EN EL ESPÍRITU DE LOS SALMOS (EDITORIAL SAN PABLO) | SALMO 49
Un sabio de la comunidad intenta iluminar a los fieles acerca del fin de los días del hombre. Hace hincapié en la vanidad de toda persona que vive con los ojos puestos en una meta: acumular riquezas: «Los malvados que confían en su fortuna y se jactan de sus inmensas riquezas. El hombre no puede comprar su propia salvación».
Conducir la propia vida bajo este prisma es tener marcada la existencia por la necedad y el absurdo, ya que lo que es acumulado con tanto esfuerzo y sobresalto, no sirve para pagar rescate alguno ante el inexorable encuentro con la muerte: El sepulcro es su morada perpetua y su casa, de generación en generación, aunque hayan dado nombre a países. El hombre no perdura en su esplendor, es como animal que perece».
Nuestro salmista considera que el hombre que vive así, el hombre que ha hecho del acumular la savia de su existencia, está siendo conducido por un pastor denominado con un nombre concreto: la muerte: «Son como rebaño destinado a la fosa: la muerte es su pastor, van derechos a la tumba; se desvanece su figura, y el sepulcro es su morada».
En contraposición a una forma de vivir tan necia y vacía, este hombre sabio nos da su testimonio: «Pero Dios rescata mi vida, me saca de las garras de la muerte».
Es evidente que el salmista, al proclamar con tanta fuerza su fe y su supervivencia más allá de la muerte y del abismo, está siendo figura del único que venció a la muerte: Jesucristo. El único que se dejó pastorear por Dios, su Padre, haciendo su voluntad. «He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6,38).
Jesús, a lo largo de su misión, no pierde de vista en ningún acontecimiento cuál sea la voluntad de su Padre. Por eso, como cordero mudo, acepta ser entregado a la muerte. Y no como un fatalismo sino con la conciencia y certeza de su victoria sobre ella. Sabe que Aquel que permitió su entrega en manos del mal, también le rescatará de las fauces de la muerte resucitándole. «Mirad que subimos a Jerusalén y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, para burlarse de Él, azotarle y crucificarle, y al tercer día resucitará» (Mt 20,18-19).
A partir de su resurrección, Jesucristo es constituido pastor de la vida, en contraposición al pastor de la muerte, que ya vimos anteriormente señalado por el salmista y que deja al hombre postrado en su impotencia y fragilidad. Nada de lo conseguido con sus manos es un aval para rescatar su alma. Jesucristo es Buen Pastor, es pastor de la vida porque sí puede rescatar y rescata.
El apóstol Pablo da testimonio de que Jesús es el enviado por el Padre para rescatar a todo hombre, y esto por medio de su entrega voluntaria a la muerte. Oigámosle: «Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos. Este es el testimonio dado en el tiempo oportuno» (1Tim 2,5-6). Este acontecimiento salvador, fundamento de toda esperanza del hombre, solamente lo podía hacer Dios. Y lo hizo por su Hijo. Acontecimiento de salvación que es centro y razón de ser de la predicación del apóstol que con estas palabras culmina el testimonio anteriormente citado: «Y de este testimonio –digo la verdad, no miento– yo he sido constituido heraldo y apóstol, maestro de los gentiles en la fe y en la verdad» (1Tim 2,7)
Jesucristo nos libera de un pastoreo de la muerte que nos aboca al absurdo y sin sentido de la existencia, y se nos ofrece como pastor de la vida. Él nos pastorea para vivir más allá de la muerte con Él y en el Padre; y así vemos cómo en la última cena, ante su inminente despedida, exhorta y anima a sus discípulos con estas palabras: «Cuando me haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,3).
Jesús es el enviado del Padre, cumple su misión. No sólo no se desentiende del hombre, sino que le une a su itinerario que es vivir con el Padre; por eso es Buen Pastor. Le vemos con uno de sus ojos puestos en el Padre, agradándole en el cumplimiento de su voluntad; y con el otro, puesto en el hombre para atarle a su gloria que es estar con Dios. A fin de cuentas, esta es la voluntad del Padre: Que el hombre se salve.
La vida eterna, los años sin término ni fin; he aquí la herencia que ha conquistado para nosotros nuestro Buen Pastor. Él ha sido glorificado por el Padre; por su victoria ante la muerte y los abismos del mal, también ha conquistado para el hombre su glorificación, que consiste en estar para siempre con Dios. «Padre, los que tú me has dado quiero que donde yo esté estén también conmigo…» (Jn 17,24).
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