Lo que constituye la excelencia del Santo Abandono, es la incompatible eficacia que posee para remover todos los obstáculos que impiden la acción de la gracia, para hacer practicar con perfección las más excelsas virtudes, y para establecer el reinado absoluto de Dios sobre nuestra voluntad. Evidentemente, la conformidad que viene de la esperanza, y más aún, la resignación que nace del temor, no se elevan a iguales alturas; tienen, sin embargo, su valor. Mas aquí hablamos de la conformidad perfecta, confiada y filial que produce el santo amor.
Es ésta ante todo necesaria, y de un valor incomparable para obviar los obstáculos. Un día después de Maitines, el bienaventurado Susón fue arrebatado en éxtasis y parecióle ver un apuesto joven que descendía del cielo a la tierra y le decía: «Tú has frecuentado durante mucho tiempo las escuelas primarias, en ellas te has ejercitado lo suficiente y ya estás maduro. Ven conmigo, que voy a conducirte a la escuela mayor que existe.-¿Y cuál es esta tan deseable escuela? Es aquella en que se enseña la ciencia de un perfecto abandono de si mismo; es decir, en la que se enseña al hombre a renunciarse de tal suerte que, sean cualesquiera las circunstancias en que el divino beneplácito se manifieste, se aplique tan sólo a permanecer siempre el mismo y tranquilo, renunciándose en la medida que permita la debilidad humana.» Hacía ya varios años que el bienaventurado se ejercitaba en la virtud como un valeroso asceta; infligía a su cuerpo un martirio cuyo sólo relato nos estremece; llegada era ya la época de los éxtasis, Dios, sin embargo, le llamó a una escuela más elevada, ¿tenía de ello necesidad? Vuelto en sí después de la visión, permanecía silencioso y pensaba en lo que se le acaba de decir: «Examínate interiormente, concluyó, y podrás observar que aún tienes mucho espíritu propio, verás que con todas las mortificaciones que haces, no llegas todavía a soportar la contradicción exterior. Te pareces a una liebre oculta en un matorral, que al ruido de una hoja se espanta. Tú también te espantas de las penas que te sobrevienen, palideces a la vista de tus contradicciones, huyes cuando temes sucumbir, cuando debieras presentarte te escondes, te consideras feliz cuando eres alabado, y cuando te reprenden te entristeces. No hay duda que necesitas ir a una escuela superior.» He aquí, pues, un alma que marchaba decididamente por el camino de la santidad; no obstante, quedaba aún no poco de humano en ella, más de lo que podía suponer. ¡Cuántas otras, que no la igualan en méritos, tendrán como ella necesidad de que un ángel venga a mostrarles el mal y a enseñarles a aplicar el remedio!
Sabemos en principio que el mal consiste en buscarse desordenadamente a sí mismos, y por consiguiente, en el orgullo y la sensualidad que resumen sus tan variadas formas. Mas, en realidad, estamos muy lejos de conocernos, y con frecuencia este mundo de pasiones, de debilidades, de perversas tendencias que bulle en nosotros, permanecería cubierto con un espeso velo y no llamaría nuestra atención, si la Providencia no viniera a abrirnos los ojos en tiempo oportuno por medio de una saludable humillación, o mediante unas pruebas sabiamente apropiadas. Entonces descórrese el velo, y comenzarnos a ver lo que se nos ocultaba hasta este día, y que otros por desgracia habían tal vez tenido con sobrada frecuencia ocasión de comprobar. Mas nos acontece que, una vez conocido el mal, no sabemos remediarlo.
Nos inclinamos a perdonamos, empero la Providencia no tendrá esta cruel indulgencia. «Hasta ahora dice el ángel al bienaventurado Susón- eres tú quien te azotabas por tus propias manos, cesabas cuando querías, y tenias compasión de ti mismo. Al presente quiero librarte de ti mismo y entregarte, sin que nadie te defienda, en manos de extraños que te azotarán. -No lo harán sino en la medida que yo se lo permita, mas te parecerán despiadados. Asistirás al desmoronamiento de tu reputación, estarás expuesto al desprecio de algunos hombres ciegos, y sufrirás más de esta parte que por las heridas hechas en otro tiempo con tus instrumentos de penitencia.»
