De la homilía de S. S. Juan Pablo II
en la misa de canonización de la beata
TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ (11-X-1998)
Queridos hermanos y hermanas, Edith Stein, por ser judía, fue deportada junto con su hermana Rosa y muchos otros judíos de los Países Bajos al campo de concentración de Auschwitz, donde murió con ellos en la cámara de gas. Pocos días antes de su deportación, la religiosa, a quienes se ofrecían para salvarle la vida, les respondió: «¡No hagáis nada! ¿Por qué debería ser excluida? No es justo que me beneficie de mi bautismo. Si no puedo compartir el destino de mis hermanos y hermanas, mi vida, en cierto sentido, queda destruida».
El amor a Cristo fue el fuego que encendió la vida de Teresa Benedicta de la Cruz. Mucho antes de darse cuenta, fue completamente conquistada por él. Al comienzo, su ideal fue la libertad. Durante mucho tiempo Edith Stein vivió la experiencia de la búsqueda. Su mente no se cansó de investigar, ni su corazón de esperar. Recorrió el camino arduo de la filosofía con ardor apasionado y, al final, fue premiada: conquistó la verdad; más bien, la Verdad la conquistó. En efecto, descubrió que la verdad tenía un nombre: Jesucristo, y desde ese momento el Verbo encarnado fue todo para ella. Al contemplar, como carmelita, ese período de su vida, escribió a una benedictina: «Quien busca la verdad, consciente o inconscientemente, busca a Dios».
Edith Stein, aunque fue educada por su madre en la religión judía, a los catorce años «se alejó, de modo consciente y explícito, de la oración». Quería contar sólo con sus propias fuerzas, preocupada por afirmar su libertad en las opciones de la vida. Al final de un largo camino, pudo llegar a una constatación sorprendente: sólo el que se une al amor de Cristo llega a ser verdaderamente libre.
Santa Teresa Benedicta de la Cruz llegó a comprender que el amor de Cristo y la libertad del hombre se entrecruzan, porque el amor y la verdad tienen una relación intrínseca. La búsqueda de la libertad y su traducción al amor no le parecieron opuestas; al contrario, comprendió que guardaban una relación directa.
La nueva santa nos enseña, por último, que el amor a Cristo pasa por el dolor. El que ama de verdad no se detiene ante la perspectiva del sufrimiento: acepta la comunión en el dolor con la persona amada.
Edith Stein, consciente de lo que implicaba su origen judío, dijo al respecto palabras elocuentes: «Bajo la cruz he comprendido el destino del pueblo de Dios. (...) En efecto, hoy conozco mucho mejor lo que significa ser la esposa del Señor con el signo de la cruz. Pero, puesto que es un misterio, no se comprenderá jamás con la sola razón».
El misterio de la cruz envolvió poco a poco toda su vida, hasta impulsarla a la entrega suprema. Como esposa en la cruz, sor Teresa Benedicta no sólo escribió páginas profundas sobre la «ciencia de la cruz»; también recorrió hasta el fin el camino de la escuela de la cruz. Muchos de nuestros contemporáneos quisieran silenciar la cruz, pero nada es más elocuente que la cruz silenciada. El verdadero mensaje del dolor es una lección de amor. El amor hace fecundo al dolor y el dolor hace profundo al amor.
Por la experiencia de la cruz, Edith Stein pudo abrirse camino hacia un nuevo encuentro con el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, Padre de nuestro Señor Jesucristo. La fe y la cruz fueron inseparables para ella. Al haberse formado en la escuela de la cruz, descubrió las raíces a las que estaba unido el árbol de su propia vida. Comprendió que era muy importante para ella «ser hija del pueblo elegido y pertenecer a Cristo, no sólo espiritualmente, sino también por un vínculo de sangre».
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LA PUERTA DE LA VIDA SE ABRE
A LOS QUE CREEN EN EL CRUCIFICADO
Del libro «La Ciencia de la Cruz»
de Santa Teresa Benedicta de la Cruz
Cristo se sometió al yugo de la ley, guardando plenamente la ley y muriendo por la ley y por medio de la ley. Liberó, por ello, a los que desean recibir la vida. Pero no la pueden recibir, salvo que ellos mismos ofrezcan la suya propia. Porque los que han sido bautizados en Cristo Jesús, en su muerte han sido bautizados. Son sumergidos en su vida para devenir miembros de su cuerpo y padecer y morir con él, como miembros suyos.
Esta vida vendrá abundantemente en el día glorioso, pero ya ahora, mientras vivimos en la carne, participamos de ella, si creemos que Cristo ha muerto por nosotros para darnos la vida. Con esta fe nos unimos con él como los miembros se unen con su cabeza; esta fe nos abre a la fuente de su vida. Por eso, la fe en el Crucificado, es decir, esa fe viva que lleva aparejada un amor entregado, viene a ser para nosotros puerta de la vida y comienzo de la gloria; de ahí que la Cruz constituya nuestra gloria: Fuera de mí gloriarme en otra cosa que no sea la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo (Ga 6,14).
Quien elige a Cristo ha muerto para el mundo y el mundo para él. Lleva en su cuerpo los estigmas de Cristo, se ve rodeado de flaquezas y despreciado por los hombres, pero, por este mismo motivo, se halla robusto y vigoroso, ya que la fuerza de Dios resplandece en la debilidad. Con este conocimiento, el discípulo de Jesús no solo acoge la cruz sobre sus espaldas, sino que él mismo se crucifica en ella. Los que son de Jesucristo han crucificado la carne con sus vicios y concupiscencias. Lucharon un duro combate contra su naturaleza a fin de que la vida del pecado muriese en ellos y poder así dar amplia cabida a la vida en el Espíritu.
Para esta pelea se precisa una singular fortaleza. Pero la Cruz no es el fin; la Cruz es la exaltación y mostrará el cielo. La Cruz no sólo es signo, sino también invicta armadura de Cristo: báculo de pastor con el que el divino David se enfrenta contra el malvado Goliath; báculo con el que Cristo golpea enérgicamente la puerta del cielo y la abre. Cuando se cumplan todas estas cosas, la luz divina se difundirá y colmará a cuantos siguen al Crucificado.
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