lunes, 20 de agosto de 2018

SANTOS A LOS QUE INVOCAR E IMITAR LA VOZ DE LA IGLESIA QUE RESUENA DULCEMENTE San Pío X, Constitución apostólica «Divino Afflatu»





SANTOS A LOS QUE INVOCAR E IMITAR
Catequesis de S. S. Benedicto XVI
en la audiencia general del 20 de agosto de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Cada día la Iglesia ofrece a nuestra consideración uno o más santos y beatos a los que invocar e imitar. En esta semana, por ejemplo, recordamos algunos muy apreciados por la devoción popular. San Juan Eudes (19), que frente al rigorismo de los jansenistas -en el siglo XVII- promovió una tierna devoción, cuyas fuentes inagotables indicó en los sagrados Corazones de Jesús y de María.

San Bernardo de Claraval (20), a quien el Papa Pío VIII llamó «doctor melifluo» porque destacaba en «hacer destilar de los textos bíblicos el sentido que se encontraba escondido en ellos». A este místico, deseoso de vivir sumergido en el «valle luminoso» de la contemplación, los acontecimientos lo llevaron a viajar por Europa para servir a la Iglesia en las necesidades de su tiempo y para defender la fe cristiana. Ha sido definido también como «doctor mariano», no porque haya escrito muchísimo sobre la Virgen, sino porque supo captar su papel esencial en la Iglesia, presentándola como el modelo perfecto de la vida monástica y de todas las demás formas de vida cristiana.


San Pío X (21), que vivió en un periodo histórico atormentado. De él Juan Pablo II dijo, cuando visitó su pueblo natal en 1985: «Luchó y sufrió por la libertad de la Iglesia, y por esta libertad se manifestó dispuesto a sacrificar privilegios y honores, a afrontar incomprensión y escarnios, puesto que valoraba esta libertad como garantía última para la integridad y la coherencia de la fe».

Santa María Reina (22), memoria instituida por el siervo de Dios Pío XII en el año 1954, y que la renovación litúrgica impulsada por el concilio Vaticano II puso como complemento de la festividad de la Asunción, ya que ambos privilegios forman un único misterio.

Y santa Rosa de Lima (23), la primera santa canonizada del continente latinoamericano, del que es patrona principal. Santa Rosa solía repetir: «Si los hombres supieran qué es vivir en gracia, no se asustarían de ningún sufrimiento y aguantarían con gusto cualquier pena, porque la gracia es fruto de la paciencia». Murió a los 31 años, en 1617, tras una breve existencia llena de privaciones y sufrimiento, en la fiesta del apóstol san Bartolomé, del que era muy devota porque había sufrido un martirio particularmente doloroso.

Así pues, queridos hermanos y hermanas, día tras día la Iglesia nos ofrece la posibilidad de caminar en compañía de los santos. Hans Urs von Balthasar escribió que los santos constituyen el comentario más importante del Evangelio, su actualización en la vida diaria; por eso representan para nosotros un camino real de acceso a Jesús. El escritor francés Jean Guitton los describía como «los colores del espectro en relación con la luz», porque cada uno de ellos refleja, con tonalidades y acentos propios, la luz de la santidad de Dios. ¡Qué importante y provechoso es, por tanto, el empeño por cultivar el conocimiento y la devoción de los santos, así como la meditación diaria de la palabra de Dios y el amor filial a la Virgen!

El período de vacaciones constituye un tiempo útil para repasar la biografía y los escritos de algunos santos o santas en particular, pero cada día del año nos ofrece la oportunidad de familiarizarnos con nuestros patronos celestiales. Su experiencia humana y espiritual muestra que la santidad no es un lujo, no es un privilegio de unos pocos, una meta imposible para un hombre normal; en realidad, es el destino común de todos los hombres llamados a ser hijos de Dios, la vocación universal de todos los bautizados. La santidad se ofrece a todos; naturalmente no todos los santos son iguales: de hecho, como he dicho, son el espectro de la luz divina. Y no es necesariamente un gran santo el que posee carismas extraordinarios. En efecto, hay muchísimos cuyo nombre sólo Dios conoce, porque en la tierra han llevado una vida aparentemente muy normal.

