.SANTOS QUE LA LITURGIA NOS RECUERDA
Benedicto XVI, Ángelus del 9 de agosto de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
Como el domingo pasado, también hoy -en el contexto del Año sacerdotal que estamos celebrando- nos detenemos a meditar sobre algunos santos y santas que la liturgia recuerda estos días. Excepto la virgen santa Clara de Asís, ardiente de amor divino en la oblación diaria de la oración y de la vida comunitaria, los demás son mártires, dos de los cuales fueron asesinados en el campo de concentración de Auschwitz: santa Teresa Benedicta de la Cruz -Edith Stein--, quien, nacida en la fe judía y conquistada por Cristo en edad adulta, se hizo monja carmelita y selló su existencia con el martirio; y san Maximiliano Kolbe, hijo de Polonia y de san Francisco de Asís, gran apóstol de María Inmaculada.
Encontraremos también otras figuras espléndidas de mártires de la Iglesia de Roma, como san Ponciano Papa, san Hipólito sacerdote y san Lorenzo diácono. ¡Qué admirables modelos de santidad nos propone la Iglesia! Estos santos son testigos de la caridad que ama «hasta el extremo» y no tiene en cuenta el mal recibido, sino que lo combate con el bien (cf. 1 Co 13,4-8). De ellos podemos aprender, especialmente los sacerdotes, el heroísmo evangélico que nos impulsa a dar la vida por la salvación de las almas, sin temer nada. ¡El amor vence a la muerte!
Todos los santos, pero especialmente los mártires, son testigos de Dios, que es Amor: Deus caritas est. Los lager nazis, como todo campo de exterminio, se pueden considerar símbolos extremos del mal, del infierno que se abre en la tierra cuando el hombre se olvida de Dios y se pone en su lugar, usurpándole el derecho de decidir lo que es bueno y lo que es malo, de dar la vida y la muerte. Por desgracia, este triste fenómeno no se circunscribe a los campos de concentración. Estos son, más bien, el ápice de una realidad amplia y difundida, a menudo con confines poco claros. Los santos que he recordado brevemente nos hacen reflexionar sobre las profundas divergencias que existen entre el humanismo ateo y el humanismo cristiano; una antítesis que atraviesa toda la historia, pero que al final del segundo milenio, con el nihilismo contemporáneo, ha llegado a un punto crucial, como grandes literatos y pensadores han percibido, y como los acontecimientos han demostrado ampliamente.
Por una parte, hay filosofías e ideologías, pero también cada vez más modos de pensar y de actuar que exaltan la libertad como único principio del hombre, en alternativa a Dios, y de ese modo transforman al hombre en un dios, pero es un dios equivocado, que hace de la arbitrariedad su sistema de conducta. Por otra parte, tenemos precisamente a los santos, que, practicando el Evangelio de la caridad, dan razón de su esperanza; muestran el verdadero rostro de Dios, que es Amor, y, al mismo tiempo, el auténtico rostro del hombre, creado a imagen y semejanza divina.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos a la Virgen María que nos ayude a todos -en primer lugar a los sacerdotes- a ser santos como estos heroicos testigos de la fe y de la entrega hasta el martirio. Este es el único modo para ofrecer a las instancias humanas y espirituales, que suscita la crisis profunda del mundo contemporáneo, una respuesta creíble y exhaustiva: la de la caridad en la verdad.
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ADMINISTRÓ LA SANGRE SAGRADA DE CRISTO
Del Sermón 304 de san Agustín
La Iglesia de Roma nos invita hoy a celebrar el triunfo de san Lorenzo, que superó las amenazas y seducciones del mundo, venciendo así la persecución diabólica. Él, como ya se os ha explicado más de una vez, era diácono de aquella Iglesia. En ella administró la sangre sagrada de Cristo; en ella, también, derramó su propia sangre por el nombre de Cristo. El apóstol san Juan expuso claramente el significado de la Cena del Señor, con aquellas palabras: Como Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos. Así lo entendió san Lorenzo; así lo entendió y así lo practicó; lo mismo que había tomado de la mesa del Señor, eso mismo preparó. Amó a Cristo durante su vida, lo imitó en su muerte.
También nosotros, hermanos, si amamos de verdad a Cristo, debemos imitarlo. La mejor prueba que podemos dar de nuestro amor es imitar su ejemplo, porque Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. Según estas palabras de san Pedro, parece como si Cristo sólo hubiera padecido por los que siguen sus huellas, y que la pasión de Cristo sólo aprovechara a los que siguen sus huellas. Lo han imitado los santos mártires hasta el derramamiento de su sangre, hasta la semejanza con su pasión; lo han imitado los mártires, pero no sólo ellos. El puente no se ha derrumbado después de haber pasado ellos; la fuente no se ha secado después de haber bebido ellos.
Tenedlo presente, hermanos: en el huerto del Señor no sólo hay las rosas de los mártires, sino también los lirios de las vírgenes y las yedras de los casados, así como las violetas de las viudas. Ningún hombre, cualquiera que sea su género de vida, ha de desesperar de su vocación: Cristo ha sufrido por todos. Con toda verdad está escrito de él que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
Entendamos, pues, de qué modo el cristiano ha de seguir a Cristo, además del derramamiento de sangre, además del martirio. El Apóstol, refiriéndose a Cristo, dice: A pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. ¡Qué gran majestad! Al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. ¡Qué gran humildad!
Cristo se rebajó: esto es, cristiano, lo que debes tú procurar. Cristo se sometió: ¿cómo vas tú a enorgullecerte? Finalmente, después de haber pasado por semejante humillación y haber vencido la muerte, Cristo subió al cielo: sigámoslo. Oigamos lo que dice el Apóstol: Ya que habéis resucitado con Cristo, aspirad a los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios.
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