lunes, 11 de junio de 2018

SAN ANTONIO DE PADUA - SAN ANTONIO DE PADUA (I)





SAN ANTONIO DE PADUA
De la Alocución de S. S. Juan Pablo II 
en la iglesia de San Antonio (Lisboa, 12-V-1982)

El perfil biográfico del taumaturgo portugués, universalmente venerado, es bien conocido para todos vosotros: desde la escuela de la catedral, aquí al lado, a san Vicente de Fora, hasta Santa Cruz de Coimbra, es peregrino enamorado evangélicamente de Dios, en busca de una mayor interiorización y vivencia del ideal religioso, abrazado en plena juventud, entre los Canónigos Regulares de san Agustín. Después de ser ordenado de sacerdote en Coimbra, su ansia de una respuesta más radical a la llamada de Dios lo lleva a madurar el propósito de mayor dedicación y amor a Dios, en el deseo ardiente de ser misionero y mártir en África. Con esta intención se hizo franciscano.

La Providencia, sin embargo, encaminó a fray Antonio hacia tierras de Italia y de Francia. En sus primeras experiencias de franciscano acepta las contrariedades, fiel a su ideal, y responde con alegría a los designios divinos, en una entrega total de servicio generoso, orando y enseñando teología a los frailes, en actitud paciente, como el labrador que espera, hasta recibir la lluvia temprana y tardía, hasta que se manifieste, de algún modo, el Señor (cf. Sant 5,7). ¡Qué hermosa lección de vida, hermanos y hermanas! Después consuma su breve existencia, llegando a ejercer, sirviendo siempre con humildad, el cargo de ministro o superior en la Orden. Al morir, hacia los cuarenta años, podrían aplicársele las palabras de la Sabiduría: «Llegado en poco tiempo a la perfección, llenó una larga vida» (Sab 4,13).


Su enseñanza y ministerio de la Palabra, como su vivencia de fraile y sacerdote, están marcados por su amor a la Iglesia, inculcado por la Regla (1 R 17). «Exegeta expertísimo en la interpretación de las Sagradas Escrituras, eximio teólogo en la investigación de los dogmas, doctor y maestro insigne en el tratamiento de los temas de ascética y mística», como diría el Papa Pío XII, predica insistentemente la Palabra (cf. 2 Tim 4,2), movido por el deseo evangelizador de «conducir nuevamente a los extraviados al camino de la rectitud». Lo hace, sin embargo, con la libertad de un corazón de pobre, fiel a Dios, fiel a su respuesta a Dios, en adhesión a Cristo y en conformidad con las orientaciones de la Iglesia. Una verdadera comunión con Cristo exige que se cultive y ponga en práctica una armonía real con la comunidad eclesial, regida por los legítimos Pastores.

El Doctor Evangélico habla todavía a los hombres de nuestro tiempo, sobre todo señalándoles a la Iglesia como vehículo de la salvación de Cristo. La lengua incorrupta del Santo y sus órganos de fonación, que se encontraron milagrosamente intactos, parecen atestiguar la perennidad de su mensaje. La voz de fray Antonio, a través de los sermones, resulta aún viva y penetrante; en particular, sus coordenadas contienen un llamamiento vivo para los religiosos de nuestros días, llamados por el Concilio Vaticano II a testimoniar la santidad de la Iglesia y la fidelidad a Cristo, como colaboradores de los obispos y sacerdotes.

Es bastante conocida la carta de saludo de san Francisco a fray Antonio, en la que escribe: «Me agrada que leas teología a los frailes, con tal de que, en ese estudio, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla». Y un acreditado teólogo afirma que el Doctor Evangélico supo permanecer fiel a este principio: «... a ejemplo de Juan Bautista, también él ardía; y de ese ardor provenía la luz: era una lámpara que ardía y brillaba». Por eso san Antonio quedó en la historia como precursor de la Escuela franciscana, impregnada por la finalidad sapiencial y práctica del saber.

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SAN ANTONIO DE PADUA (I)
De la Catequesis de S. S. Benedicto XVI
en la audiencia general del 10 de febrero de 2010

Hace dos semanas presenté la figura de san Francisco de Asís. Esta mañana quiero hablar de otro santo perteneciente a la primera generación de los Frailes Menores: san Antonio de Padua o, como también se le suele llamar, de Lisboa, refiriéndose a su ciudad natal. Se trata de uno de los santos más populares de toda la Iglesia católica, venerado no sólo en Padua, donde se erigió una basílica espléndida que recoge sus restos mortales, sino en todo el mundo. Los fieles estiman las imágenes y las estatuas que lo representan con el lirio, símbolo de su pureza, o con el Niño Jesús en brazos, recordando una milagrosa aparición mencionada por algunas fuentes literarias.

