escuela, se intenta fomentar la creatividad, que el diccionario define como “la capacidad de hacer surgir algo de la nada”. A partir de esta primera y elemental definición, la palabra se abre a un abanico de interpretaciones. Suele entenderse, ante todo, por creatividad la actividad de un artista que da a luz obras sobresalientes. Esto es cierto, pero no agota el significado del vocablo.
Si queremos “educar en la creatividad” y que nuestro proyecto educativo sea coherente y eficaz, es indispensable clarificar debidamente qué implica la actividad creadora, qué exigencias plantea, cuál es su articulación interna. En primer lugar, la persona creativa ¿hace siempre surgir algo de la nada? Si entendemos que no hay una materia previa que sustente a la experiencia creativa, o que ésta no existía antes de que se la hiciera brotar, ciertamente surge de la nada. Pero una experiencia creativa no puede darse a solas; es fruto de una experiencia reversible; implica la apertura del sujeto creador a realidades de su entorno; no a meros objetos, sino a realidades que tienen rango de ámbitos. De ahí que la creatividad presente diversos grados, desde la actividad artística de los grandes genios universales hasta la de la persona más humilde y sencilla, que sabe distinguir los objetos de los ámbitos y crea relaciones de encuentro.
Somos creativos cuando asumimos activamente alguna posibilidad que nos brinda la realidad y colaboramos a que surja algo nuevo dotado de valor. Asumir “activamente” quiere decir que ofrecemos, al mismo tiempo, nuestras propias posibilidades. Esas posibilidades recibidas permiten a nuestras potencialidades desarrollar capacidades propias. Y, como fruto de ese encuentro, se alumbra algo nuevo que encierra cierto valor.  A solas, nuestras potencias tienen un radio de acción muy limitado, si es que tienen alguno. Una persona puede estar dotada de una gran capacidad para la interpretación musical; sus potencias le permitirían llegar a ser un virtuoso del piano, pero, si no tiene posibilidad de acercarse a tal instrumento, sus potencias no podrán desarrollarse.

Saint-Exupéry recuerda un viaje en un tren repleto de gente de extracción social baja. Un niño pequeño dormía arrebujado entre sus padres. El autor francés se quedó mirando la carita del niño y recordó la figura del gran compositor Wolfang Amadeus Mozart. Y pensó que probablemente ese niño tuviera en sí potencias como para llegar a ser un gran músico, pero temió que la vida no le iba a ofrecer las posibilidades necesarias, con lo cual sus potencias quedarían ahogadas en agraz. Después de una larga reflexión, cuando el escritor separa ya definitivamente los ojos del niño, en su fuero interno lo considera como un “Mozart asesinado” (“Mozart assassiné”)[3].

Ser creativo significa que uno está abierto a las realidades del entorno, se esfuerza en captar sus diversas posibilidades y está dispuesto a entrar en relación de trato con ellas y dar lugar a realidades nuevas y valiosas: obras de arte, tal vez, pero también toda suerte de experiencias reversibles y, sobre todo, relaciones de encuentro personal.

Además, y esto encierra enorme importancia para la educación de los niños, el ejercicio de la creatividad desarrolla al máximo en el hombre la capacidad de admiración. Ésta constituye el antídoto de la tendencia al reduccionismo, a reducir el valor de cuanto nos rodea y amenguar, así, nuestra capacidad creadora en todos los sentidos. La quiebra de la creatividad nos lleva al escepticismo, al nihilismo y consiguientemente, al absurdo. Debemos esforzarnos en enseñar a los niños a admirar lo valioso, para que se abran a los valores en actitud creativa, y se entusiasmen con ellos al sentir que los llevan al cumplimiento de su propia vocación: ser personas en plenitud.  


La creatividad suscita entusiasmo por los valores, y éstos a su vez potencian la creatividad. Si no se propicia que el niño se abra activamente a las realidades valiosas que se le ofrecen, no sentirá entusiasmo. Sin entusiasmo no tendrá motivación alguna para cumplir las condiciones del encuentro. De éstas depende toda relación de intimidad entre esa realidad valiosa y él. Sin tal intimidad, la realidad valiosa se le aparecerá como extraña, y no le interesará, le dejará indiferente. La indiferencia lleva al hombre al desinterés y la apatía, actitudes ambas de efectos temibles que inquietan sobremanera a los educadores.

Todos podemos ser creativos, al menos en el sentido de fundar vínculos valiosos con las realidades circundantes. Pero, para estar en condiciones de realizar experiencias creativas, debemos reconocer las realidades que son susceptibles de ofrecer posibilidades y distinguirlas de los meros objetos manipulables. Ello exige desarrollar un pensamiento riguroso. Si deseamos fomentar la creatividad, hemos de aprender a pensar bien, ya que creatividad y pensamiento riguroso se exigen mutuamente.

Pensar bien significa básicamente penetrar a fondo en el núcleo de cada realidad o acontecimiento, y hacerles justicia, no violentarlos. Esto supone la utilización precisa de los vocablos adecuados a la cuestión que se está tratando, pues, de lo contrario, se traiciona la realidad, y la comunicación se empobrece hasta hacer inviable el encuentro. Una forma correcta de expresarse facilita la creatividad y el encuentro, mientras que una manera pobre o inadecuada de utilizar el lenguaje no sólo bloquea en el niño las posibilidades creativas sino que lo deja inerme ante los ardides de cualquier manipulador.

Lenguaje y pensamiento están íntimamente ligados: es necesario un pensamiento riguroso para aquilatar bien el sentido de las palabras y frases que pronunciamos, para vincular los conceptos y dar razón de lo que creemos, y también, como es lógico, para saber qué significa e implica lo que hacemos.

Una mente rígida, sin capacidad de profundizar, se quedará encapsulada en cada concepto. Por el contrario, el que vive creativamente es capaz de penetrar en el sentido del lenguaje creativo, que exige tensión de mente y estilo relacional de pensar. Pero la flexibilidad de mente no es innata, y aprender a pensar con rigor y vivir de forma creativa exige la ayuda de un método adecuado para educar la inteligencia, que implica tanto el análisis teórico como la entrega a actividades creativas[4].




[1] Para todo el tema de pensamiento riguroso y creatividad, véase Alfonso López Quintás, Inteligencia creativa, BAC, Madrid, 1998.


[2] Para el tema del amor personal, véase A. López Quintás, El amor humano. Su sentido y su alcance. Edibesa, Madrid, 41992.


[3] Cfr. A. de Saint-Esupéry, Terre des hommes, Folio, Gallimard, 1994, pp. 181-182.


[4] En la obra de M. Ángeles Almacellas y Teresita Piscitello Educar la inteligencia. Descubrimiento de los valores a través de la literatura y el cine (Editorial Galeón, Córdoba, Argentina, 2000) se expone ampliamente esta propuesta educativa.

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