jueves, 2 de agosto de 2018

SANTA CLARA DE ASÍS, LA MUJER DE LA ESPERANZA (II)





SANTA CLARA DE ASÍS,
LA MUJER DE LA ESPERANZA (II)
por Suor Chiara Augusta Lainati, osc

COMO UNA AGONÍA

«Tú eres nuestra esperanza, grande y admirable Señor, Dios omnipotente, misericordioso Salvador». Estas palabras, que Francisco escribió para Fray León, pasaron ciertamente a las manos y de las manos al corazón de Clara. «Tú eres seguridad, Tú eres todas nuestras riquezas a satisfacción, Tú eres custodio y defensor» (AlD).

Toda otra seguridad -fuera de Ti, Amor pobre- es una traición.

Y he aquí a Clara lanzarse desde ahora, y ya en todo momento, al vacío: vende su herencia y da lo obtenido a los pobres; hace aprobar de viva voz a Inocencio III aquel sorprendente Privilegio de la pobreza, que será luego concedido por escrito en 1228 y en el que podemos leer: «No os aparta de vuestro propósito la penuria de las cosas, porque la izquierda de vuestro celestial Esposo está bajo vuestra cabeza para sostener las flaquezas de vuestro cuerpo... y Aquel que alimenta a los pájaros del cielo y viste los lirios del campo, no permitirá que os falte alimento y vestido».

Dios hará que no os falte... Pero ¡cuánta expectación de esperanza para aquella mujer a quien un hijo espiritual, un futuro Papa, no dudará en llamar «madre de su salvación» (Carta Ab illa hora del Cardenal Hugolino).

Porque es de noche aquí abajo, noche más profunda que la del bosque de encinas alrededor de la Porciúncula. Noche también para Clara, noche en la que sólo la pura esperanza puede entrever una luz; noche en la que la única salvación es «mirarse» en aquel «espejo» que es el rostro de Cristo, el Amor pobre, privado del esplendor humano, que cuelga de la cruz: «Esperanza de Israel, su salvador en tiempo de angustia» (Jer 14,8).


«Contempla, deseando imitarlo, a tu Esposo, el más hermoso de los hijos de los hombres, que, por tu salvación, se ha hecho el más vil de los hombres, despreciado, golpeado y flagelado de múltiples formas en todo su cuerpo... Si mueres con Él en la cruz de la tribulación, poseerás con Él las mansiones celestes... y tu nombre será inscrito en el libro de la vida» (2CtaCl 20ss).

Si me peguntaseis dónde aprendió Santa Clara a «agonizar» con Cristo agonizante (LCl 31) -aunque es una pregunta que no se puede formular, porque sólo puede responderla Aquel que se lo enseñó-, os respondería: probad a tener cincuenta hijas y nada con qué saciarles el hambre (Proc VI, 6); probad a tener una «hermana Andrea» a la que la desesperación suscita en el corazón insanos propósitos (Proc III, 16); probad a alimentar en el corazón, para todos, la esperanza que se ancla sólo en aquel «espejo colocado en el leño de la cruz» (4CtaCl)... para todos: papa, cardenales, obispos, sacerdotes, hermanos, así como para los simples hombres del pueblo, para Asís entera, para todos: porque todos «mendigaron» esperanza de Clara, «madre de la salvación». Probad...

Es noche, de hecho, aquí abajo. Y la salvación viene únicamente de Dios, de aquel Dios clavado a una cruz, que se ha hecho «esperanza de Israel, su salvador en tiempo de angustia». Y es fatigoso -una verdadera agonía- caminar, por todos, en la arena candente de este desierto que conduce a la tierra prometida. Pero está escrito: «Será como rocío procedente de Yahvé, cual lluvia sobre la hierba aquel que no espera en el hombre ni aguarda nada de los hijos de los hombres» (Miq 5,6).

Y la certeza de que «no habrá allí más noche» (Ap 22,5), ¿acaso no diseña ya, desde acá abajo, un alba en el horizonte?

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