En otro tiempo hallábamos compensaciones y la Providencia nos las va a quitar. Veamos lo que aconteció al beato Susón: Tenía consolaciones humanas, y el ángel le dice: «Cuando te entregabas a tus ejercicios de mortificación eras grande, eras admirado, ahora serás abatido, serás aniquilado.» Gozaba sobre todo de las consolaciones divinas, y el ángel añadió: «Hasta ahora sólo has sido un niño mimado, has nadado en la dulzura celestial, como nada el pez en el mar. En adelante quiero retirarte todo esto, quiero que seas privado de ello y que sufras con esta privación, que seas abandonado de Dios y de los hombres.»
No siempre damos los golpes donde debiéramos; mas la Providencia, que ve con más exactitud, ataca al mal en su raíz. El beato Susón tenía un carácter muy afectuoso, y no parecía preocuparse de ello. «Aunque acabas de imponerte una cruel tortura, díjole el ángel, aún te queda por divina permisión un natural tierno y amante; te acontecerá que allí donde pensabas encontrar un amor particular y la fidelidad, sólo hallarás infidelidad, grandes sufrimientos y grandes penas. Serán tan numerosas tus pruebas que los hombres que te aman, por poco que sea, se compadecerán de ti.» Nuestro mal es sobre todo el orgullo. Ahora bien, «para infligirnos algún castigo por ello -dice el Padre Piny- ¿búscanse de ordinario las ocasiones de humillación y de desprecio? ¿No se cree hacer bastante condenándose a dar alguna limosna, o a practicar austeridades que mortifican el cuerpo y no el orgullo del espíritu? Dios, que se propone no tan sólo castigar, sino más aún curar, obra mucho más sabiamente. Hácenos expiar este pecado por lo que es más contrario a nuestra presunción y a nuestra vanidad, por los desprecios, las humillaciones, las repugnancias, las confusiones, y desde luego por la penitencia más penosa para nuestra naturaleza soberbia, y la más opuesta a nuestras inclinaciones.»
Finalmente, el gran mal es el juicio propio y la voluntad propia; no hay pecado ni imperfección que no venga de esta fuente emponzoñada. ¿Cuántos son los que saben remontarse hasta este principio de todo desorden? Con sobrada frecuencia, ¿no es el juicio propio quien tiene la pretensión de asignar el remedio, y la propia voluntad la que vela sobre su aplicación, cuando por el contrario, es el propio juicio y la voluntad propia lo que debiéramos de sacrificar sin misericordia y por encima de todo? La Providencia vendrá a corregir estos errores o esta debilidad. « ¡Ah!, mostradme, Señor, de antemano mis penas para que las conozca», decía el beato Susón; y Dios le responde: «No, es preferible que no sepas nada.» En efecto, quiere mantenernos en una disposición constante para doblegar nuestro juicio e inmolar nuestra voluntad. Va, pues, a ocultarnos cuidadosamente sus intenciones, y muy frecuentemente irá contra nuestras previsiones y nuestras ideas; se opondrá directamente a nuestros gustos y a nuestras repugnancias. Si queremos prestar un poco de atención, observaremos que nunca Dios obra al azar: como verdadero Salvador, a la manera de médico tan enérgico como sabio y discreto, lleva el fuego y el hierro ora aquí, ora allá, por todas partes donde su ojo práctico vea faltas que expiar, defectos que corregir, un punto débil que fortificar. A pesar de los lamentos de la naturaleza, continuará El haciéndolo con misericordioso rigor por todo el tiempo que juzgue oportuno, para acabar de curarnos y para colmarnos de sus bienes. «La voluntad propia -dice el Padre Piny-, lo que hay de más tierno y querido en el hombre, pónese así en tortura y en el estado más violento, pues se le obliga a sufrir lo que no querría y lo contrario de lo que querría.» Quiere Dios vencerla y disciplinarla, y he aquí la razón de que ciertas almas se hallen «reducidas a ser casi de continuo lo que no hubieran querido ser, ora en las profundas tinieblas durante la oración en lugar de las luces que eran de su gusto, pero que iban a servir para alimentar su propia voluntad; ora en las tristezas e inoportunos fastidios, en castigo de las alegrías inmoderadas que en otro tiempo habían ellas gustado, o del apego que tenían a estos estados de satisfacción; ora en las incertidumbres, y los escrúpulos originados de la precipitación, a fin de que mueran a sí mismas, aceptando la divina voluntad sobre ellas, a pesar de sus temores e incertidumbres».
