domingo, 10 de junio de 2018

EXULTA, LUSITANIA FELIX - SAN BERNABÉ





EXULTA, LUSITANIA FELIX
De la Carta Apostólica del 16 de enero de 1946
por la que S. S. Pío XII declara a San Antonio de Padua
Doctor de la Iglesia

Nacido en Lisboa, era un adolescente cuando vistió el hábito humilde de los Canónigos Regulares de San Agustín, entre los cuales durante once años se esforzó, con la mayor diligencia, por enriquecer su alma con las virtudes religiosas y colmar su espíritu con los tesoros de las doctrinas celestiales. Elevado después a la dignidad sacerdotal, suspiraba por un modo de vida más perfecto, cuando los cinco Protomártires franciscanos tiñeron con su sangre, en las santas misiones de Marruecos, los rojos amaneceres de la Orden Seráfica.

Antonio, lleno de alegría por el triunfo tan glorioso de la fe cristiana, se inflamó de vivos deseos del martirio y se embarcó lleno de gozo rumbo a Marruecos. Poco después, afectado de una grave enfermedad, se vio forzado a reembarcar de vuelta a su patria. Una fortísima tempestad lo lanzó a las costas de Italia. Allí era un desconocido para todos y él mismo a nadie conocía, por lo que pensó encaminar sus pasos a la ciudad de Asís, donde entonces se iban a reunir muchos frailes y maestros de su Orden. Llegado allí tuvo la dicha de conocer al Padre san Francisco, cuya dulce presencia le colmó el alma de tanta suavidad que lo enardeció con el soplo ardentísimo del espíritu seráfico.


Al extenderse por todas partes la fama de la sabiduría celestial de Antonio y conocedor de ella el Seráfico Patriarca, quiso encomendarle el cargo de enseñar a los frailes, con aquellas palabras suavísimas que le escribió: «Fray Francisco a fray Antonio, mi obispo: salud. Me agrada que enseñes sagrada teología a los frailes, con tal que, en su estudio, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla». Antonio cumplió fielmente el oficio de su magisterio, siendo constituido como el primer Lector de la Orden. Enseñó en Bolonia, que era entonces sede principal de estudios; después enseñó en Toulouse y, por último, en Montpellier, ambas ciudades famosísimas por sus estudios. Antonio enseñó a los frailes y cosechó frutos abundantes sin menoscabar el espíritu de oración, como el Seráfico Patriarca le había encomendado, antes bien el Santo de Padua instruyó a sus alumnos no sólo con el magisterio de la palabra sino también con el ejemplo de su vida, cultivando y defendiendo el cándido lirio de la pureza.

Dios le manifestó con frecuencia cuánto era estimado por el Cordero inmaculado, Jesucristo. Muchas veces, estando Antonio en su celda silenciosa dedicado a la oración, levantados dulcemente los ojos y el corazón al cielo, de repente se le aparecía el mismo Jesús, como niño pequeño, envuelto en una luz de radiantes fulgores, y echándose al cuello del joven franciscano lo abrazaba, y colmaba de tiernas caricias infantiles al Santo que, extasiado y convertido de hombre en ángel, «se apacentaba entre lirios» (Cant 2,16) en compañía de los ángeles y del Cordero.

Los autores contemporáneos del Santo ponderan unánimemente, y con ellos los más recientes, la luz abundante que san Antonio difundió por todas partes, tanto por la actividad docente cuanto por la predicación de la palabra de Dios, y alaban su sabiduría con grandes elogios y ensalzan la virtud de su elocuencia. Quienquiera que lea con atención sus «Sermones» hallará un Antonio exégeta peritísimo en las Sagradas Escrituras y un teólogo eximio al analizar las verdades dogmáticas, un doctor y maestro insigne en el modo de tratar las doctrinas ascéticas y místicas. Todas estas cosas pueden servir de no pequeño auxilio, sobre todo a los predicadores del Evangelio, si las consideran como tesoro del arte divino de la elocuencia, pues forman una especie de reserva abundantísima de la que especialmente los oradores sagrados pueden extraer, sin agotarla, argumentos vigorosos para defender la verdad, impugnar los errores, refutar las herejías y hacer retornar al camino recto los corazones de los hombres extraviados.

Como Antonio se sirvió, con frecuencia, de los textos y sentencias tomadas del Evangelio, con toda justicia y derecho merece ser llamado «Doctor evangélico». Efectivamente, de sus escritos no pocos doctores, teólogos y predicadores de la palabra de Dios bebieron, como de una fuente perenne de agua viva, y ampliamente beben aún hoy, precisamente porque consideran a Antonio un maestro y le tienen por Doctor de la Santa Madre Iglesia. Los mismos Romanos Pontífices son los primeros que se han adelantado al pronunciar tal juicio.

