miércoles, 15 de agosto de 2018

LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA - RELATO DEL MARTIRIO DE LOS BEATOS VÍCTOR CHUMILLAS Y COMPAÑEROS




LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA
Benedicto XVI, Ángelus del 15 de agosto de 2007 y de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos la solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen María. Se trata de una fiesta antigua, que tiene su fundamento último en la sagrada Escritura. En efecto, la sagrada Escritura presenta a la Virgen María íntimamente unida a su Hijo divino y siempre solidaria con él. Madre e Hijo aparecen estrechamente asociados en la lucha contra el enemigo infernal hasta la plena victoria sobre él. Esta victoria se manifiesta, en particular, con la derrota del pecado y de la muerte, es decir, con la derrota de aquellos enemigos que san Pablo presenta siempre unidos. Por eso, como la resurrección gloriosa de Cristo fue el signo definitivo de esta victoria, así la glorificación de María, también en su cuerpo virginal, constituye la confirmación final de su plena solidaridad con su Hijo, tanto en la lucha como en la victoria.

María, al ser elevada a los cielos, no se alejó de nosotros, sino que está aún más cercana, y su luz se proyecta sobre nuestra vida y sobre la historia de la humanidad entera. Atraídos por el esplendor celestial de la Madre del Redentor, acudimos con confianza a ella, que desde el cielo nos mira y nos protege.


Todos necesitamos su ayuda y su consuelo para afrontar las pruebas y los desafíos de cada día. Necesitamos sentirla madre y hermana en las situaciones concretas de nuestra existencia. Y para poder compartir, un día, también nosotros para siempre su mismo destino, imitémosla ahora en el dócil seguimiento de Cristo y en el generoso servicio a los hermanos. Este es el único modo de gustar, ya durante nuestra peregrinación terrena, la alegría y la paz que vive en plenitud quien llega a la meta inmortal del paraíso.

En la Biblia, la última referencia a su vida terrena se halla al comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles, que presenta a María recogida en oración con los discípulos en el Cenáculo en espera del Espíritu Santo (Hch 1,14). Posteriormente, una doble tradición -en Jerusalén y en Éfeso- atestigua su «dormición», como dicen los orientales, es decir, el haberse «dormido» en Dios. Este acontecimiento que precedió su paso de la tierra al cielo, ha sido confesado por la fe ininterrumpida de la Iglesia. En el siglo VIII, por ejemplo, san Juan Damasceno, gran doctor de la Iglesia oriental, afirma explícitamente la verdad de su asunción corpórea, estableciendo una relación directa entre la «dormición» de María y la muerte de Jesús. Escribe en una célebre homilía: «Era necesario que la que había llevado en su seno al Creador cuando era niño, habitase con él en los tabernáculos del cielo».

Como enseña el concilio Vaticano II, a María Santísima hay que colocarla siempre en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En esta perspectiva, «la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor (cf. 2 P 3,10), brilla ante el pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (LG 68). Desde el paraíso la Virgen sigue velando siempre, especialmente en las horas difíciles de la prueba, sobre sus hijos, que Jesús mismo le confió antes de morir en la cruz. ¡Cuántos testimonios de esta materna solicitud suya se encuentran al visitar los santuarios a ella dedicados!

María elevada al cielo nos indica la meta última de nuestra peregrinación terrena. Nos recuerda que todo nuestro ser -espíritu, alma y cuerpo- está destinado a la plenitud de la vida; que quien vive y muere en el amor de Dios y del prójimo será transfigurado a imagen del cuerpo glorioso de Cristo resucitado; que el Señor humilla a los soberbios y enaltece a los humildes. La Virgen proclama esto eternamente con el misterio de su Asunción. ¡Que tú seas siempre alabada, oh Virgen María! Ruega al Señor por nosotros.

* * *

RELATO DEL MARTIRIO DE LOS BEATOS
VÍCTOR CHUMILLAS Y COMPAÑEROS

Fray Víctor Chumillas nació en Olmeda del Rey, provincia de Cuenca en España, el 28 de julio de 1902. Siendo aún niño, destacó por su religiosidad, laboriosidad y amor a los pobres. Reprendía a los que blasfemaban y predicaba incluso a los adultos. Con frecuencia hablaba de los mártires franciscanos del Japón, y decía: Voy a ser franciscano para irme a misiones y morir mártir, deseo que mantuvo hasta su muerte. Ingresó en el Seminario franciscano, fue ordenado sacerdote y en 1936 se encontraba como superior en el Seminario franciscano de Consuegra (Toledo). Por entonces gozaba ya de fama de santidad. El 24 de julio de 1936, Fray Víctor y sus compañeros fueron expulsados del convento, siendo acogidos en sus casas por familias amigas del pueblo. El 9 de agosto fueron detenidos y encarcelados. La noche del 15 al 16 del mismo mes fueron sacados de la cárcel y conducidos al lugar del martirio. El vicepostulador de la causa nos relata los últimos momentos del padre Chumillas y compañeros con las siguientes palabras:

