DIOS Y LAS CRIATURAS
Del discurso de S.S. Juan Pablo II
al pueblo reunido ante la basílica
de Santa María de los Ángeles (12-III-1982)
5. San Francisco está también entre nosotros como ejemplo de inalterable mansedumbre y de sincero amor para con los seres irracionales, que forman parte de la creación. En él resuena aquella armonía que es ilustrada con palabras sugestivas por las primeras páginas de la Biblia: «Dios puso al hombre en el jardín de Edén, para que lo cultivase y lo guardase» (Gén 2,15), y «trajo» los animales «ante el hombre, para que viese cómo los había de llamar» (Gén 2,19).
En San Francisco se entrevé como un anticipo de esa paz, anunciada ya por la Sagrada Escritura, cuando «el lobo habitará con el cordero, y el leopardo se acostará con el cabrito; y comerán juntos el becerro y el león, y un niño pequeño los pastoreará» (Is 11,6).
Él contemplaba la creación con los ojos de quien sabe reconocer en ella la obra maravillosa de la mano de Dios. Su voz, su mirada, sus cuidados solícitos no sólo para con los hombres, sino también para con los animales y la naturaleza en general, son un eco fiel del amor con que Dios pronunció al comienzo el «fiat, hágase» que les ha dado la existencia. ¿Cómo no sentir en el «Cántico de las criaturas» una cierta vibración de aquel gozo trascendente de Dios creador, de quien está escrito que «vio todo lo que había hecho: y era muy bueno» (Gén 1,31)? ¿No está quizás aquí la explicación del dulce apelativo de «hermano» y «hermana», con que el Pobrecillo se dirige a todos los seres creados?
A una actitud semejante estamos llamados también nosotros. Creados a imagen de Dios, debemos hacerle presente en medio de las criaturas «como dueños y custodios inteligentes y nobles» de la naturaleza, y «no como explotadores y destructores sin ningún reparo» (cf. Redemptor hominis, 15).
La educación para el respeto a los animales y, en general, para la armonía de todo lo creado produce, además, un efecto benéfico sobre el ser humano como tal, contribuyendo a desarrollar en él sentimientos de equilibrio, de moderación y de nobleza, y habituándole a remontarse «desde la grandeza y la belleza de las criaturas» hasta la transcendente belleza y grandeza de su Autor (cf. Sab 13,5).
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LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO DE VIDA
De los escritos de san Pedro Julián Eymard
La Eucaristía es la vida de todos los pueblos. La Eucaristía les proporciona un principio de vida. Todos pueden reunirse sin ninguna barrera de raza o de lengua para celebrar las sagradas fiestas de la Iglesia. La Eucaristía les da la ley de la vida, en la que prevalece la caridad, de la cual este sacramento es la fuente; por esta razón forma entre ellos un lazo común, una especie de parentesco cristiano. Todos comen del mismo pan, todos son convidados de Jesucristo, que crea entre ellos sobrenaturalmente una simpatía de costumbres fraternales. Leed los Hechos de los Apóstoles, que afirman que la muchedumbre de los primeros cristianos, judíos conversos y paganos bautizados, originarios de diversas regiones, tenían un sólo corazón y una sola alma (Hch 4,32). ¿Por qué? Porque eran constantes en escuchar la enseñanza de los Apóstoles y perseveraban en la fracción del pan.
Sí, la Eucaristía es la vida de las almas y de las sociedades humanas. Como el sol es la vida de los cuerpos y de la tierra. Sin el sol la tierra sería estéril, es él quien la fecunda, la embellece y hace rica; es él quien da a los cuerpos la agilidad, la fuerza y la belleza. Ante tales efectos prodigiosos, no es extraño que los paganos le hayan adorado como el dios del mundo. En efecto, el astro del día obedece a un Sol supremo, al Verbo divino, a Jesucristo, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, y que, por la Eucaristía, Sacramento de vida, actúa personalmente, en lo más íntimo de las almas, para formar así familias y pueblos cristianos. ¡Oh dichosa y mil veces dichosa, el alma que ha encontrado este tesoro escondido, que va a beber a esta fuente de agua viva, que come a menudo este Pan de vida eterna!
La comunidad cristiana es, sobre todo, una familia. El vínculo entre sus miembros es Jesús-Eucaristía. Él es el padre que ha preparado la mesa familiar. La fraternidad cristiana ha sido promulgada en la Cena por la paternidad de Jesucristo. Él llama a sus Apóstoles «hijitos míos» es decir, mis niños, y les manda que se amen los unos a los otros como Él los amó (Jn 13,33-34).
En la mesa santa todos son hijos, que reciben el mismo alimento, y san Pablo saca la consecuencia de que forman una sola familia, un mismo cuerpo, pues todos participan de un mismo pan, que es Jesucristo. Finalmente, la Eucaristía da a la comunidad cristiana la fuerza para practicar la ley de honrar y amar al prójimo. Jesucristo quiere que se honre y ame a los hermanos. Por esto se personifica en ellos: «Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40); y se da a cada uno en Comunión
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