sábado, 18 de agosto de 2018

Lo último, Pensilvania. Y van.

Vaya años y vaya temporada últimamente. Se me hace muy duro ver en todos los medios de comunicación noticias sobre abusos cometidos por sacerdotes y religiosos católicos contra niños y adolescentes. Los datos de Pensilvania son especialmente aterradores porque en ellos se nos habla de más de mil menores afectados y no menos de trescientos sacerdotes implicados.
Llueve sobre mojado. A la memoria nos vienen los casos de Estados Unidos, Irlanda, Australia, más recientemente Chile… Ahora este nuevo mazazo.
Me siento muy tocado. Pienso sobre todo en esos miles, sí, miles, de niños y adolescentes víctimas de abusos cometidos por sacerdotes y a los que se les robó la infancia y la vida entera. Muchos de ellos han sido incapaces de llevar una vida normal. Las indemnizaciones económicas están bien, pero no les podrán devolver ni la infancia ni la confianza en la Iglesia, a la que tenían por madre y hoy no sé cómo la tienen. Pienso también en esas familias que confiaron en la Iglesia católica, y que, en consecuencia, se sentían felices de que sus hijos acudieran a catequesis, colaborasen como monaguillos y estuvieran cerca de los sacerdotes, creyendo garantizar así seguridad y formación, sin saber que los habían enviado al mayor de los horrores.
¿Qué ha pasado para que sacerdotes, religiosos, hombres de Dios, hayan caído tan bajo? Uno lleva años confesando y difícilmente se escandaliza de nada. Pero los niños… por Dios, los niños… Eso no. Casos aislados podrían explicarse desde particulares problemas psicológicos de algún sacerdote. Pero es que hablamos de barbaridades desde los años 40, y no de un caso, sino de cientos, miles…

No me atrevo a señalar causas. Decir que es consecuencia del celibato me parce una simpleza. Conozco muchísimos sacerdotes célibes suficientemente equilibrados, y no dejan de aparecer en los medios casos de pederastas que son aparentemente respetabilísimos esposos y padres de familia.  
Dicho esto, se me ocurren algunas cosas:
-          Un cuidado muy especial a la hora de la selección y formación de los seminaristas. Podría pasarnos que, porque ahora hay pocas vocaciones, todo valga.
-          Una formación sólida en lo que es la castidad, el celibato y la afectividad humana.
-          Fomentar la vida espiritual y la fraternidad sacerdotal.
-          Un seguimiento de los sacerdotes, sin creer que por ser ya sacerdotes estamos preparados para todo. La vida nos puede dar sorpresas.
También se me ocurre que la política de ocultamiento y traslado que se ha seguido durante años y años, es la peor política que se nos podía ocurrir. Los sacerdotes abusadores se han sentido suficientemente seguros sabiendo que lo más que podría pasar sería un traslado a otra parroquia donde también hubiera niños. Los niños y las familias seguían desprotegidos, y los abusos se seguían produciendo en un lugar o en otro.
Ante un caso, uno solo de abusos a menores cometido por un clérigo, solo queda la entrega al brazo secular y la suspensión a divinis. Todo lo que no sea esto, es perder el tiempo.
Me preguntan si no me duele el descrédito para la propia Iglesia. Mucho, pero nos lo hemos ganado. El mayor descrédito no está en los abusos, sino en que, conociéndose, no se pusieron los medios para atajar. ¿O es que alguien me va a decir que nadie sabía nada?
En estos días solo me entran ganas de llorar y rezar. Qué triste todo esto, pero qué triste.

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