sábado, 18 de agosto de 2018

SAN JUAN EUDES Y LA FORMACIÓN DEL CLERO FUENTE DE SALVACIÓN Y DE VIDA VERDADERA FUE DADO AL MUNDO PARA SALVACIÓN Y CONSUELO DE TODO EL PUEBLO FIEL




SAN JUAN EUDES Y LA FORMACIÓN DEL CLERO
De la Catequesis de S. S. Benedicto XVI
en la audiencia general del 19 de agosto de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

Se celebra hoy la memoria litúrgica de san Juan Eudes, apóstol incansable de la devoción a los Sagrados Corazones de Jesús y de María, quien vivió en Francia en el siglo XVII, un siglo marcado por fenómenos religiosos contrapuestos y también por graves problemas políticos. Es el tiempo de la guerra de los Treinta Años, que devastó no sólo gran parte de Europa central, sino también las almas. Mientras se difundía el desprecio hacia la fe cristiana por parte de algunas corrientes de pensamiento entonces dominantes, el Espíritu Santo suscitaba una renovación espiritual llena de fervor, con personalidades de alto nivel como De Bérulle, san Vicente de Paúl, san Luis María Grignon de Montfort y san Juan Eudes. Esta gran «escuela francesa» de santidad tuvo también entre sus frutos a san Juan María Vianney.

En el contexto del Año sacerdotal, quiero subrayar el celo apostólico de san Juan Eudes, dirigido especialmente a la formación del clero diocesano. Los santos son la verdadera interpretación de la Sagrada Escritura. Los santos han verificado, en la experiencia de la vida, la verdad del Evangelio; así nos introducen en el conocimiento y en la comprensión del Evangelio. El concilio de Trento, en 1563, había emanado normas para la erección de los seminarios diocesanos y para la formación de los sacerdotes, pues el Concilio era consciente de que toda la crisis de la reforma estaba condicionada también por una formación insuficiente de los sacerdotes, que no estaban preparados para el sacerdocio de modo adecuado, intelectual y espiritualmente, en el corazón y en el alma.


Esto sucedía en 1563; pero, dado que la aplicación y la realización de las normas se dilataban tanto en Alemania como en Francia, san Juan Eudes vio las consecuencias de esta carencia. Movido por la clara conciencia de la gran necesidad de ayuda espiritual que experimentaban las almas precisamente a causa de la falta de preparación de gran parte del clero, el santo, que era párroco, instituyó una congregación dedicada de manera específica a la formación de los sacerdotes. En la ciudad universitaria de Caen (Francia), fundó su primer seminario, experiencia sumamente apreciada, que muy pronto se extendió a otras diócesis.

El camino de santidad que recorrió y propuso a sus discípulos tenía como fundamento una sólida confianza en el amor que Dios reveló a la humanidad en el Corazón sacerdotal de Cristo y en el Corazón maternal de María. En aquel tiempo de crueldad, de pérdida de interioridad, se dirigió al corazón en la línea de la palabra profética (Is 46,8): Redite, praevaricatores, ad cor, muchas veces comentada por san Agustín. Quería hacer volver a las personas, a los hombres, y sobre todo a los futuros sacerdotes, al corazón, mostrando el Corazón sacerdotal de Cristo y el Corazón maternal de María. Todo sacerdote debe ser testigo y apóstol de este amor del Corazón de Cristo y del Corazón de María.

También hoy se experimenta la necesidad de que los sacerdotes den testimonio de la misericordia infinita de Dios con una vida totalmente «conquistada» por Cristo, y aprendan esto desde los años de su formación en los seminarios. El Papa Juan Pablo II, después del Sínodo de 1990, publicó la exhortación apostólica Pastores dabo vobis, en la que retoma y actualiza las normas del concilio de Trento y subraya sobre todo la necesaria continuidad entre el momento inicial y el permanente de la formación; para él, como para nosotros, es un verdadero punto de partida para una auténtica reforma de la vida y del apostolado de los sacerdotes, e igualmente es el punto fundamental para que la «nueva evangelización» no sea sólo un eslogan atractivo, sino que se traduzca en realidad.

Concluyo dirigiendo a todos la exhortación de san Juan Eudes, que dice así a los sacerdotes: «Entregaos a Jesús para entrar en la inmensidad de su gran Corazón, que contiene el Corazón de su santa Madre y de todos los santos, y para perderos en este abismo de amor, de caridad, de misericordia, de humildad, de pureza, de paciencia, de sumisión y de santidad».

* * *

FUENTE DE SALVACIÓN Y DE VIDA VERDADERA
Del Tratado de san Juan Eudes
sobre el admirable Corazón de Jesús

Te pido que pienses que nuestro Señor Jesucristo es realmente tu cabeza y que tú eres uno de sus miembros. Él es para ti como la cabeza para con los miembros; todo lo suyo es tuyo: el espíritu, el corazón, el cuerpo, el alma y todas sus facultades, y tú debes usar de todo ello como de algo propio, para que, sirviéndolo, lo alabes, lo ames y lo glorifiques. En cuanto a ti, eres para él como el miembro para con la cabeza, por lo cual él desea intensamente usar de todas tus facultades como propias, para servir y glorificar al Padre.

