domingo, 10 de junio de 2018

El Espíritu Santo y la Fraternidad franciscana según los escritos de San Francisco (IV)




El Espíritu Santo y la Fraternidad franciscana
según los escritos de San Francisco (IV)
por Martín Steiner, ofm
II. UN DISCERNIMIENTO NECESARIO

2. EL ESPÍRITU DEL SEÑOR

a) Características.- Muy otro del que sigue el «espíritu de la carne» es quien tiene el Espíritu del Señor. El primer efecto del Espíritu es introducirlo en la verdad. El Espíritu lo convence de que el hombre por sí mismo, abandonado a sus solas fuerzas, nada puede y de que todo bien que se realiza en él y por él, en los otros y por los otros, viene de Dios, fuente única de todo bien. Tal es la convicción fundamental de Francisco: todo bien procede de Dios, todo bien pertenece consiguientemente a Dios. Ahí es donde se ha de buscar el fundamento de su pobreza «según el Espíritu».

Como ya hemos anotado, la decisión inicial, común a sus hermanos y a Francisco mismo, de tomar a Jesús como el Señor de su vida, y todas las acciones en las que esta decisión se actualiza a lo largo de la existencia, pertenece al Espíritu Santo (Adm 8,1). Todas las virtudes que aseguran nuestra fidelidad al Señor vienen igualmente de Él (SalVM 6).



Por esta razón, el criterio fundamental que permite reconocer si se tiene el Espíritu del Señor es el que da Francisco en la Admonición 12: «Así puede conocerse si el siervo de Dios tiene el Espíritu del Señor: si, cuando el Señor obra por medio de él algo bueno, no por ello se enaltece su carne..., sino, más bien, se considera más vil y se estima menor que todos los otros hombres». El Espíritu del Señor, en efecto, le hace acordarse de lo que sería sin la misericordia del Señor y le recuerda cuán poco generosamente coopera en la acción del Señor. Así ocurrió con Francisco: «Padre, ¿en qué concepto te tienes?», le preguntó el hermano Pacífico, después de haber visto en sueños el trono de un ángel reservado para el Pobrecillo. Éste respondió: «Me parece que soy el más grande de los pecadores, porque, si Dios hubiese tenido con un criminal tanta misericordia como conmigo, sería diez veces más espiritual que yo» (2 Cel 123) y «más agradecido» (2 Cel 133).

Quien tiene el Espíritu del Señor, pues, podrá también beber la vida en la Escritura: no se atribuirá ya sus conocimientos para envanecerse, ni para buscar ventajas personales en la transmisión de su saber y permanecer con ello todavía encerrado sobre sí mismo (¡para muerte suya!). Consciente de que puede beber, sin mérito de su parte, en la fuente de una sabiduría que lo sobrepasa, y lleno de gratitud hacia quien le permite saciar su sed en ella, pondrá en práctica la Palabra para ser vivificado por el Espíritu que la inspira y para llevar a otros a esta fuente de vida: «El Espíritu de la divina letra vivifica a quienes no atribuyen al "cuerpo" (a su valor personal) toda la letra que saben y desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo se la restituyen al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 7,4).

¡La carne «siempre es opuesta a todo lo bueno»! Quien tiene el Espíritu del Señor, por tanto, se deja enseñar por Él cómo ha de comportarse con ella: «El Espíritu del Señor quiere que la "carne" (el "yo" egoísta) sea mortificada y despreciada, tenida por vil y abyecta» (1 R 17,14).

Se trata de despreciar todo egocentrismo en el ámbito relacional, para abrirse, en la docilidad al Espíritu de amor, a la comunión universal. Y ésta no es posible sin una actitud de acogida, de respeto y de sumisión al otro, quienquiera que sea y cualquiera que sea su comportamiento. Tal es también el criterio de la pobreza auténtica, que no consiste primeramente en hazañas ascéticas o elevaciones místicas. La verdadera pobreza abre al Espíritu de amor de ese Señor que murió perdonando a sus verdugos (a cada uno de nosotros) y que nos exige el amor a los enemigos como signo último del seguimiento de sus huellas.

b) Aquellos que son así de dóciles al Espíritu, entran en el juego de este Espíritu que trabaja en la edificación de la Fraternidad según el mandamiento nuevo: «Amaos unos a otros como yo os he amado».

Puesto que la acción de Dios es primera y que Dios es el Señor, es decir, quien obra soberanamente en la Fraternidad según su propio designio, los «hermanos según el Espíritu», respetuosos con la libertad de acción del Señor, no buscan hacerse ver con la ostentación de sus conocimientos o de sus virtudes: dejan al Altísimo mismo el cuidado de manifestar, cuando y a quien le plazca, las obras que Él realiza en ellos, sus siervos (Adm 21 y 28).

No admiten ya en sí mismos las reacciones características del «espíritu de la carne»: envidia mutua, turbación por las eventuales faltas de consideración o ante el pecado ajeno o a causa de la pérdida de un puesto relevante, descarga sobre los otros de la responsabilidad de las faltas cometidas, etc. Por el contrario, buscando siempre admirar la obra del Señor en sus hermanos, sabrán «tratarse espiritual y amorosamente»; y, ante los defectos inevitables y las divergencias de temperamento o de opinión, no cederán a la tentación de la «murmuración», del enredo, que expresa una voluntad «carnal» de imponer los propios puntos de vista (1 R 7,15).

Así, «interiormente purgados, iluminados interiormente y encendidos por el fuego del Espíritu Santo», podrán todos juntos «seguir las huellas del Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo» (CtaO 51), en su obediencia de amor. He ahí cómo la Fraternidad franciscana puede ser unida por el lazo que caracteriza su originalidad evangélica tal como lo habíamos anunciado (cf. más arriba I, 4): «Por la caridad del Espíritu, sírvanse y obedézcanse los hermanos unos a otros de buen grado: ésta es la verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 5,14-15). Este lazo consiguientemente no es otro que la actitud misma de Cristo reproducida en cada hermano bajo la acción del Espíritu Santo. Y comprendemos que semejante lazo, que une a los «hermanos según el Espíritu», debe superar en solidez y en delicadeza el amor natural más fuerte: el de la madre a su hijo (cf. 2 R 6,7-8).

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