El Santo Abandono será, pues, el que acabará de purificar y de despegar nuestra alma. El cumplimiento fiel de los deberes diarios, para los religiosos la exacta observancia de nuestros votos y de nuestras Reglas, con nuestras prácticas libres de virtud, habían causado al hombre viejo derrotas sobre derrotas, heridas sobre heridas. Con todo, aún viviría de no venir el Santo Abandono a darle, por decirlo así, el golpe de gracia y arrojarlo en el sepulcro. Sin duda, que la obediencia antes que todo continúa siendo necesaria, pues si ésta se debilitase, la naturaleza recobraría sus fuerzas y no tardaría en hacer desaparecer al Santo Abandono.
Mas éste viene a unir su acción poderosa a la de la obediencia, además de que responde a nuestras necesidades personales, llevando así nuestra penitencia a su última perfección.
Otro tanto hace con la fe confiada y el amor divino.
Es él quien hace que nuestra fe en la Providencia, nuestra confianza en Dios sean plenamente prácticas universales, haciéndolas pasar de la convicción del espíritu al afecto del corazón, y aplicándolas alternativamente a las más diversas situaciones. Sin él correrían riesgo de quedarse siempre incompletas, porque hay cosas que apenas se aprenden sin haber pasado repetidas veces por la prueba. Jesucristo ha dicho: « ¡Bienaventurados los pobres! ¡Bienaventurados los que padecen! ¡Bienaventurados los que se mortifican! ¡ Bienaventurados los que son perseguidos, calumniados y maldecidos por los hombres!» ¿Tienen esta fe absoluta y práctica las personas que no pueden soportar la pobreza, el sufrimiento y la persecución? «Preciso es declarar, o que no creen en el Evangelio, o que sólo creen a medias. Por el contrario, aquél cree todo cuanto encierra el Evangelio, que mira como una ventaja y como favor divino en este mundo el ser pobre, estar enfermo, ser despreciado, humillado y perseguido por los hombres». La advertencia es de San Alfonso.
Esta fe confiada y total encuéntrase elevada a su más alto grado, dice el Padre Piny, «por el abandono de todo cuanto somos y de todos nuestros intereses al beneplácito divino. ¿No es tener una fe bien firme en la justicia, en la santidad de Dios, el que nos baste en todo cuanto nos suceda, un simple recuerdo de que tal es su voluntad, para que al momento digamos Amén a todas sus determinaciones? No es posible tener mayor fe en la bondad y el amor de Dios, que el recibir igualmente de su mano las cruces y las alegrías, el mal y el bien; y en la firme persuasión de que es un Dios que hace bien todo lo que hace, bendecir su nombre como otro Job, tanto desde el polvo como desde el trono, así cuando nos colma de honores y consolaciones como cuando nos cubre de llagas y humillaciones. No hay mayor ni más viva fe que la de creer que Dios dirige siempre admirablemente nuestros asuntos, cuando parece destruirnos y aniquilarnos, cuando desbarata nuestros mejores planes, cuando nos expone a la calumnia, cuando oscurece todas nuestras luces en la oración, cuando hace agotarse todas nuestras sensibilidades y nuestros fervores por las arideces y sequedades, destruye nuestra salud por las enfermedades y flaquezas, y nos pone en la impotencia de obrar. Conservar en todos estos estados la más firme confianza, aceptarlos a ciegas, ¿no es ejercitar la fe más viva en el poder soberano y en la infinita bondad de Dios?» Maravillosa fue la fe de Abraham en la terrible prueba que todos sabemos. «No menos admirable es la fe del alma que va por el camino del abandono a El, a fin de aniquilar su propia voluntad.» Destruye nuestro apego a las alegrías por medio de la tristeza, a la estima por las humillaciones y desprecios, a los gustos y a las sensibilidades por las arideces y las sequedades, a las luces en la oración por las oscuridades y las tinieblas; trabaja en destruir la precipitación inmoderada por conseguir la perfección mediante dolorosos fracasos, la excesiva actividad por las impotencias a que nos reduce, la propia voluntad hasta en el negocio de la salvación por las incertidumbres en que nos coloca acerca del particular. Si hay un camino en que se ejercite una fe viva, una confianza a toda prueba, «es sin duda, el del abandono a la divina voluntad, pues en él se cree lo que parece menos creíble: a saber, que Dios realiza nuestros negocios destruyéndolos, que nos formará aniquilándonos, que nos iluminará cegándonos, que nos unirá a El más íntimamente dejándonos en la angustia; en una palabra, que nos perfeccionará destruyendo nuestras inclinaciones y nuestra voluntad.»
