LA GLORIA DE DIOS CONSISTE EN QUE EL HOMBRE VIVA,
Y LA VIDA DEL HOMBRE CONSISTE EN LA VISIÓN DE DIOS
Del tratado de san Ireneo "Contra las herejías"
La claridad de Dios vivifica y, por tanto, los que ven a Dios reciben la vida. Por esto, aquel que supera nuestra capacidad, que es incomprensible, invisible, se hace visible y comprensible para los hombres, se adapta a su capacidad, para dar vida a los que lo perciben y lo ven. Vivir sin vida es algo imposible, y la subsistencia de esta vida proviene de la participación de Dios, que consiste en ver a Dios y gozar de su bondad.
Los hombres, pues, verán a Dios y vivirán, ya que esta visión los hará inmortales, al hacer que lleguen hasta la posesión de Dios. Esto, como dije antes, lo anunciaban ya los profetas de un modo velado, a saber, que verán a Dios los que son portadores de su Espíritu y esperan continuamente su venida. Como dice Moisés en el Deuteronomio: Aquel día veremos que puede Dios hablar a un hombre, y seguir éste con vida.
Aquel que obra todo en todos es invisible e inefable en su ser y en su grandeza, con respecto a todos los seres creados por él, mas no por esto deja de ser conocido, porque todos sabemos, por medio de su Verbo, que es un solo Dios Padre, que lo abarca todo y que da el ser a todo; este conocimiento viene atestiguado por el evangelio, cuando dice: A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
Así, pues, el Hijo nos ha dado a conocer al Padre desde el principio, ya que desde el principio está con el Padre; él, en efecto, ha manifestado al género humano el sentido de las visiones proféticas, de la distribución de los diversos carismas, con sus ministerios, y en qué consiste la glorificación del Padre, y lo ha hecho de un modo consecuente y ordenado, a su debido tiempo y con provecho; porque donde hay orden allí hay armonía, y donde hay armonía allí todo sucede a su debido tiempo, y donde todo sucede a su debido tiempo allí hay provecho.
Por esto, el Verbo se ha constituido en distribuidor de la gracia del Padre en provecho de los hombres, en cuyo favor ha puesto por obra los inescrutables designios de Dios, mostrando a Dios a los hombres, presentando al hombre a Dios; salvaguardando la invisibilidad del Padre, para que el hombre tuviera siempre un concepto muy elevado de Dios y un objetivo hacia el cual tender, pero haciendo también visible a Dios para los hombres, realizando así los designios eternos del Padre, no fuera que el hombre, privado totalmente de Dios, dejara de existir; porque la gloria de Dios consiste en que el hombre viva, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios. En efecto, si la revelación de Dios a través de la creación es causa de vida para todos los seres que viven en la tierra, mucho más lo será la manifestación del Padre por medio del Verbo para los que ven a Dios.
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CLARA, «SILENCIOSA PALABRA» DE VIDA
PARA LA IGLESIA (I)
Card. Joseph Ratzinger
(Homilía pronunciada en la Eucaristía celebrada el 21-V-1989
en el Protomonasterio de Santa Clara de Asís
con ocasión de una profesión solemne)
En la Leyenda de santa Clara, atribuida por muchos a Fr. Tomás de Celano, el autor cuenta cómo la virgen abandonó «el hogar, la ciudad y los familiares», «dio al mundo "libelo de repudio" y "en cuanto hubo recibido"… la enseña de la santa penitencia… se desposó con Cristo» (LCl 8).
Siguiendo las órdenes de san Francisco, esperaba una disposición de la voluntad divina sobre el lugar definitivo de su nueva vida.
El consejo de san Francisco la guió finalmente a la iglesia de San Damián. El biógrafo comenta este hecho diciendo que aquí fijaba «en seguro el ancla de su espíritu», y no olvida hablar de la historia precedente: «Ésta es aquella iglesia en cuya restauración sudó Francisco con tan admirable esfuerzo; a cuyo sacerdote ofreció sus dineros para reparar la fábrica. Es ésta la iglesia en la que, orando Francisco, una voz, brotada desde el madero de la cruz, resonó en su alma: "Francisco, ve, repara mi casa que, como ves, se desmorona toda"» (LCl 10).