Sin perder tiempo, los milicianos abrieron la parte posterior de la caja del camión y mandaron bajar a los franciscanos. El P. Víctor Chumillas fue el primero en hacerlo y en dirigirse al sitio de la ejecución, en el momento cumbre de su ministerio de Guardián de la comunidad, como el pastor que antecede a su grey en la inmolación. Iba conducido por los milicianos, con las manos atadas y entonando el Libera me, Domine. Los milicianos lo colocaron de espaldas a la carretera, a unos diez metros de ésta, en un rastrojo. Iban bajando serenamente del camión los otros diecinueve franciscanos. Ya en tierra, los verdugos les cacheaban a todos y les quitaban las medallas y objetos religiosos. Después, sin ser llevados, los religiosos se fueron dirigiendo uno a uno a donde estaba el P. Chumillas y poniéndose a continuación unos de otros hasta formar la fila de los veinte, todos de espaldas a la carretera.

Como una sola voz, sin quebrarse, y con un solo espíritu, caminaban cantando el Libera me, Domine y lo continuaron en la fila. Los tres coches pequeños que habían escoltado al camión dirigieron sus focos al grupo de las víctimas; además, había luna. A los dirigentes y milicianos se les veía nerviosos, como agarrotados y desconcertados, no atinando a veces a coordinar oportunamente sus pasos y movimientos; en las víctimas, paz, mansedumbre, serenidad y fortaleza admirables, no observadas por el conductor en casi ninguna otra saca; fueron derechos y orando a su inmolación, sin quejas ni reproches a nadie, sin desviarse en intento de huida.

Joaquín Arias, el alcalde, colocó a ocho metros de los religiosos al piquete de ejecución, compuesto, al menos, por doce o catorce individuos, y preguntó a aquéllos si querían pedir algo. El P. Víctor le contestó:

-Que nos desaten para poder morir con los brazos en cruz como Jesucristo; no tengan miedo, que no escaparemos.

Lo denegó el alcalde. Insistió el P. Chumillas:

-Que nos fusilen de cara, no de espaldas.

Y aquél:

-Podéis volveros.

Lo hicieron todos. El P. Víctor se dirigió por última vez a su comunidad:

-Hermanos, elevad vuestros ojos al cielo y rezad el último padrenuestro, pues dentro de breves momentos estaremos en el Reino de los Cielos. Y perdonad a los que nos van a dar muerte.

Intervino Joaquín Arias:

-¿Tenéis algo más que decir?

Y el P. Guardián:

-Estamos dispuestos a morir por Cristo.

Como un eco de sus palabras, se oyó una voz enérgica y entusiasta:

-Perdónales, Señor, que no saben lo que hacen.

Era Fr. Saturnino. Y entonces, las órdenes de rigor:

-¡Apunten! ¡Disparen! ¡Fuego!

Al tiempo y mezclándose con las primeras descargas, sin un lamento, un coro de veinte voces, vigoroso, vibrante, venciendo la voz de las armas, llenando el valle:

-¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Orden Franciscana! ¡Perdónales, Señor!

Siguieron los disparos hasta que no quedó en pie ningún religioso. Eran aproximadamente las 3,45 de la madrugada del domingo 16 de agosto de 1936. Sucedía en Boca de Balondillo, término municipal de Fuente el Fresno (Ciudad Real). Realmente aquella pólvora valía mucho: para convertir un campo en santuario, para hacer veinte héroes, veinte nuevos testigos de Dios y de su Cristo, veinte nuevos mártires de la Iglesia: Víctor Chumillas, Ángel Ranera, Domingo Alonso, Martín Lozano, Julián Navío, Benigno Prieto, Marcelino Ovejero, José de Vega, José Álvarez, Andrés Majadas, Santiago Maté, Alfonso Sánchez, Anastasio González, Félix Maroto, Federico Herrera, Antonio Rodrigo, Saturnino Río, Ramón Tejado, Vicente Majadas y Valentín Díez. Seis de ellos eran sacerdotes y catorce estudiantes de teología. Los primeros, excepto el P. Ángel, de 58, tenían entre 29 y 36 años. Los jóvenes, entre 20 y 23.

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