Así, pues, la práctica del Santo Abandono supone una fe viva, una confianza sólida, a las que desenvuelve admirablemente, elevándolas a su más alto grado.
Otro tanto sucede con el amor divino. El santo acrecentamiento, ante todo, mediante un despego perfecto. «Cuando un corazón está lleno de tierra -dice San Alfonso- el amor de Dios no encuentra en él lugar; y cuanto más permanezca pegado a la tierra, menos reinará en él el amor divino, porque Jesucristo quiere poseer todo nuestro corazón y no toleraría ningún otro rival. En fin, el amor de Dios es un amable ladrón que nos despoja de todas las cosas terrenas.» Preciso es, pues, darlo todo para tenerlo todo. Da totum pro toto, dice Tomás de Kempis. Este completo desasimiento tan necesario y tan laborioso, no sólo habíanlo comenzado la humildad, la obediencia y el renunciamiento, sino que lo llevaban bastante adelantado, y por otra parte, no cejarán en su empeño. Sin embargo, según dejamos indicado, tiene necesidad de que el Santo Abandono venga a sumar su acción a la suya, para que el desasimiento llegue a su perfección. El Santo Abandono es quien termina de hacer el vacío en nuestra alma, invadiéndole proporcionalmente el amor divino, y si no encuentra obstáculo, la llena, la gobierna, la transforma, reina en ella como dueño.
El Santo Abandono no sólo prepara los caminos al amor divino, sino que «es él mismo el acto más perfecto de amor de Dios que un alma pueda producir, y vale más que mil ayunos y disciplinas. Porque quien da sus bienes por medio de la limosna, su sangre con los azotes, su alimento con el ayuno, da una parte de lo que tiene; el que da a Dios su voluntad se da a sí mismo y da todo, de suerte que puede decir: Señor, soy pobre, mas os doy todo cuando puedo; después que os he dado mi voluntad, nada me queda que ofreceros.» Así habla San Alfonso.
Es también el amor más puro y más desinteresado. Numerosas son las almas que de buen grado permanecen con Jesús hasta el partir del pan; muy raras las que le siguen hasta las inmolaciones del Calvario. Fácil es amar a Dios cuando se da entre las dulzuras, los ardores y los transportes. Es más digno olvidarse de sí mismo y darse todo a Dios, hasta el punto de poner su satisfacción en la de Dios, hacer de la voluntad de Dios la suya propia, cuando precisamente aquélla se propone sin la menor duda conducirnos en pos de Jesús crucificado. «Esta es dice el Padre Piny- la manera más noble, más perfecta y más pura de amar. Si se puede medir el amor que nosotros tenemos a Dios por la grandeza de los sacrificios que estamos dispuestos a hacer por El, ¿qué amor puede ser más puro y más grande que el de las almas que abandonan al divino beneplácito no tan sólo sus bienes temporales, su reputación, su salud y su vida, sino hasta el interior de su alma y su eternidad, para no querer en todo esto sino el orden y la voluntad de Dios? ¿No pudiera decirse que su amor está enteramente libre de todo propio interés, puesto que ellas se ponen en este estado de víctimas, consintiendo en que Dios las destruya en cualquier momento, y que haga un sacrificio continuo de la voluntad de ellas a la suya?»
