lunes, 11 de junio de 2018




El Espíritu Santo y la Fraternidad franciscana
según los escritos de San Francisco (y VI)
por Martín Steiner, ofm

III. UNA FRATERNIDAD EN EL CORAZÓN
DEL MISTERIO DE LA IGLESIA

Francisco nos ha permitido discernir cuándo somos esos «hermanos espirituales» que dejan al Espíritu Santo ser el Ministro general de la Orden. Queda una cuestión: ¿Dónde quiere llevarnos el Espíritu del Señor? ¿Cuál es el sentido -y el efecto- de una vida fraterna según el Espíritu?

Francisco nos da la mejor respuesta en la Carta a todos los fieles. Si bien él se dirige en ese pasaje «especialmente» a los «religiosos», tiene la mira puesta, si no en todos los fieles indistintamente, al menos en todos aquellos que están vinculados con el movimiento del que había sido el iniciador. Para Francisco no hay dos principios de vida cristiana que caracterizarían, oponiéndolas, la «vida en el mundo» y la vida de aquellos que han «dejado el mundo». Por el contrario, unos y otros deben oponerse al espíritu de la carne: «No debemos ser sabios y prudentes según la carne, sino sencillos, humildes y puros. Y hagamos de nuestros "cuerpos" objeto de oprobio y desprecio, porque todos por nuestra culpa somos miserables y podridos, hediondos y gusanos, como dice el Señor por el profeta: "Soy gusano y no hombre, oprobio de los hombres y abyección de la plebe" (Sal 21,7). Nunca debemos desear estar sobre otros, sino, más bien, debemos ser siervos y estar "sujetos a toda humana criatura por Dios" (1 Pe 2,13)» (2CtaF 45-47).


Por tanto -y nosotros lo sabemos ya-, conscientes de que, si permanecemos abandonados a nosotros mismos, somos seres incapaces de todo bien e incluso podridos por nuestra culpa -añade aquí Francisco-, debemos evitar la sabiduría y la prudencia que nos dicta espontáneamente nuestra condición «carnal»: todo lo que exalta nuestro «yo» autosuficiente y reivindicativo. No se puede llegar ahí más que tratando a ese «yo» rudamente, con «oprobio y desprecio». Pero recordemos la Admonición 14, sobre la pobreza «de espíritu». Francisco no insiste en las proezas ascéticas ni en las maceraciones corporales. ¡Es en la relación con el prójimo donde se revela el fondo del hombre! Además, encontramos aquí, en oposición a una actitud de «sabiduría y prudencia según la carne», la decisión de no querer nunca prevalecer sobre los otros, sino de tener respecto a ellos la actitud de servicio y de sumisión, característica de la «caridad según el Espíritu» (cf. 1 R 5,14). Tal es el camino de la transparencia a la acción de Dios, el camino del ser «sencillo, humilde y puro».

Francisco prosigue: «Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, "se posará el Espíritu del Señor" (Is 11,2) y hará en ellos habitación y morada (cf. Jn 14,23). Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (cf. Mt 12,50). Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo. Y hermanos somos cuando cumplimos la voluntad del Padre, que está en el cielo (cf. Mt 12,50); madres, cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo (cf. 1 Cor 6,20) por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo damos a luz por las obras santas que deben ser luz para ejemplo de otros (cf. Mt 5,16). ¡Oh, cuán glorioso, santo y grande es tener en el cielo un Padre! ¡Oh, cuán santo, consolador, hermoso y admirable es tener un tal Esposo! ¡Oh, cuán santo y cuán amado, agradable, humilde, pacífico, dulce y amable y más que todas las cosas deseable es tener un tal Hermano e Hijo! El cual dio su vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros, diciendo... » (2CtaF 48-56).

¡Qué capacidad de admiración incesantemente renovada, en Francisco, por la maravilla de la intimidad que el Espíritu le permite vivir con Cristo y, por Él, con el Padre! ¡Francisco no sale de su asombro! La alabanza maravillada, rasgo característico de su oración, manifiesta hasta qué punto Francisco se había dejado atrapar por el Espíritu.

La intimidad con los Tres que son Dios, tal como el Pobrecillo la canta aquí, no presupone ninguna condición inaccesible en la vida más ordinaria: reclusión en el claustro, técnicas elaboradas de ascética, métodos de oración y quién sabe cuántas cosas más. Requiere, como hemos visto, una abnegación exigente, pero susceptible de ser vivida en cualquier circunstancia, tanto por el hermano que está en el eremitorio como por el que vive en una Fraternidad expuesta a todos los requerimientos de los hombres, tanto por el «religioso» como, en definitiva, por el fiel que permanece «en el mundo». Además, las relaciones con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, aquí descritas, denotan en la tradición cristiana la más elevada vida mística. Francisco mismo celebra las grandezas de María en términos del todo semejantes: «Santa María Virgen, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo...» (OfP Ant).

Quienquiera que viva según el Espíritu en simplicidad, humildad, pureza, servicio y sumisión a todos, es igual que los más grandes místicos. Esto es una verdadera revolución en la historia de la espiritualidad. Recordemos lo que decía Francisco: «El Espíritu Santo, que es el Ministro general de la Orden, se posa igual sobre el pobre y sobre el rico» (2 Cel 193). Así, los hermanos que, bajo la inspiración divina, se esfuerzan en la simple pero difícil tarea de vivir en la irrelevancia de la existencia diaria según el Espíritu y no según la carne, son introducidos en las relaciones más personales con la santísima Trinidad. El Espíritu Santo se posa sobre ellos como sobre el Hijo único de Dios y hace de su Fraternidad su propio Templo.

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