No podemos omitir el grandioso elogio que tributó al Santo de Padua el papa Gregorio IX después de oír predicar a Antonio y comprobar su admirable comportamiento vital, llamándole «Arca del Testamento» y «Archivo de las Sagradas Escrituras». Es igualmente digno de ser recordado que en el mismo día 30 de mayo de 1232, en el que el taumaturgo paduano fue inscrito en el catálogo de los santos, casi once meses después de su dichosa muerte, al final del solemne rito pontifical de su canonización, el mismo papa Gregorio entonó con su propia voz la antífona propia de los Doctores de la Iglesia: «O Doctor optime!».

Como consecuencia de todo ello, poco después comenzaron a pintar y esculpir imágenes y a proponerlas a la veneración de la piedad de los fieles cristianos en las que aparece figurado el gran apóstol franciscano con un libro abierto en una de las manos, o cerca, símbolo de su sabiduría y doctrina, y en la otra una llama, símbolo del ardor de su fe.

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SAN BERNABÉ
De la catequesis de Benedicto XVI el 31 de enero de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

Prosiguiendo nuestro viaje entre los protagonistas de los orígenes cristianos, hoy dedicamos nuestra atención a otros colaboradores de san Pablo. Tenemos que reconocer que el Apóstol es un ejemplo elocuente de hombre abierto a la colaboración: en la Iglesia no quiere hacerlo todo él solo, sino que se sirve de numerosos y diversos compañeros. Hoy centramos nuestra atención en tres de estas personas que desempeñaron un papel particularmente significativo en la evangelización de los orígenes: Bernabé, Silas y Apolo.

Bernabé, que significa «hijo de la exhortación» (Hch 4,36) o «hijo del consuelo», es el sobrenombre de un judío levita oriundo de Chipre. Habiéndose establecido en Jerusalén, fue uno de los primeros en abrazar el cristianismo, tras la resurrección del Señor. Con gran generosidad vendió un campo de su propiedad y entregó el dinero a los Apóstoles para las necesidades de la Iglesia (cf. Hch 4,37). Se hizo garante de la conversión de Saulo ante la comunidad cristiana de Jerusalén, que todavía desconfiaba de su antiguo perseguidor (cf. Hch 9,27). Enviado a Antioquía de Siria, fue a buscar a Pablo, en Tarso, donde se había retirado, y con él pasó un año entero, dedicándose a la evangelización de esa importante ciudad, en cuya Iglesia Bernabé era conocido como profeta y doctor (cf. Hch 13,1).

Así, Bernabé, en el momento de las primeras conversiones de los paganos, comprendió que había llegado la hora de Saulo, el cual se había retirado a Tarso, su ciudad. Fue a buscarlo allí. En ese momento importante, en cierta forma, devolvió a Pablo a la Iglesia; en este sentido, le entregó una vez más al Apóstol de las gentes. La Iglesia de Antioquía envió a Bernabé en misión, junto a Pablo, realizando lo que se suele llamar el primer viaje misionero del Apóstol. En realidad, fue un viaje misionero de Bernabé, pues él era el verdadero responsable, al que Pablo se sumó como colaborador, recorriendo las regiones de Chipre y Anatolia centro-sur, en la actual Turquía, con las ciudades de Atalía, Perge, Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra y Derbe (cf. Hch 13-14). Junto a Pablo, acudió después al así llamado concilio de Jerusalén, donde, después de un profundo examen de la cuestión, los Apóstoles con los ancianos decidieron separar de la identidad cristiana la práctica de la circuncisión (cf. Hch 15,1-35). Sólo así, al final, permitieron oficialmente que fuera posible la Iglesia de los paganos, una Iglesia sin circuncisión: somos hijos de Abraham solamente por la fe en Cristo.

Los dos, Pablo y Bernabé, se enfrentaron más tarde, al inicio del segundo viaje misionero, porque Bernabé quería tomar como compañero a Juan Marcos, mientras que Pablo no quería, dado que el joven se había separado de ellos durante el viaje anterior (cf. Hch 13,13; 15,36-40). Por tanto, también entre los santos existen contrastes, discordias, controversias. Esto me parece muy consolador, pues vemos que los santos no «han caído del cielo». Son hombres como nosotros, incluso con problemas complicados. La santidad no consiste en no equivocarse o no pecar nunca. La santidad crece con la capacidad de conversión, de arrepentimiento, de disponibilidad para volver a comenzar, y sobre todo con la capacidad de reconciliación y de perdón.

De este modo, Pablo, que había sido más bien duro y severo con Marcos, al final se vuelve a encontrar con él. En las últimas cartas de san Pablo, a Filemón y en la segunda a Timoteo, Marcos aparece precisamente como «mi colaborador». Por consiguiente, lo que nos hace santos no es el no habernos equivocado nunca, sino la capacidad de perdón y reconciliación. Y todos podemos aprender este camino de santidad.

En todo caso, Bernabé, con Juan Marcos, se dirigió a Chipre (cf. Hch 15,39) alrededor del año 49. A partir de entonces se pierden sus huellas.

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