Pudiéramos añadir que un alma, ejercitándose en el Santo Abandono, se forma al propio tiempo de la manera más acabada en todas las virtudes, pues encuentra a cada paso ocasión de practicar tanto la humildad como la obediencia, la paciencia o la pobreza, etc., y que el Santo Abandono eleva unas y otras a su más alta perfección. Pruébalo profusamente el Padre Piny; y para abreviar remitimos al lector a su precioso opúsculo, bastándonos decir con San Francisco de Sales: «El abandono es la virtud de las virtudes; es la flor y nata de la caridad, el perfume de la humildad, el mérito, así parece, de la paciencia, y el fruto de la perseverancia; grande es esta virtud y la única digna de ser practicada por los hijos más queridos de Dios.»
Mas si el abandono perfecciona las virtudes, perfecciona también la unión del alma con Dios. Esta unión es aquí abajo la unión del espíritu por la fe, la unión del corazón por el amor; es más que nada la unión de la voluntad por la conformidad con la voluntad divina. Es necesario que la obediencia la comience y no deje jamás de continuarla; empero corresponde al Santo Abandono terminarla. En efecto, dice el Padre Piny, ¿puede darse unión más completa con Dios, «que dejarle hacer, aceptando todo lo que El hace, y consintiendo amorosamente en todas las destrucciones que le plazca hacer en nosotros y de nosotros? Es querer todo lo que Dios quiere, no querer sino lo que El quiere», y como El lo quiere: «es tener uniformidad con la voluntad de Dios, es estar transformado en la divina voluntad, es estar unido a todo lo que hay en Dios de más íntimo, quiero decir, su corazón, a su beneplácito, a sus decretos impenetrables, a sus juicios que, aunque ocultos, son siempre equitativos y justos». ¿Qué unión con Dios puede haber más estrecha e inseparable? «En este sendero, ¿qué podría, en efecto, separar al alma de Dios? No será ni la pobreza, ni las persecuciones, ni la vida, ni la muerte, ni los acontecimientos sean cuales fueren, puesto que, no queriendo nada fuera de la voluntad de Dios y aceptándola en todo sin detenerse en consideraciones, halla siempre cuanto desea en todo lo que la sucede, viendo en ello el cumplimiento del divino beneplácito.»
Ved, pues, lo que ante todo hace recomendable al Santo Abandono; nada como él une nuestra voluntad a la de Dios; y como esta divina voluntad es la regla y la medida de todas las perfecciones, hasta el punto que nuestras voluntades no participan de la perfección y de la santidad sino por su conformidad con la de Dios, síguese que se llegará a ser tanto más virtuoso y santo, cuanto mayor fuere la conformidad con esta adorable voluntad. Mejor dicho, santo y perfecto es quien ha llegado a ver en todas las cosas la mano y el beneplácito de Dios, y no tiene jamás otra regla que esa voluntad. Cuando se ha llegado a esto, ¿qué resta por hacer para ser aún más santo y más perfecto? Conformar cada vez mejor nuestra voluntad a la de Dios, y según la enérgica expresión de San Alfonso, «uniformarla» a la de Dios, hasta el punto que «de dos voluntades no hagamos -por decirlo así-, sino una; que no queramos sino lo que Dios quiere, y permanezca sola su voluntad y no la nuestra. Aquí está la cumbre de la perfección, y a ella debemos aspirar de continuo. La Santísima Virgen no ha sido la más perfecta entre todos los santos, sino por haber estado más perfectamente unida a la voluntad de Dios».
Si queremos, pues, escalar las cumbres de la vida interior, no hay mejor sendero que el del Santo Abandono; ningún otro sabría conducirnos tan pronto ni tan lejos. ¡No permita Dios que consintamos en rebajar la humildad, la obediencia y el renunciamiento! Estas virtudes fundamentales son, junto con la oración, el camino siempre necesario y seguro, fuera del cual se busca en vano la virtud sólida y el abandono de buena ley. Sigámosle con fidelidad hasta nuestro postrer momento. Mas cuando hubiéramos llegado por este camino a la conformidad perfecta, amorosa y filial, entonces habremos dado con el camino de la santidad.
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