Precisamente estos santos «normales» son los santos que Dios quiere habitualmente. Su ejemplo testifica que sólo cuando se está en contacto con el Señor se llena uno de su paz y de su alegría y se es capaz de difundir por doquier serenidad, esperanza y optimismo. Considerando la variedad de sus carismas, Bernanos, gran escritor francés a quien siempre fascinó la idea de los santos -cita a muchos en sus novelas- destaca que «cada vida de santo es como un nuevo florecimiento de primavera».

Que esto nos suceda también a nosotros. Así pues, dejémonos atraer por la fascinación sobrenatural de la santidad. Que nos obtenga esta gracia María, la Reina de todos los santos, Madre y refugio de los pecadores.

* * *

LA VOZ DE LA IGLESIA QUE RESUENA DULCEMENTE
San Pío X, Constitución apostólica «Divino Afflatu»

Es un hecho demostrado que los salmos, compuestos por inspiración divina, cuya colección forma parte de las sagradas Escrituras, ya desde los orígenes de la Iglesia sirvieron admirablemente para fomentar la piedad de los fieles, que ofrecían continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de unos labios que confiesan su nombre, y que además, por una costumbre heredada del antiguo Testamento, alcanzaron un lugar importante en la sagrada liturgia y en el Oficio divino. De ahí nació lo que san Basilio llama «la voz de la Iglesia», y la salmodia, calificada por nuestro antecesor Urbano VIII como «hija de la himnodia que se canta asiduamente ante el trono de Dios y del Cordero», y que, según el dicho de san Atanasio, enseña, sobre todo a las personas dedicadas al culto divino, «cómo hay que alabar a Dios y cuáles son las palabras más adecuadas» para ensalzarlo. Con relación a este tema, dice bellamente san Agustín: «Para que el hombre alabara dignamente a Dios, Dios se alabó a sí mismo; y, porque se dignó alabarse, por esto el hombre halló el modo de alabarlo».

Los salmos tienen, además, una eficacia especial para suscitar en las almas el deseo de todas las virtudes. En efecto, «si bien es verdad que toda Escritura, tanto del antiguo como del nuevo Testamento, inspirada por Dios es útil para enseñar, según está escrito, sin embargo, el libro de los salmos, como el paraíso en el que se hallan (los frutos) de todos los demás (libros sagrados), prorrumpe en cánticos y, al salmodiar, pone de manifiesto sus propios frutos junto con aquellos otros». Estas palabras son también de san Atanasio, quien añade asimismo: «A mi modo de ver, los salmos vienen a ser como un espejo, en el que quienes salmodian se contemplan a sí mismos y sus diversos sentimientos, y con esta sensación los recitan». San Agustín dice en el libro de sus Confesiones: «¡Cuánto lloré con tus himnos y cánticos, conmovido intensamente por las voces de tu Iglesia que resonaba dulcemente! A medida que aquellas voces se infiltraban en mis oídos, la verdad se iba haciendo más clara en mi interior y me sentía inflamado en sentimientos de piedad, y corrían las lágrimas, que me hacían mucho bien».

En efecto, ¿quién dejará de conmoverse ante aquellas frecuentes expresiones de los salmos en las que se ensalza de un modo tan elevado la inmensa majestad de Dios, su omnipotencia, su inefable justicia, su bondad o clemencia y todos sus demás infinitos atributos, dignos de alabanza? ¿En quién no encontrarán eco aquellos sentimientos de acción de gracias por los beneficios recibidos de Dios, o aquellas humildes y confiadas súplicas por los que se espera recibir, o aquellos lamentos del alma que llora sus pecados? ¿Quién no se sentirá inflamado de amor al descubrir la imagen esbozada de Cristo redentor, de quien san Agustín «oía la voz en todos los salmos, ora salmodiando, ora gimiendo, ora alegre por la esperanza, ora suspirando por la realidad»?

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