San Antonio contribuyó de modo significativo al desarrollo de la espiritualidad franciscana, con sus extraordinarias dotes de inteligencia, de equilibrio, de celo apostólico y, principalmente, de fervor místico.

Nació en Lisboa, en una familia noble, alrededor de 1195, y fue bautizado con el nombre de Fernando. Entró en los Canónigos que seguían la Regla monástica de san Agustín, primero en el monasterio de San Vicente en Lisboa y, sucesivamente, en el de la Santa Cruz en Coimbra, célebre centro cultural de Portugal. Se dedicó con interés y solicitud al estudio de la Biblia y de los Padres de la Iglesia, adquiriendo la ciencia teológica que utilizó en la actividad de enseñanza y de predicación. En Coimbra tuvo lugar el episodio que imprimió un viraje decisivo a su vida: allí, en 1220, se expusieron las reliquias de los primeros cinco misioneros franciscanos, que habían ido a Marruecos, donde habían sufrido el martirio. Su testimonio hizo nacer en el joven Fernando el deseo de imitarlos y de avanzar por el camino de la perfección cristiana: pidió dejar los Canónigos agustinos y hacerse Fraile Menor.

Su petición fue acogida y, tomando el nombre de Antonio, también él partió hacia Marruecos, pero la Providencia divina dispuso las cosas de otro modo. A consecuencia de una enfermedad, se vio obligado a regresar, pero fue a parar a Italia y, en 1221, participó en el famoso «Capítulo de las esteras» en Asís, donde se encontró con san Francisco. Luego vivió durante algún tiempo totalmente retirado en un convento de Forlí, en el norte de Italia, donde el Señor lo llamó a otra misión. Por circunstancias completamente casuales, fue invitado a predicar con ocasión de una ordenación sacerdotal, y demostró que estaba dotado de tanta ciencia y elocuencia, que los superiores lo destinaron a la predicación. Comenzó así, en Italia y en Francia, una actividad apostólica tan intensa y eficaz que indujo a volver a la Iglesia a no pocas personas que se habían alejado de ella. Asimismo, fue uno de los primeros maestros de teología de los Frailes Menores, si no incluso el primero. Comenzó su enseñanza en Bolonia, con la bendición de san Francisco, el cual, reconociendo las virtudes de Antonio, le envió una breve carta que comenzaba con estas palabras: «Me agrada que enseñes teología a los frailes». Antonio sentó las bases de la teología franciscana que, cultivada por otras insignes figuras de pensadores, alcanzaría su culmen con san Buenaventura de Bagnoregio y el beato Duns Escoto.

Elegido superior provincial de los Frailes Menores del norte de Italia, continuó el ministerio de la predicación, alternándolo con las funciones de gobierno. Cuando concluyó su cargo de provincial, se retiró cerca de Padua, donde ya había estado otras veces. Apenas un año después, el 13 de junio de 1231, murió a las puertas de la ciudad. Padua, que en vida lo había acogido con afecto y veneración, le tributó para siempre honor y devoción. El propio papa Gregorio IX, que después de haberlo escuchado predicar lo había definido «Arca del Testamento», lo canonizó apenas un año después de su muerte, en 1232, también a consecuencia de los milagros acontecidos por su intercesión.

En el último periodo de su vida, san Antonio puso por escrito dos ciclos de «Sermones», titulados respectivamente «Sermones dominicales» y «Sermones sobre los santos», destinados a los predicadores y a los profesores de los estudios teológicos de la Orden franciscana. En ellos comenta los textos de la Escritura presentados por la liturgia, utilizando la interpretación patrístico-medieval de los cuatro sentidos: el literal o histórico, el alegórico o cristológico, el tropológico o moral y el anagógico, que orienta hacia la vida eterna. Hoy se redescubre que estos sentidos son dimensiones del único sentido de la Sagrada Escritura y que la Sagrada Escritura se ha de interpretar buscando las cuatro dimensiones de su palabra. Estos sermones de san Antonio son textos teológico-homiléticos, que evocan la predicación viva, en la que san Antonio propone un verdadero itinerario de vida cristiana. La riqueza de enseñanzas espirituales contenida en los «Sermones» es tan grande, que el venerable Papa Pío XII, en 1946, proclamó a san Antonio Doctor de la Iglesia, atribuyéndole el título de «Doctor evangélico», porque en dichos escritos se pone de manifiesto la lozanía y la belleza del Evangelio; todavía hoy podemos leerlos con gran provecho espiritual.

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