EN LA TIERRA ESTAMOS DE PASO
Benedicto XVI, Ángelus del 12 de agosto de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de este XIX domingo del tiempo ordinario [ciclo C] nos prepara, de algún modo, a la solemnidad de la Asunción de María al cielo, que celebraremos el próximo 15 de agosto. En efecto, está totalmente orientada al futuro, al cielo, donde la Virgen santísima nos ha precedido en la alegría del paraíso. En particular, la página evangélica, prosiguiendo el mensaje del domingo pasado, invita a los cristianos a desapegarse de los bienes materiales, en gran parte ilusorios, y a cumplir fielmente su deber tendiendo siempre hacia lo alto. El creyente permanece despierto y vigilante a fin de estar preparado para acoger a Jesús cuando venga en su gloria. Con ejemplos tomados de la vida diaria, el Señor exhorta a sus discípulos, es decir, a nosotros, a vivir con esta disposición interior, como los criados de la parábola, que esperan la vuelta de su señor. «Dichosos los criados -dice- a quienes el Señor, al llegar, los encuentre en vela» (Lc 12,37). Por tanto, debemos velar, orando y haciendo el bien.
Es verdad, en la tierra todos estamos de paso, como oportunamente nos lo recuerda la segunda lectura de la liturgia de hoy, tomada de la carta a los Hebreos. Nos presenta a Abraham, vestido de peregrino, como un nómada que vive en una tienda y habita en una región extranjera. Lo guía la fe. «Por fe -escribe el autor sagrado- obedeció Abraham a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber a dónde iba» (Hb 11,8). En efecto, su verdadera meta era «la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor es Dios» (Hb 11,10). La ciudad a la que se alude no está en este mundo, sino que es la Jerusalén celestial, el paraíso. Era muy consciente de ello la comunidad cristiana primitiva, que se consideraba «forastera» en la tierra y llamaba a sus núcleos residentes en las ciudades «parroquias», que significa precisamente colonias de extranjeros (en griego, pàroikoi) (cf. 1 P 2,11). De este modo, los primeros cristianos expresaban la característica más importante de la Iglesia, que es precisamente la tensión hacia el cielo.
Por tanto, la liturgia de la Palabra de hoy quiere invitarnos a pensar «en la vida del mundo futuro», como repetimos cada vez que con el Credo hacemos nuestra profesión de fe. Una invitación a gastar nuestra existencia de modo sabio y previdente, a considerar atentamente nuestro destino, es decir, las realidades que llamamos últimas: la muerte, el juicio final, la eternidad, el infierno y el paraíso. Precisamente así asumimos nuestra responsabilidad ante el mundo y construimos un mundo mejor.
La Virgen María, que desde el cielo vela sobre nosotros, nos ayude a no olvidar que aquí, en la tierra, estamos sólo de paso, y nos enseñe a prepararnos para encontrar a Jesús, que «está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso y desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos».
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FE INQUEBRANTABLE DE LOS MÁRTIRES
De las cartas de san Cipriano
¿Con qué alabanzas podré ensalzaros, hermanos valerosísimos? ¿Cómo podrán mis palabras expresar debidamente vuestra fortaleza de ánimo y vuestra fe perseverante? Tolerasteis una durísima lucha hasta alcanzar la gloria, y no cedisteis ante los suplicios, sino que fueron más bien los suplicios quienes cedieron ante vosotros. En las coronas de vuestra victoria hallasteis el término de vuestros sufrimientos, término que no hallabais en los tormentos. La cruel dilaceración de vuestros miembros duró tanto, no para hacer vacilar vuestra fe, sino para haceros llegar con más presteza al Señor.
La multitud de los presentes contempló admirada la celestial batalla por Dios y el espiritual combate por Cristo, vio cómo sus siervos confesaban abiertamente su fe con entera libertad, sin ceder en lo más mínimo, con la fuerza de Dios, enteramente desprovistos de las armas de este mundo, pero armados, como creyentes, con las armas de la fe. En medio del tormento, su fortaleza superó a la fortaleza de aquellos que los atormentaban, y los miembros golpeados y desgarrados vencieron a los garfios que los golpeaban y desgarraban.
Las heridas, aunque reiteradas una y otra vez, y por largo tiempo, no pudieron, con toda su crueldad, superar su fe inquebrantable, por más que, abiertas sus entrañas, los tormentos recaían no ya en los miembros, sino en las mismas heridas de aquellos siervos de Dios. Manaba la sangre que había de extinguir el incendio de la persecución, que había de amortecer las llamas y el fuego del infierno. ¡Qué espectáculo a los ojos del Señor, cuán sublime, cuán grande, cuán aceptable a la presencia de Dios, que veía la entrega y la fidelidad de su soldado al juramento prestado, tal como está escrito en los salmos, en los que nos amonesta el Espíritu Santo, diciendo: Es valiosa a los ojos del Señor la muerte de sus fieles! Es valiosa una muerte semejante, que compra la inmortalidad al precio de su sangre, que recibe la corona de mano de Dios, después de haber dado la máxima prueba de fortaleza.
Con qué alegría estuvo allí Cristo, cuán de buena gana luchó y venció en aquellos siervos suyos, como protector de su fe, y dando a los que en él confiaban tanto cuanto cada uno confiaba en recibir. Estuvo presente en su combate, sostuvo, fortaleció, animó a los que combatían por defender el honor de su nombre. Y el que por nosotros venció a la muerte de una vez para siempre continúa venciendo en nosotros.
Dichosa Iglesia nuestra, a la que Dios se digna honrar con semejante esplendor, ilustre en nuestro tiempo por la sangre gloriosa de los mártires. Antes era blanca por las obras de los hermanos; ahora se ha vuelto roja por la sangre de los mártires. Entre sus flores no faltan ni los lirios ni las rosas. Que cada uno de nosotros se esfuerce ahora por alcanzar el honor de una y otra altísima dignidad, para recibir así las coronas blancas de las buenas obras o las rojas del martirio.
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