El biógrafo ve, sin duda alguna, una disposición divina en el establecimiento definitivo de la vida nueva de santa Clara en San Damián. El lugar se transforma así para siempre en una interpretación de la misión de santa Clara y de sus hijas.
La primera respuesta de san Francisco al mandato del Crucifijo: «¡Ve, repara mi casa!» fueron las piedras y el dinero. Pero la Iglesia del Señor es una Casa viva, construida por el Espíritu Santo con piedras vivas. La respuesta, segunda y definitiva, viene de la misericordia divina, de la iniciativa personal del Espíritu Santo: es esta joven que deseaba «hacer de su cuerpo un templo consagrado a Dios» (LCl 6).
La Casa de Dios se construye con la caridad sin reservas, con una vida transida de Evangelio.
Es cierto que la primera Orden, cuya finalidad esencial fue y es la evangelización, no sólo con palabras sino también con una vida realmente evangélica, era el gran SÍ de san Francisco a la petición que venía y viene de la Cruz: «Ve, repara mi casa, que se desmorona toda». Pero, sin el signo de la vida de santa Clara, faltaba algo esencial.
Podría, en efecto, pensarse que la propia actividad humana, el radicalismo de la vida evangélica y la fuerza de la nueva predicación bastarían, por sí solas, para reparar la Iglesia. No es así. El hecho de que santa Clara venga a San Damián tiene un profundo significado: la llama del Evangelio se nutre con la llama de la caridad; la caridad silenciosa, humilde, paciente, carente de esplendor y de éxitos externos; la caridad que no pretende actuar por sí sola, sino que deja hacer al Otro, al Señor; la caridad que se abre sin temor y sin reservas a la acción del Señor es la condición de toda evangelización.
Esta caridad es el punto donde se compenetran el espíritu humano y el Espíritu divino, que es caridad.
A la Iglesia del tiempo de san Francisco no le faltaba poder ni dinero, no le faltaban escritos y buenas palabras, no le faltaban construcciones: le faltaba aquel radicalismo evangélico que da al mundo el libelo del repudio para vivir sólo para el esposo Jesús. Por eso, a pesar del dinero, de las piedras y de las palabras, la Iglesia «se desmoronaba toda».
En San Damián, donde el sufrimiento del Señor con su Iglesia se hace palabra, santa Clara es un signo para todos nosotros.
El Señor sufre también hoy en su Iglesia y por su Iglesia: «¡Como ves -como vemos- se desmorona toda!», y nuestra respuesta, como la primera respuesta de san Francisco, es también, sobre todo, piedras, dinero, palabras.
La vida de santa Clara no es una «privatización» del cristianismo, no es un esconderse en un individualismo o en un quietismo religioso. La vida de santa Clara abre las fuentes de toda verdadera renovación. Vivir la Palabra hasta el fondo, sin reservas y sin glosas, es el acto por el que se abre la puerta del hombre a Dios, el acto donde la fe se convierte en caridad, donde la Palabra, el Señor se hace presente entre nosotros.
Hemos de ser sinceros: la vida evangélica no puede ser, en este momento, un «permanente fortissimo» del amor. De hecho, las preguntas que preceden a la profesión hablan de soledad y de silencio, de plegaria asidua, de penitencia generosa, de obras buenas y de humilde trabajo cotidiano. La vida evangélica, en este mundo, está siempre bajo el signo del misterio pascual, es un continuo paso del egoísmo al amor, es un tender «a la caridad», como dicen las preguntas; es también, por tanto, tentación y experiencia de nuestro propio vacío. Todas las tentaciones de la Iglesia están presentes en la vida monástica, deben estar presentes. Y sólo pueden superarse en la Iglesia, si con ejemplaridad se sufren y superan con la paciencia y con la humildad de las almas elegidas, cuya vida se convierte en un laboratorio de nuestra liberación.
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