Y él no es para ti sólo eso que hemos dicho, sino que además quiere estar en ti, viviendo y dominando en ti a la manera que la cabeza vive en sus miembros y los gobierna. Quiere que todo lo que hay en él viva y domine en ti: su espíritu en tu espíritu, su corazón en el tuyo, todas las facultades de su alma en las tuyas, de modo que en ti se realicen aquellas palabras: Glorificad a Dios con vuestro cuerpo, y que la vida de Jesús se manifieste en vosotros.

Igualmente, tú no sólo eres para el Hijo de Dios, sino que debes estar en él como los miembros están en la cabeza. Todo lo que hay en ti debe ser injertado en él, y de él debes recibir la vida y ser gobernado por él. Fuera de él no hallarás la vida verdadera, ya que él es la única fuente de vida verdadera; fuera de él no hallarás sino muerte y destrucción. Él ha de ser el único principio de toda tu actividad y de todas tus energías; debes vivir de él y por él, para que en ti se cumplan aquellas palabras: Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos.

Eres, por tanto, una sola cosa con Jesús, del mismo modo que los miembros son una sola cosa con la cabeza, y, por eso, debes tener con él un solo espíritu, una sola alma, una sola vida, una sola voluntad, un solo sentir, un solo corazón. Y él debe ser tu espíritu, tu corazón, tu amor, tu vida y todo lo tuyo. Todas estas grandezas del cristiano tienen su origen en el bautismo, son aumentadas y corroboradas por el sacramento de la confirmación y por el buen empleo de las demás gracias comunicadas por Dios, que en la sagrada eucaristía encuentran su mejor complemento.

* * *

FUE DADO AL MUNDO PARA SALVACIÓN
Y CONSUELO DE TODO EL PUEBLO FIEL
De la biografía de San Luis, obispo,
escrita por un contemporáneo

Dispuso el Señor en su sabiduría llevarse con él en temprana edad al bienaventurado Luis, quien vivió para ser luz de los pueblos, librándole de la seducción del mal y de las tentaciones de este mundo, asociándole al coro de los ángeles, pero queriendo al mismo tiempo que sus cortos años fueran ejemplo acabado de perfección para consuelo de todo el pueblo fiel.

Luis fue aquella luz colocada por el mismo Dios sobre el candelabro para iluminar con su esplendor a los que moran en la casa del Señor, que es la Iglesia, para atractivo de tantos corazones que se dejarían llevar del amor divino por su ejemplo. Fue elegido también como el arca mística de salvación del mundo, para confundir la infidelidad, abatir el error, para fortalecimiento de la Iglesia católica y como modelo de la verdadera fe.

Este angelical joven, de rostro celestial, era admirable en sus obras, espejo de buenas costumbres. Toda clase de personas, de cualquier condición y edad, acudían a él en tropel, corriendo peligro en ocasiones su integridad física ante el acoso multitudinario que le rodeaba. Los fieles quedaban extasiados contemplándole en las celebraciones litúrgicas, escuchando su palabra fervorosa y penetrante, cargada de profunda humildad y de afectuosa caridad; siendo, además, su conversación honesta y su comportamiento edificante en todo momento. ¿Quién podía quedar indiferente ante un joven, hijo de un rey, con cualidades humanas eminentes, humilde y sin jactancia en el ejercicio episcopal, mortificado, sabio, y elocuente, virtuoso, afable y simplicísimo? Cuantos le contemplaban, veían un ángel vestido de hombre.

Después de quince días de grave enfermedad, la mañana misma de su muerte, oró así al Señor: «Dios todopoderoso, que me hiciste llegar a disfrutar del día de hoy...».

Y pronunció otras súplicas que durante las fechas anteriores no pudo hacer por el estado agónico en que se hallaba. Hacia las tres de la tarde, pidió que le sentaran en el lecho, elevó sus ojos al cielo, manteniendo en sus manos el crucifijo, o haciendo que se lo presentaran, porque su debilidad, a veces, ni esto le permitía, y, hasta la caída de la noche, recitaba sin interrupción: «Te adoramos, oh Cristo... No tengas en cuenta, Señor, los delitos de mi juventud...».

Recitaba también otras fervientes súplicas a la Virgen María, persignándose frecuentemente con la señal de la cruz. Alguno de los presentes le sugirió que no se fatigara repitiendo tantas veces el Ave María; a lo que contestó: «Muy pronto me he de morir, y la Virgen María me salvará».

El bienaventurado Luis, amado de Dios y de los hombres, habiéndose cumplido en él todos los planes amorosos de la divina providencia, entregó su alma al Señor para disfrutar eternamente las delicias de la plenitud de la gracia y de la luz.

No hay comentarios. :

Publicar un comentario