viernes, 17 de agosto de 2018

¿PENSÁIS QUE HE VENIDO A TRAER AL MUNDO PAZ?» EL SEÑOR SE HA COMPADECIDO DE NOSOTROS




«¿PENSÁIS QUE HE VENIDO A TRAER AL MUNDO PAZ?»
Benedicto XVI, Ángelus del 19 de agosto de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

En el evangelio de este domingo [XX del T. O., Ciclo C] hay una expresión de Jesús que siempre atrae nuestra atención y hace falta comprenderla bien. Mientras va de camino hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en cruz, Cristo dice a sus discípulos: «¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división». Y añade: «En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra» (Lc 12,51-53). Quien conozca, aunque sea mínimamente, el evangelio de Cristo, sabe que es un mensaje de paz por excelencia; Jesús mismo, como escribe san Pablo, «es nuestra paz» (Ef 2,14), muerto y resucitado para derribar el muro de la enemistad e inaugurar el reino de Dios, que es amor, alegría y paz. ¿Cómo se explican, entonces, esas palabras suyas? ¿A qué se refiere el Señor cuando dice -según la redacción de san Lucas- que ha venido a traer la «división», o -según la redacción de san Mateo- la «espada»? (Mt 10,34).

Esta expresión de Cristo significa que la paz que vino a traer no es sinónimo de simple ausencia de conflictos. Al contrario, la paz de Jesús es fruto de una lucha constante contra el mal. El combate que Jesús está decidido a librar no es contra hombres o poderes humanos, sino contra el enemigo de Dios y del hombre, contra Satanás. Quien quiera resistir a este enemigo permaneciendo fiel a Dios y al bien, debe afrontar necesariamente incomprensiones y a veces auténticas persecuciones.


Por eso, todos los que quieran seguir a Jesús y comprometerse sin componendas en favor de la verdad, deben saber que encontrarán oposiciones y se convertirán, sin buscarlo, en signo de división entre las personas, incluso en el seno de sus mismas familias. En efecto, el amor a los padres es un mandamiento sagrado, pero para vivirlo de modo auténtico no debe anteponerse jamás al amor a Dios y a Cristo. De este modo, siguiendo los pasos del Señor Jesús, los cristianos se convierten en «instrumentos de su paz», según la célebre expresión de san Francisco de Asís. No de una paz inconsistente y aparente, sino real, buscada con valentía y tenacidad en el esfuerzo diario por vencer el mal con el bien (cf. Rm 12,21) y pagando personalmente el precio que esto implica.

La Virgen María, Reina de la paz, compartió hasta el martirio del alma la lucha de su Hijo Jesús contra el Maligno, y sigue compartiéndola hasta el fin de los tiempos. Invoquemos su intercesión materna para que nos ayude a ser siempre testigos de la paz de Cristo, sin llegar jamás a componendas con el mal.

* * *

EL SEÑOR SE HA COMPADECIDO DE NOSOTROS
Del sermón 23A de san Agustín

Dichosos nosotros si llevamos a la práctica lo que escuchamos y cantamos. Porque cuando escuchamos es como si sembráramos una semilla, y cuando ponemos en práctica lo que hemos oído es como si esta semilla fructificara. Empiezo diciendo esto porque quisiera exhortaros a que no vengáis nunca a la iglesia de manera infructuosa, limitándoos sólo a escuchar lo que aquí se dice, pero sin llevarlo a la práctica. Porque, como dice el Apóstol, estáis salvados por su gracia, pues no se debe a las obras, para que nadie pueda presumir. No ha precedido, en efecto, de parte nuestra una vida santa, cuyas acciones Dios haya podido admirar, diciendo por ello: «Vayamos al encuentro y premiemos a estos hombres, porque la santidad de su vida lo merece». A Dios le desagradaba nuestra vida, le desagradaban nuestras obras; le agradaba, en cambio, lo que él había realizado en nosotros. Por ello, en nosotros, condenó lo que nosotros habíamos realizado y salvó lo que él había obrado.

Nosotros, por tanto, no éramos buenos. Y, con todo, él se compadeció de nosotros y nos envió a su Hijo a fin de que muriera, no por los buenos, sino por los malos; no por los justos, sino por los impíos. Dice, en efecto, la Escritura: Cristo murió por los impíos. Y ¿qué se dice a continuación? Apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir. Es posible, en efecto, encontrar quizás alguno que se atreva a morir por un hombre de bien; pero por un inicuo, por un malhechor, por un pecador, ¿quién querrá entregar su vida, a no ser Cristo, que fue justo hasta tal punto que justificó incluso a los que eran injustos?

Ninguna obra buena habíamos realizado, hermanos míos; todas nuestras acciones eran malas. Pero, a pesar de ser malas las obras de los hombres, la misericordia de Dios no abandonó a los humanos. Y Dios envió a su Hijo para que nos rescatara, no con oro o plata, sino a precio de su sangre, la sangre de aquel Cordero sin mancha, llevado al matadero por el bien de los corderos manchados, si es que debe decirse simplemente manchados y no totalmente corrompidos. Tal ha sido, pues, la gracia que hemos recibido. Vivamos, por tanto, dignamente, ayudados por la gracia que hemos recibido y no hagamos injuria a la grandeza del don que nos ha sido dado. Un médico extraordinario ha venido hasta nosotros, y todos nuestros pecados han sido perdonados. Si volvemos a enfermar, no sólo nos dañaremos a nosotros mismos, sino que seremos además ingratos para con nuestro médico.

Sigamos, pues, las sendas que él nos indica e imitemos, en particular, su humildad, aquella humildad por la que él se rebajó a sí mismo en provecho nuestro. Esta senda de humildad nos la ha enseñado él con sus palabras y, para darnos ejemplo, él mismo anduvo por ella, muriendo por nosotros. Para poder morir por nosotros, siendo como era inmortal, la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Así el que era inmortal se revistió de mortalidad para poder morir por nosotros y destruir nuestra muerte con su muerte.

Esto fue lo que hizo el Señor, éste el don que nos otorgó. Siendo grande, se humilló; humillado, quiso morir; habiendo muerto, resucitó y fue exaltado para que nosotros no quedáramos abandonados en el abismo, sino que fuéramos exaltados con él en la resurrección de los muertos, los que, ya desde ahora, hemos resucitado por la fe y por la confesión de su nombre. Nos dio y nos indicó, pues, la senda de la humildad. Si la seguimos, confesaremos al Señor y, con toda razón, le daremos gracias, diciendo: Te damos gracias, oh Dios, te damos gracias, invocando tu nombre.

No hay comentarios. :

Publicar un comentario