martes, 7 de agosto de 2018

MENSAJE DE S. S. JUAN PABLO II A LAS CLARISAS CON MOTIVO DEL VIII CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE SANTA CLARA DE ASÍS (11-VIII-1993)





MENSAJE DE S. S. JUAN PABLO II A LAS CLARISAS
CON MOTIVO DEL VIII CENTENARIO DEL NACIMIENTO
DE SANTA CLARA DE ASÍS (11-VIII-1993)

4. Si Catalina de Siena es la santa llena de pasión por la sangre de Cristo; si Teresa la Grande es la mujer que va de «morada» en «morada» hasta llegar al umbral del gran Rey en el Castillo interior; y si Teresa del Niño Jesús es la que recorre con sencillez evangélica el camino, Clara es la amante apasionada del Crucificado pobre, con quien quiere identificarse totalmente.

En una de sus cartas se expresa de la siguiente manera: «Mira que él por ti se ha hecho objeto de desprecio, y sigue su ejemplo, haciéndote, por amor suyo, despreciable en este mundo. Mira… a tu Esposo, el más hermoso de entre los hijos de los hombres, que por tu salvación se hizo el más vil de los hombres, despreciado, maltratado y flagelado repetidamente en todo el cuerpo, e incluso agonizante entre los dolores más terribles en la cruz. Medita, contempla y trata de imitarlo. Si con él sufres, con él reinarás; si con él lloras, con él gozarás; si con él mueres en la cruz de la tribulación, poseerás con él las moradas celestiales en el esplendor de los santos, y tu nombre quedará escrito en el Libro de la vida…» (2CtaCl 19-22).


Clara, que ingresó en el monasterio cuando tenía apenas 18 años, muere allí a los 59, tras una vida de sufrimientos, oración constante, austeridad y penitencia. Por este deseo ardiente del Crucificado pobre nada le pesará jamás, hasta el punto de que, ya agonizante, dijo a fray Reinaldo, que la asistía «en el largo martirio de tan graves enfermedades»…: «Desde que conocí la gracia de mi Señor Jesucristo por medio de su siervo Francisco, ninguna pena me ha resultado molesta y ninguna penitencia, gravosa; ninguna enfermedad me ha resultado dura, hermano querido» (LCl 44).

5. Pero Cristo, al sufrir en la cruz, también refleja la gloria del Padre y atrae hacia sí en su Pascua a quien lo ha amado hasta compartir sus sufrimientos por amor.

La frágil joven de 18 años que, al huir de su casa la noche del domingo de Ramos del año 1212, se lanza sin titubear a esa nueva experiencia, creyendo sólo en el Evangelio que le indicó Francisco, completamente sumergida con los ojos del rostro y con los del corazón en el Cristo pobre y crucificado, experimenta esta unión que la transforma: «Coloca tus ojos -escribe a Inés de Praga- ante el espejo de la eternidad, coloca tu alma en el esplendor de la gloria, coloca tu corazón en aquel que es figura de la sustancia divina y transfórmate totalmente, por medio de la contemplación, en la imagen de su divinidad. Entonces también tú experimentarás lo que está reservado únicamente a sus amigos, y gustarás la dulzura secreta que Dios mismo ha reservado desde el inicio a los que lo aman. Sin conceder siquiera una mirada a las seducciones, que en este mundo falaz y agitado tienden lazos a los ciegos para atraer hacia ellas su corazón, con todo tu ser ama a aquel que por tu amor se entregó» (3CtaCl 12-15).

Encerrada en el monasterio de San Damián, en una vida marcada por la pobreza, el cansancio, la tribulación y la enfermedad, pero también por una comunión fraterna tan intensa que, en el lenguaje de la Forma de vida, recibe el nombre de «santa unidad», Clara siente la alegría más pura que se haya concedido experimentar a una criatura: la de vivir en Cristo la unión perfecta de las tres Personas divinas, entrando casi en el inefable circuito del amor trinitario.

6. La vida de Clara, bajo la guía de Francisco, no fue una vida eremítica, aunque fue contemplativa y de clausura. Alrededor de ella, que quería vivir como las aves del cielo y los lirios del campo, se reunió un primer núcleo de hermanas, contentas con solo Dios. Esta pequeña grey, que rápidamente fue aumentando, no alimentaba ningún temor: la fe era para ella motivo de tranquilidad y seguridad frente a todo peligro. Clara y las hermanas tenían un corazón tan grande como el mundo: como contemplativas, intercedían por toda la humanidad. Como almas sensibles a los problemas cotidianos de cada uno, sabían hacerse cargo de toda aflicción: no había ninguna preocupación, ningún sufrimiento, ninguna angustia o desesperación ajena que no hallara eco en su corazón de mujeres entregadas a la oración. Clara lloró y suplicó al Señor por la amada ciudad de Asís, asediada por las tropas de Vitale di Aversa, y logró que la ciudad fuera librada de la guerra. Oraba todos los días por los enfermos y muchas veces los curaba con el signo de la cruz. Persuadida de que sólo tiene vida apostólica quien se sumerge en el pecho desgarrado de Cristo crucificado, escribía a Inés de Praga con las palabras de san Pablo: «Te considero colaboradora de Dios mismo y apoyo de los miembros débiles y vacilantes de su Cuerpo inefable» (3CtaCl 8).

Toda la vida de Clara era una eucaristía, porque -al igual que Francisco- elevaba desde su clausura una continua acción de gracias a Dios con la oración, la alabanza, la súplica, la intercesión, el llanto, el ofrecimiento y el sacrificio. Acogía y ofrecía todo al Padre en unión con la infinita acción de gracias del Hijo unigénito, niño, crucificado, resucitado y vivo a la derecha del Padre.

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