MENSAJE DE JUAN PABLO II A LAS CLARISAS (9-VIII-03)
en el 750 aniversario de la muerte de Santa Clara (II)
4. Sólo la opción exclusiva por Cristo crucificado, que realizó con ardiente amor, explica la decisión con la que santa Clara se adentró en el camino de la «altísima pobreza», expresión que encierra en su significado la experiencia de desprendimiento vivida por el Hijo de Dios en la Encarnación. Al llamarla «altísima», santa Clara quería expresar en cierto modo el anonadamiento del Hijo de Dios, que la llenaba de asombro: «Tal y tan gran Señor -escribió-, descendiendo al seno de la Virgen, quiso aparecer en el mundo hecho despreciable, indigente y pobre, a fin de que los hombres, que eran pobrísimos e indigentes, y sufrían el hambre del alimento celestial, llegaran a ser ricos, mediante la posesión del reino de los cielos» (1CtaCl 19-20). Percibía esta pobreza en toda la experiencia terrena de Jesús, desde Belén hasta el Calvario, donde el Señor «desnudo permaneció en el patíbulo» (TestCl 45).
Seguir al Hijo de Dios, que se ha hecho nuestro camino, representaba para ella no desear más que sumergirse con Cristo en la experiencia de una humildad y de una pobreza radicales, que implicaban todos los aspectos de la experiencia humana, hasta el desprendimiento de la cruz. La opción por la pobreza era para santa Clara una exigencia de fidelidad al Evangelio, hasta el punto de que la impulsó a pedir al Papa un «privilegio de pobreza», como prerrogativa de la forma de vida monástica iniciada por ella. Insertó este «privilegio», defendido tenazmente durante toda su vida, en la Regla que recibió la confirmación papal en la antevíspera de su muerte, con la bula Solet annuere, del 9 de agosto de 1253, hace 750 años.
5. La mirada de santa Clara permaneció hasta el final fija en el Hijo de Dios, cuyos misterios contemplaba sin cesar. Tenía la mirada amante de la esposa, llena del deseo de una comunión cada vez más plena. En particular, se entregaba a la meditación de la Pasión, contemplando el misterio de Cristo, que desde lo alto de la cruz la llamaba y la atraía. Escribió: «¡Oh vosotros, todos los que pasáis por el camino: mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor! No hay sino responder, con una sola voz y un solo espíritu, a su clamor y gemido: No se apartará de mí tu recuerdo y dentro de mí se derretirá mi alma» (4CtaCl Praga, 25-26). Y exhortaba: «Déjate abrasar, por lo tanto, ... cada vez con mayor fuerza por este ardor, de caridad... y grita con todo el ardor de tu deseo y de amor: Llévame en pos de ti, Esposo celestial» (4CtaCl 27-29).
Esta comunión plena con el misterio de Cristo la introdujo en la experiencia de la inhabitación trinitaria, en la que el alma toma cada vez mayor conciencia de que Dios mora en ella: «Mientras los cielos, con todas las otras cosas creadas, no pueden contener a su Creador, en cambio el alma fiel, y sólo ella, es su morada y su trono, y ello solamente por efecto de la caridad, de la que carecen los impíos» (3CtaCl 22-23).
6. La comunidad reunida en San Damián, guiada por santa Clara, eligió vivir según la forma del santo Evangelio en una dimensión contemplativa claustral, que se distinguía como un «vivir comunitariamente en unidad de espíritus» (RCl, Prólogo, 5), según un «modo de santa unidad» (ib., 16). La particular comprensión que tuvo santa Clara del valor de la unidad en la fraternidad parece referirse a una madura experiencia contemplativa del Misterio trinitario. En efecto, la auténtica contemplación no se aísla en el individualismo, sino que realiza la verdad de ser uno en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Santa Clara no sólo organizó en su Regla la vida fraterna en torno a los valores del servicio recíproco, de la participación y de la comunión, sino que también se preocupó de que la comunidad estuviera sólidamente edificada sobre «la unión del mutuo amor y de la paz» (RCl 4,22), y también de que las hermanas fueran «solícitas siempre en guardar unas con otras la unidad del amor recíproco, que es vínculo de perfección» (RCl 10,7).
En efecto, estaba convencida de que el amor mutuo edifica la comunidad y produce un crecimiento en la vocación; por eso, en su Testamento exhortaba: «Y amándoos mutuamente en la caridad de Cristo, manifestad externamente, con vuestras obras, el amor que os tenéis internamente, a fin de que, estimuladas las hermanas con este ejemplo, crezcan continuamente en el amor de Dios y en la recíproca caridad» (TestCl 59-60).
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