sábado, 9 de junio de 2018

LA FIESTA DE LA EUCARISTÍA - SI NO ME VOY, NO VENDRÁ A VOSOTROS EL DEFENSOR




LA FIESTA DE LA EUCARISTÍA
Benedicto XVI, Ángelus del 14 de junio de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

Se celebra hoy en varios países, entre los cuales Italia, el Corpus Christi, la fiesta de la Eucaristía, en la que el sacramento del Cuerpo del Señor se lleva solemnemente en procesión. ¿Qué significa para nosotros esta fiesta? No sólo hace pensar en el aspecto litúrgico; en realidad, el Corpus Christi es un día que implica la dimensión cósmica, el cielo y la tierra. Evoca ante todo -al menos en nuestro hemisferio- esta estación tan hermosa y perfumada en la que la primavera se transforma ya en verano, el sol brilla con fuerza en el cielo y en los campos madura el trigo. Las fiestas de la Iglesia, como las judías, siguen el ritmo del año solar, de la siembra y la cosecha. En particular, esto destaca en la solemnidad de hoy, en cuyo centro está el signo del pan, fruto de la tierra y del cielo. Por eso, el Pan eucarístico es el signo visible de Aquel en el que el cielo y la tierra, Dios y el hombre, han llegado a ser uno. Y esto muestra que la relación con las estaciones no es para el año litúrgico algo meramente exterior.


La solemnidad del Corpus Christi está íntimamente relacionada con la Pascua y con Pentecostés: la muerte y la resurrección de Jesús y la efusión del Espíritu Santo son sus presupuestos. Además, está inmediatamente unida a la fiesta de la Trinidad, celebrada el domingo pasado. Sólo porque Dios mismo es relación, puede existir relación con él; y sólo porque es amor, puede amar y ser amado. Así, el Corpus Christi es una manifestación de Dios, un testimonio de que Dios es amor.

De un modo único y peculiar, esta fiesta nos habla del amor divino, de lo que es y de lo que hace. Nos dice, por ejemplo, que se regenera al entregarse, se recibe al darse, no disminuye y no se consuma, como canta un himno de santo Tomás de Aquino: «nec sumptus consumitur». El amor lo transforma todo y, por tanto, se comprende que en el centro de esta fiesta del Corpus Christi está el misterio de la transubstanciación, signo de Jesucristo que transforma el mundo. Al contemplarlo y adorarlo, decimos: sí, el amor existe, y, puesto que existe, las cosas pueden mejorar y nosotros podemos esperar. La esperanza que brota del amor de Cristo nos da la fuerza para vivir y afrontar las dificultades. Por eso cantamos mientras llevamos en procesión el Santísimo Sacramento; cantamos y alabamos a Dios, que se ha revelado escondiéndose en el signo del pan partido. Todos tenemos necesidad de este Pan, porque es largo y fatigoso el camino hacia la libertad, la justicia y la paz.

Podemos imaginar con cuánta fe y amor la Virgen habrá recibido y adorado en su corazón la santa Eucaristía. Cada vez era para ella como revivir todo el misterio de su Hijo Jesús: desde la concepción hasta la resurrección. «Mujer eucarística» la llamó mi venerado y amado predecesor Juan Pablo II. Aprendamos de ella a renovar continuamente nuestra comunión con el Cuerpo de Cristo, para amarnos unos a otros como él nos amó.

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SI NO ME VOY, NO VENDRÁ A VOSOTROS EL DEFENSOR
Del comentario de san Cirilo de Alejandría
sobre el Evangelio de san Juan

Ya se había llevado a cabo el plan salvífico de Dios en la tierra; pero convenía que nosotros llegáramos a ser partícipes de la naturaleza divina del Verbo, esto es, que abandonásemos nuestra vida anterior para transformarla y conformarla a un nuevo estilo de vida y de santidad. Esto sólo podía llevarse a efecto con la comunicación del Espíritu Santo.

Ahora bien, el tiempo más oportuno para la misión del Espíritu y su irrupción en nosotros fue aquel que siguió a la marcha de nuestro Salvador Jesucristo.

Pues mientras Cristo vivía corporalmente entre sus fieles, se les mostraba como el dispensador de todos sus bienes; pero cuando llegó la hora de regresar al Padre celestial, continuó presente entre sus fieles mediante su Espíritu, y habitando por la fe en nuestros corazones. De este modo, poseyéndole en nosotros, podríamos llamarle con confianza: «Abba, Padre», y cultivar con ahínco todas las virtudes, y juntamente hacer frente con valentía invencible a las asechanzas del diablo y las persecuciones de los hombres, como quienes cuentan con la fuerza poderosa del Espíritu.

Este mismo Espíritu transforma y traslada a una nueva condición de vida a los fieles en que habita y tiene su morada. Esto puede ponerse fácilmente de manifiesto con testimonios tanto del antiguo como del nuevo Testamento.

Así el piadoso Samuel a Saúl: Te invadirá el Espíritu del Señor, y te convertirás en otro hombre. Y san Pablo: Nosotros todos, que llevamos la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente; así es como actúa el Señor, que es Espíritu.

No es difícil percibir cómo transforma el Espíritu la imagen de aquéllos en los que habita: del amor a las cosas terrenas, el Espíritu nos conduce a la esperanza de las cosas del cielo; y de la cobardía y la timidez, a la valentía y generosa intrepidez de espíritu. Sin duda es así como encontramos a los discípulos, animados y fortalecidos por el Espíritu, de tal modo que no se dejaron vencer en absoluto por los ataques de los perseguidores, sino que se adhirieron con todas sus fuerzas al amor de Cristo.

Se trata exactamente de lo que había dicho el Salvador: Os conviene que yo me vaya al cielo. En ese tiempo, en efecto, descendería el Espíritu Santo.

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