sábado, 9 de junio de 2018

El Espíritu Santo y la Fraternidad franciscana según los escritos de San Francisco (IV)




El Espíritu Santo y la Fraternidad franciscana
según los escritos de San Francisco (IV)
por Martín Steiner, ofm

II. UN DISCERNIMIENTO NECESARIO

Francisco jamás procede de forma teórica. No esperemos de él una «definición» del «hermano según el Espíritu». Por el contrario, sobresale en describir comportamientos y actitudes y en dar criterios de autenticidad. Así, pues, Francisco nos enseña, mediante una serie de observaciones concretas, lo que es una vida animada por el Espíritu.

Ante su insistencia sobre el Espíritu del Señor, parece que sus hermanos le plantearon ya la cuestión: ¿cómo puede conocerse que se tiene el Espíritu del Señor? Sabemos su respuesta tal como se encuentra en la Admonición 12. Pero también otros varios textos contienen elementos preciosos de respuesta. Francisco habla del discernimiento de los espíritus (1 R 17,9-16), de la manera de sacar vida de la Escritura inspirada (Adm 7), de la obediencia que lo somete todo al Espíritu (SalVir 14-15), de la pobreza según el Espíritu (Adm 14), de la caridad del Espíritu (1 R 5,13-18; 7,15), etc.

1. EL «ESPÍRITU DE LA CARNE»


Trataremos de sintetizar esas enseñanzas. Francisco opone gustoso el Espíritu del Señor al «espíritu de la carne», a la «prudencia de la carne», vinculados a la «sabiduría del mundo».

a) Características del hombre que vive según el «espíritu de la carne». Se trata del hombre abandonado a su debilidad nativa, a su fragilidad de criatura. Del hombre que es el juguete de su egocentrismo e incluso de su egoísmo. Replegado sobre sí, autosuficiente, este hombre busca en sí mismo su seguridad. La «carne» es lo que encierra al hombre en su «yo». De esta carne dice Francisco que «siempre es opuesta a todo lo bueno» (Adm 12,2), que «es enemiga del alma» (1 R 10,4), que «ciega» a quienes se hacen esclavos de ella (2CtaF 66.69).

El hombre que vive según la carne puede ser exteriormente un hombre muy religioso y un apóstol. Puede, en efecto, «permanecer constante en la oración y en los divinos oficios y hacer muchas abstinencias y mortificaciones» (Adm 14,2). Puede aplicarse al estudio de la Sagrada Escritura para su satisfacción personal y sobre todo para transmitir a otros su mensaje. Pero él no se deja interpelar por la Escritura. Se contenta con interpretar su contenido para los otros y no escapa a la tentación de vanidad por su ciencia, ni a la de sacar de ella provecho material. Su conocimiento, que se queda en puramente exterior, «literal», lo centra todavía más sobre sí mismo, lo repliega sobre su «yo», en lugar de hacerle encontrar al autor de la Escritura, el Espíritu vivificante. Al encerrarlo en su condición carnal, tanto más peligrosamente por cuanto él se cree un hombre de Dios, lo mata. «Dice el Apóstol: "La letra mata, pero el espíritu vivifica". La letra mata a aquellos que únicamente desean saber las solas palabras, para ser tenidos por más sabios entre los otros y poder adquirir grandes riquezas que legar a sus consanguíneos y amigos. También la letra mata a los religiosos que no quieren seguir el espíritu de las divinas letras, sino que prefieren saber sólo las palabras e interpretarlas para otros» (Adm 7).

Para resumir, en eso como en todas las cosas, «el espíritu de la carne (es decir, quien es esclavo de su autosuficiencia y de sus tendencias egocéntricas) quiere y se esfuerza mucho por tener palabras, pero poco por tener obras, y busca no la religión y santidad en el espíritu interior, sino que quiere y desea tener una religión y santidad que aparezca exteriormente a los hombres» (1 R 17,11-12). Un tal hombre finalmente no espera nada de Dios. Al contrario que el pobre, él está encerrado sobre sí mismo, extraño a Dios, él que sin embargo parece tan religioso. Al igual que el Evangelio, Francisco saca la conclusión terrible: «Estos son aquellos de quienes dice el Señor: "En verdad os digo, recibieron ya su recompensa"» (1 R 17,13).

b) Ahora bien, este «espíritu de la carne» destruye la Fraternidad. Puede suceder que la «carne» no obtenga la consideración, esa mezquina «recompensa» (Adm 21), que esperaba de los otros. Entonces nuestro hombre, tan pobre y tan mortificado, «por sola una palabra que parece ser injuriosa para su cuerpo (su querido "yo"), o por cualquier cosa que se le quite, se escandaliza y enseguida se altera» (Adm 14,3). Está siempre dispuesto a acusar a los otros cuando algo le parece una injusticia y a echar sobre los otros la responsabilidad de las propias culpas: «Pero no es así; porque cada uno tiene en su dominio al enemigo, o sea, al cuerpo (el querido "yo", el egoísmo), mediante el cual peca» (Adm 10,2). No sabiendo relacionar el bien con su verdadera fuente que es Dios, «envidia a su hermano por el bien que el Señor dice o hace en él o por él», sin darse cuenta de que con ello «incurre en un pecado de blasfemia» contra el Autor de todo bien (Adm 8).

Se podrían multiplicar los ejemplos, pero bastan los reseñados para mostrar lo que sería la vida de una Fraternidad cuyos miembros, por ser «carnales», replegados sobre sí mismos y sus satisfacciones, fueran quisquillosos, escandalizados y turbados por la menor falta de consideración verdadera o supuesta, siempre dispuestos a echar sobre los demás la responsabilidad de los inevitables incidentes de la convivencia cotidiana, celosos y envidiosos.

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